The Love Witch

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Elaine es una bruja piruja que se ha propuesto encontrar al hombre de sus sueños. Uno que la ame de verdad, con el corazón, y no sólo con la bragueta, como suele ser costumbre entre nosotros. Elaine ha tenido muchos amantes a lo largo de su vida, porque ella es una jovencita de muy buen ver, con cuerpo de mareo y ojos que hipnotizan, pero a día de hoy sólo ha convocado en los hombres el deseo carnal, el instinto del macho que reprime la erección nada más conocerla y saludarla. Aunque rezume juventud y vitalidad, Elaine se siente desgraciada y despreciada, y sus amigas, mucho más feas que ella, y por tanto más conformistas con los hombres, no terminan de entenderla demasiado bien.


    Elaine, desesperada, decide pasarse al lado oscuro de la seducción, y empieza a utilizar sortilegios y filtros de amor para encontrar al príncipe azul que la lleve galopando hacia la felicidad. Y no es una torpe figura literaria, sino un sueño real que ameniza sus noches de soledad y masturbación. Pero no hay brujerío tal: Elaine es una chica demasiado inteligente como para creer en estas cosas, pero el ceremonial del pentagrama y de las velas encendidas le ayuda a concentrarse en el objetivo. El ritual le calma los nervios, le infunde serenidad, y la envuelve, además, en un aire psicomágico que le enturbia la mirada y la vuelve más atractiva todavía. 

    Los bebedizos que Elaine sirve a sus amantes sólo son cócteles de vodka mezclados con unas gotitas de LSD, y sus rituales de vudú, que practica en la intimidad del dormitorio, meros desahogos de quien juega al animismo infantil con las muñecas. Elaine sabe que la única magia que seduce a los hombres es el sexo, y que sólo a través del sexo el hombre concede, y se derrite, y se vuelve vulnerable y hasta romántico. El hombre que yace satisfecho en la cama ha despejado todos los nubarrones, todas las tormentas de su cabeza, y en su cielo particular luce el sol y cantan los pajarillos. Es el amor, finalmente. 

 Estas son las cosas que Elaine se sabe al dedillo en The Love Witch, y que explica con acertado magisterio a toda mujer que quiera escucharla. Una sabiduría ancestral que muchas mujeres confunden con la brujería, y hasta con el pendoneo, desconectadas de los viejos conocimientos por culpa del trajín de la vida moderna. Y de las opiniones bobas de los eruditos.


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Alien: Covenant

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Esta saga de los humanos enfrentados a los xenomorfos ya no tiene grandes cosas que contar. No, al menos, en el terreno de la biología, porque según se nos ha desvelado en Alien: Covenant, fue el androide David, metido a doctor Mengele del espacio exterior, insuflado de una megalomanía creadora que eran dos cables pelados de su ciberorganismo, el que creó los huevos que esperaban la llegada de la nave Nostromo en aquel planeta perdido. Habrá que olvidarse, por tanto, de la reina ponedora a la que Ripley chamuscaba con su lanzallamas en Aliens: el regreso. No quisiera uno entrar en debates absurdos sobre si fue primero la gallina alien o el huevo que alumbraba al octópodo. Que sean otros los que aclaren la cuestión en foros más entendidos.



    Sucede, además, para desilusión de este niño grande que siempre ha sido fiel seguidor de la saga -infatigable espectador, y proselitista entre sus allegados- que la fórmula que vertebra las últimas películas ya se repite hasta el bostezo. Si El despertar de la Fuerza nos dejó aliquebrados con la original reconstrucción de la Estrella de la Muerte, Alien: Covenant nos vuelve a dar más de lo mismo. Todo está muy bien hecho, bien rodado, porque hay grandes dineros que sustentan el proyecto y gente muy capaz a ambos lados de las cámaras. La profesionalidad y la eficacia de Ridley Scott y compañía están fuera de discusión. Pero uno tiene la sensación molesta de que en realidad, travestido de naves espaciales y de cascos astronáuticos, le están vendiendo un cine diseñado para adolescentes que anticipan el susto, lo viven con emoción, y en la recomposición del cuerpo y del espíritu aprovechan para pillar cacho en la platea o en el sofá. Y que los adultos, mientras tanto, que ya no tenemos nada a lo que agarrarnos, vapuleados por el trabajo y por la vida, vamos transcurriendo por Alien: Covenant sin que nada de lo que se apuntaba en Prometheus tenga una respuesta satisfactoria. ¿El origen de la humanidad? ¿El castigo de nuestros creadores? ¿El tipo aquél que se suicidaba al inicio de Prometheus para insuflar vida en las aguas? ¿Y quién creó a los creadores? ¿Habrá que desempolvar los viejos argumentos de Santo Tomás de Aquino? ¿Servirá todo esto, al menos, para reavivar las viejas discusiones filosóficas?




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Capitán Phillips

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Uno siempre se ha preguntado qué haría en una situación límite como la que vive el capitán Phillips en la película que narra su desventura. Uno se imagina secuestrado por un grupo de somalíes belicosos, encerrado en un bote de salvamento camino de la costa pirata, y lo primero que se le viene a la cabeza es una flojera de esfínteres, un desmayo, una escena patética de súplicas y besapiés. John Turturro en el Miller's Crossing...

    Uno, por fortuna, jamás se las ha visto con tipejos armados que chillan y amenazan de muerte. Ni un simple atraco de yonqui, que ya es decir, siempre viviendo en provincias, alejado del mundanal ruido, con pocas cosas que hacer en las madrugadas tentadoras. Hay quien dice que los héroes surgen insospechados y sorpresivos, y que es la circunstancia, y no la predisposición, quien los fabrica en el momento. Pero no lo creo. Ya son muchos los años que he pasado en mi propia compañía, y me conozco lo suficiente para saber que en el lugar del capitán Phillips me habría comportado como un cobarde, como una auténtica nenaza. Como aquel capitán infausto del Costa Concordia... Todas las cosas que Tom Hanks discurre con inteligencia preclara en la película a mí se me irían por el ojete de puro canguelo, y no hubiera sobrevivido ni a la mitad de las tesituras que este hombre tuvo que pasar.  



    Por lo demás, hay quien dice que Paul Greengrass ha perdido una oportunidad de oro para hacer pedagogía política con su película. Que los malos del asunto le han quedado demasiado malos, casi caricaturescos, negros chillones que desorbitan los ojos armados del Kalashnikov. Sólo al principio de la película, en cuatro pinceladas apresuradas, nos cuentan que estos piratas se lanzan al mar obligados, amenazados por los señores de la guerra que luego se llevan la pasta gansa de los rescates. Pero, luego, en el transcurso de la refriega, los moros resignados a su suerte se convierten en malos de pacotilla que se dejan llevar por la violencia gratuita y gritan consignas muy islamistas contra los yanquis. Que una película esté basada en hechos reales no significa, en principio, que plasme al dedillo los hechos reales. Sólo el capitán Phillips verdadero conoce la desviación -si es que la hay- entre la realidad y la ficción.




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Prometheus

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Cuando en la tele de mi salón me ponen una nave espacial y unos alienígenas que prometen hostias como panes y misterios como embrujos, entro en un estado mental que podríamos llamar de "racionalidad suspendida". Del mismo modo que los argonautas de la nave Prometheus pasaron meses hibernados a la espera de llegar a su destino, mi mente inquisitiva, en las dos horas que dura la película, se queda como dormida, como pasmada, y de pronto es como si me sustituyera el niño que una vez fui, con las piernas colgando en el sofá, incapaz de ponerle un pero a estas aventuras de seres humanos que buscan el origen de nuestra especie en un planeta muy lejano. Como Darwin a bordo del Beagle, hace dos siglos, pero a mucha más velocidad, y con ordenadores sofisticados en lugar de cuadernos de notas. 

    Mientras la nave Prometheus surca el vacío interestelar y la película Prometheus discurre en el silencio de la noche, yo, infantilizado, me dejo llevar por las olas del mar, y por el balanceo de la trama, y casi termino chupándome el dedo de nocilla y pidiéndole a mamá que abra un poco la ventana para que entre el fresco del anochecer.

    Cuando termina la película, ya recompuesto de nuevo en un señor mayor con barba entrecana, y ojeras por los pesares, vengo a los foros dispuesto a cantar loas y alabanzas. Pero descubro, perplejo, y bastante avergonzado, que soy el único gilí de la galaxia que no ha caído en las incongruencias varias del guion. En los comportamientos inexplicables de los personajes. En las filosofías trascendentales que se quedan huecas, desatadas, como jirones de sabiduría que vuelan sin propósito ni resolución. Leo, entre divertido y acomplejado, los comentarios de quienes no se dejaron engañar, de quienes analizaron la película mientras la vieron y disfrutaron. Y me ruborizo de vergüenza... ¿Soy aquel espectador medio del que hablaba David Simon en sus diatribas contra las audiencias? ¿Un tipo más bien menguado, más bien lento de reflejos, que se traga las historias sin espíritu crítico, abandonado a la molicie mental, al consumo indiscriminado? ¿Un espectador que se da cuenta de los errores de guion -porque tan gilipollas no soy- y los pasa por alto pensando que los guionistas sabrán, y que qué va uno a opinar desde el sofá? ¿O tengo, acaso, la inmensa fortuna de disfrutar como un niño donde otros toman apuntes como maestros adustos y perfeccionistas?




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Hombres armados

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Cuando Ernesto Guevara, médico de formación, y bolchevique de corazón, tuvo conocimiento de la miseria que asolaba a los parias de Latinoamérica, cogió el botiquín, el fusil, dos bocadillos de mortadela y se tiró a los montes para hacer la revolución que todavía echamos de menos. Lo demás es historia.

    El doctor Fuentes, que es el personaje principal de Hombres armados, ni siquiera tiene muy claro qué es lo que pasa en su país, aunque ya sea un médico veterano que peina canas y ninguna parezca el pelo de un tonto. En un país latinoamericano de cuyo nombre no es necesario acordarse -pues todos vienen a sufrir en esencia los mismos descalabros-  el doctor Fuentes tiene una consulta muy peripuesta en la capital, donde atiende a militarotes de muchas condecoraciones, y a sus señoras arregladas para la fiesta que nunca termina. El doctor sabe, o lee, o le cuentan en las consultas mientras ausculta pechos y martillea rótulas, que allá en las montañas, en las selvas impenetrables, "pasan cosas". Que las guerrillas de rojos y el ejército nacional se acechan, se persiguen, toman pueblos al asalto y luego vuelven a perderlos. Pero todo este ajetreo le suena muy lejano, casi de fogueo, asuntos de indios que nunca se integraron del todo en la cultura de los criollos.


    Tan iluso vive el doctor Fuentes rodeado de comodidades, agasajado por los matarifes de la patria a los que cura y consuela, que no dudará en enviar a sus mejores alumnos de la Facultad a esos pueblos remotos para que practiquen la medicina, y contribuyan al bienestar de los compatriotas todavía por civilizar. El doctor se siente muy orgulloso de estas "misiones médicas" que constituyen su legado, así que un buen día, liberado del trabajo y viudo de la mujer, decide coger el auto y visitar a sus exalumnos en los consultorios de la montaña. Lo que el doctor Fuentes se encuentra al llegar a ese mundo es aterrador y desolador. El ejército campa a sus anchas, los campesinos yacen muertos en zanjas improvisadas, y de sus muchachos y muchachas nadie tiene noticia. Alguien, finalmente, le cuenta que los médicos están muy mal vistos en el lugar porque si ayudan a los militares, se los cargan los guerrilleros, y si ayudan a los guerrilleros, se los cargan los militares. Así que el juramento hipocrático se vuelve una trampa mortal de la que es imposible escapar. 

    Ahí empieza, propiamente, Hombres armados, con el doctor Fuentes remontando los senderos para encontrar a sus alumnos del mismo modo que el capitán Willard remontó el río Nung para buscar al coronel Kurtz. Un viaje hacia el horror. 




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Breaking Bad. Temporada 3

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Breaking Bad es el relato de cómo Walter White -profesor de instituto, padre ejemplar y esposo amantísimo- llegó a convertirse en Heisenberg el traficante, el capo de la droga más temido en Albuquerque y sus alrededores. Su caída en el lado oscuro de la fuerza es tan fascinante como la de Anakin Skywalker en la saga galáctica de George Lucas. Compone la que quizá sea la mejor serie dramática de todos los tiempos, pues en Breaking Bad no hay episodios de relleno, ni tramas que desbarren, ni secundarios absurdos que chupen minutos sin sentido -bueno, la cuñada cleptómana, quizá. Vince Gilligan nunca dejó que otros niños jugaran a otra cosa con su juguete más querido, y le salió un producto irreprochable, repensado, que va del punto A al punto B directo como un cohete, sin dudas ni volantazos.


    Al terminar la serie, Gilligan y Gould decidieron crear un spin-off sobre la vida de Saul Goodman, el abogado más dicharachero y corrupto de los contornos desérticos, un tipo que se había erigido en el típico secundario que robaba las escenas y llegaba, a veces, a eclipsar el interés por los personajes principales. La idea fue cojonuda, y dio lugar a otra serie llamada Better Call Saul que es de lo mejorcito que puede verse hoy por hoy en la televisión. Para cuando termine la transformación definitiva de Jimmy McGill en Saul Goodman, yo, desde este humilde blog ileído les propongo a Gilligan y sus muchachos que narren la otra aventura vital de Walter White. La que se barrunta desde los inicios de la serie, y de la que sólo conocemos pinceladas y lejanas referencias: cómo un tipo de inteligencia afilada, de carácter granítico, de ego subidísimo y picajoso -porque, a fin de cuentas, Heisenberg no es el resultado de una transformación, sino la salida de armario de una personalidad verdadera- pudo achicarse de tal modo ante la vida para ser uno más como nosotros, indistinguible y pusilánime. Y gris. Un tipo como yo, vamos.



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Bright Lights

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Dos años antes de que fallecieran con un solo día de diferencia -primero la hija, derrotada por la vida, y luego la madre, derrotada por la hija- Carrie Fisher y Debbie Reynolds abrieron sus casas de par en par para dar testimonio de su relación en este documental que lleva por título Bright Lights. Carrie, casi sexagenaria, y Debbie, mediada la ochentena, más parecen hermanas que otra cosa, de lo mucho que se descuidó la princesa Leia con las drogas, y de lo bien que se cuidó la chica de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, que aún estaba en el mundo de la farándula cuando murió de llantos y de pena, haciendo papelitos en la tele, y cantando viejas canciones ante los abueletes de Las Vegas.


    Madre e hija vivían en Beverly Hills, en casas muy próximas, y pasan gran parte del documental visitándose la una a la otra mientras evocan recuerdos de su vida. Los gozosos, claro, de cuando compartían micrófono y canturreos subidas al escenario, o de cuando pasaban los veranos en la mansión familiar con el césped verdísimo y la piscina recién limpiada. Y también los recuerdos sombríos, por supuesto, que protagoniza mayormente Eddie Fisher, esposo y padre, seductor y cabronazo: un truhán cantarían que las abandonó siendo Carrie pequeña para vivir otras aventuras sexuales junto a Elizabeth Taylor. Lo que no es moco de pavo, pero es una cabronada.

    Los marujos y las marujas hemos caído en Bright Lights como quien cae sobre una revista de cotilleos que ya se leyó. Veníamos, morbosos, a saber algo más de esta relación materno-filial que tantos sinsabores compartió, y que incluso en la hora de la muerte tuvo su complicidad y su adhesión. Pero madre e hija, que se muestran muy parlanchinas, se cuidan mucho de desnudar su alma en el documental, y sólo cuentan lo que todo el mundo ya sabe. Se llevan bien, se soportan las manías, y salen a pasear de vez en cuando por los alrededores de su barrio. O comparten mesa y mental en alguna gala que les presta homenaje y reconocimiento. Un aburrimiento, finalmente, que sólo de vez en cuando rompe Carrie Fisher con alguna reflexión enjundiosa sobre su vida y su mal, su lucha y su trastorno.

- ¿Sabes qué sería genial? Llegar al fondo de mi personalidad.... y descansar bajo el sol.



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Aliens: el regreso

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Y de pronto, en 1986, cuando el F-14 de Maverick recargaba municiones para enfrentarse a los Mig destartalados, los americanos se quedaron sin un enemigo digno al que abatir en las películas. Un año antes, en 1985, mientras Iván Drago mordía el polvo en la lona, Mijail Gorbachov subía al poder en la Unión Soviética y anunciaba que hasta aquí habíamos llegado: que el orgullo patrio estaba muy bien, pero que había que comer todos los días, y que la producción de acero iba a destinarse a fabricar más ollas y menos tanques. Cuatro años después, el sistema comunista se vino abajo. En el ínterin, una ola de simpatía por Gorbachov recorrió el mundo entero, y hasta el mismo Ronald Reagan, de viaje en Moscú, tuvo que reconocer que aquello no parecía precisamente el Imperio del Mal.

    En Hollywood hubo perplejidad y contraórdenes. Los soviéticos, ahora hermanos de la paz y del desarme, dejaron de ser los malos cetrinos -y cretinos- de cada película guerrera. La gran cuestión era: ¿qué hacemos ahora con los marines? Los muyahidines de Osama Bin Laden eran por entonces amigos del alma, y los coreanos del norte llevaban muchos años tranquilos al otro lado del paralelo 38. Los socialistas de Centroamérica se defendían armados de libros y de guadañas, y en Irak, mientras tanto, aún no estaba claro cuántas bolsas de petróleo podían pincharse en el subsuelo. Estaba el espantajo de Gadafi, sí, como tentación para hacer una película con muchas hostias en el desierto... Pero mientras tanto, para matar la gusa, a alguien se le ocurrió que rodar Aliens vs. Marines -pues eso es, en esencia, Aliens: el regreso- sería una buena excusa para seguir cantando las excelencias de estos aguerridos muchachos, y de estas bravas amazonas, que ya no eran solamente el mejor cuerpo de élite de este lado de la galaxia, sino que podían sostenerle el pulso y la bravura a los aliens descarriados.

    Hay que decir, de todos modos -y si nadie lo ha dicho todavía, lo digo yo- que los aliens son más perros ladradores que mordedores. En las distancias cortas,  desde luego, a tiro de chorro ácido, de mandíbulas retráctiles, son prácticamente imbatibles, pero a diez metros, sin armamento portátil, sin coraza, lentos como osos, no serían enemigos ni para un cowboy habilidoso del Far West. Si le vinieran de uno en uno, claro, por la calle polvorienta, y no en tropel, como en la película, que a fin de cuentas es su baza ganadora.




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