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Falling

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En el cine americano ha nacido un nuevo dramatismo que enfrenta a padres racistas y maltratadores -vamos a decir, amablemente, conservadores y cascarrabias- con hijos que les han salido rana porque votan a la izquierda o les han salido homosexuales. O las dos cosas a la vez. Esos tipos impresentables, que en las películas siempre viven en ranchos muy alejados de la civilización, y siempre dejan la escopeta a en el porche por si un día pasara Barack Obama por allí, llaman a sus hijos maricones y chupapollas sin pudor, a la cara, cuando esos pobres, a pesar de todo, sabiendo de antemano la que les espera, van a visitarles por Acción de Gracias o por el día de Navidad. Los más acomplejados en solitario, y los más valientes acompañados, todos con sus looks californianos o sus estilismos de la costa Este, que para los americanos de bien son las reservas indias de los hijos que han salido tarados y defectuosos.

Las películas sobre el Día de Acción de Gracias dan para la hostia de subgéneros porque ellas ya son, en sí mismas, todo un género. Un drama tan viejo como el cine, de familias que se reúnen ante un pavo asado y una controversia electoral. Nosotros, en España, no tenemos un equivalente cultural porque estamos todo el día visitando a la suegra para zamparnos su paella, o su cocido, un domingo sí y otro también, y hemos convertido en rutina conversacional lo que para los americanos es un encuentro anual,  o bianual como mucho, en el que hay que vomitarlo todo o callárselo todo, según el tono de la película.

El otro día, en Mi tío Frank, había un tiparraco despreciable que le escupía a su hijo homosexual todo el rencor de sus genes supuestamente traicionados. Hoy, apenas tres semanas después, me encuentro con otro cabrón de la misma calaña que encarna Lance Henriksen con toda la brutalidad de su mirada, tan azul, tan fría, tan casi cibernética, que no necesita los insultos verbales para que su hijo ya sienta por encima todo su odio y su desprecio.

De todos modos, el momento más inquietante de la película es ver a David Cronenberg interpretando a un médico que realiza colonoscopias a diario. Ni una película de David Cronenberg se atrevería con semejante tentación escatológica, y quizá sanguinolenta.





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Aliens: el regreso

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Y de pronto, en 1986, cuando el F-14 de Maverick recargaba municiones para enfrentarse a los Mig destartalados, los americanos se quedaron sin un enemigo digno al que abatir en las películas. Un año antes, en 1985, mientras Iván Drago mordía el polvo en la lona, Mijail Gorbachov subía al poder en la Unión Soviética y anunciaba que hasta aquí habíamos llegado: que el orgullo patrio estaba muy bien, pero que había que comer todos los días, y que la producción de acero iba a destinarse a fabricar más ollas y menos tanques. Cuatro años después, el sistema comunista se vino abajo. En el ínterin, una ola de simpatía por Gorbachov recorrió el mundo entero, y hasta el mismo Ronald Reagan, de viaje en Moscú, tuvo que reconocer que aquello no parecía precisamente el Imperio del Mal.

    En Hollywood hubo perplejidad y contraórdenes. Los soviéticos, ahora hermanos de la paz y del desarme, dejaron de ser los malos cetrinos -y cretinos- de cada película guerrera. La gran cuestión era: ¿qué hacemos ahora con los marines? Los muyahidines de Osama Bin Laden eran por entonces amigos del alma, y los coreanos del norte llevaban muchos años tranquilos al otro lado del paralelo 38. Los socialistas de Centroamérica se defendían armados de libros y de guadañas, y en Irak, mientras tanto, aún no estaba claro cuántas bolsas de petróleo podían pincharse en el subsuelo. Estaba el espantajo de Gadafi, sí, como tentación para hacer una película con muchas hostias en el desierto... Pero mientras tanto, para matar la gusa, a alguien se le ocurrió que rodar Aliens vs. Marines -pues eso es, en esencia, Aliens: el regreso- sería una buena excusa para seguir cantando las excelencias de estos aguerridos muchachos, y de estas bravas amazonas, que ya no eran solamente el mejor cuerpo de élite de este lado de la galaxia, sino que podían sostenerle el pulso y la bravura a los aliens descarriados.

    Hay que decir, de todos modos -y si nadie lo ha dicho todavía, lo digo yo- que los aliens son más perros ladradores que mordedores. En las distancias cortas,  desde luego, a tiro de chorro ácido, de mandíbulas retráctiles, son prácticamente imbatibles, pero a diez metros, sin armamento portátil, sin coraza, lentos como osos, no serían enemigos ni para un cowboy habilidoso del Far West. Si le vinieran de uno en uno, claro, por la calle polvorienta, y no en tropel, como en la película, que a fin de cuentas es su baza ganadora.




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