Noches de sol

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La suerte que tuvieron los españoles de 1898, cuando entraron en guerra con los americanos -o más bien cuando los americanos entraron en guerra con ellos-, fue que el cine aún no había salido de los cafés parisinos donde los hermanos Lumière proyectaban sus documentales, y George Méliès hacía magia con sus fotogramas.

    De haber existido la maquinaria de Hollywood en la guerra de Cuba, los españoles habrían salido tan mal parados como los rusos en las películas de la Guerra Fría. En los retratos más amables, los ruskis eran tipos indolentes, chapuceros, funcionarios con lamparones en las chaquetas que agarrados a la botella de vodka dirigían un país en el que nada funcionaba, la gente se moría de frío y las ojivas nucleares sólo eran supositorios de cartón piedra que asustaban a las viejas de Wisconsin. En los retratos más hirientes, los bolcheviques eran unos comunistas de tomo y lomo que llevaban la psicopatía inscrita en el ADN, porque quien no descendía de los hunos descendía de los mongoles, o de los vikingos varegos, todos pueblos sin civilizar que te sacaban el hacha -como ahora la hoz y el martillo- por un quítame allá esas pajas en las negociaciones.


    O un idiota, o un asesino: ningún ruso se escapaba de estos clichés que tanto rédito dieron en las taquillas del ancho mundo. O el embajador soviético que hacía el imbécil en Teléfono Rojo, o el Iván Drago de Rocky IV que no contento con ir ganando la pelea quería matar a golpes al bueno de Balboa. Bueno, sí, rectifico: había unos rusos respetables, encomiables, trufas escasísimas entre tantas setas venenosas o de escaso valor nutritivo, que eran aquellos que tenían el valor de desertar del Imperio del Mal -como el bailarían Nikolai Rodchenko de Noches de sol, que es un autohomenaje masturbatorio perpetrado por Mijail Baryshnikov- y que aprovechaban una gira del Bolshoi, o un amistoso del Spartak de Moscú, para acogerse a la beneficencia capitalista del Imperio del Bien, donde los perros se ataban con longaniza, los medios de comunicación no soltaban las mentiras del Pravda, y las ojivas nucleares llevaban plutonio verdadero, cien por cien explosivo, científicamente testado sobre dos ciudades casi olvidadas del Japón. 



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The Artist

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A medida que The Artist ganaba premios por los festivales de medio mundo, y las radios y las revistas se iban llenando de alabanzas antes de su estreno, nosotros, los cinéfilos de la oreja estirada, teníamos la mosca detrás de la misma porque una película así, por muy cojonuda que fuera, no dejaba de tener el inconveniente de la mudez anacrónica. De los franceses desconocidos. Todos sabemos que las películas mudas, cuando son comedias, han resistido el paso del tiempo, y uno se entrega a ellas con una sonrisa permanente en la boca, admirado de sus ocurrencias o de sus acrobacias; pero que cuando las películas silentes son dramáticas, o de trasfondo social, el bostezo irreprimible, el aburrimiento inconfesable, asoma incluso en la boca del cinéfilo más contumaz.

    Cuando The Artist llegó a las pantallas de nuestras provincias, a los cinéfilos se nos cayeron los prejuicios al suelo, y disfrutamos de una película original, cojonuda, charmant, a falta de un adjetivo en castellano que ahora no me sale, y en afrancesado homenaje. The Artist llegó incluso a emocionarnos, en la escena del suicidio que recorría la música de Vértigo, y salimos del cine imitando los pasos de baile de la Bejo y del Dujardin, que además son guapos de cojones, los muy jodíos, que parecen tal cual actores de los años veinte, estilosos y pluscuamperfectos. Fueron muchos, también, los que habiendo jurado no tener jamás un perrete -porque hay que darle de comer y sacarle de paseo todos los días- se lo iban pensando camino de casa, seducidos por las tontacas tan graciosas que hacía Uggie, el Milú inseparable de George Valentin.


    The Artist nos gustó, nos encandiló incluso, pero la olvidamos rápidamente. Casi siete años después la he rescatado de una olvidada caja de DVDs, haciendo la mudanza de mis bártulos. En aquel año del Señor de 2011, en el último esplendor de mis días en la hierba, había una película impecable que sólo me gustó a mí, y al vecino del quinto: se llamaba Moneyball, la escribía Aaron Sorkin, la dirigía Bennett Miller y la protagonizaba Brad Pitt. Iba de un entrenador de béisbol que aplicaba un algoritmo matemático para renovar su plantilla de veteranos perdedores. Era una puta obra maestra. Yo le hubiera dado el Oscar sin remordimientos. Ya nadie la recuerda. Soy un cinéfilo lamentable, atravesado y conservador. Un esbirro del Imperio Americano. Un abducido.



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Veredicto final

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Como era un hombre muy guapo y tenía ojos azules de quitar el hipo, Paul Newman, siempre vivió bajo la sospecha de vivir sólo del cuento, de lucir sólo el palmito. Le tuvieron que salir pelos en las orejas, y bolsas bajo los ojos, y una expresión de hombre muy vivido en la mirada, para que los tuertos empezaran a verle como un actor de la hostia, todoterreno, lo mismo en la comedia que en el drama, No sé si un actor del método o un talento de la naturaleza, pero un actor como la copa de un pino. Un señor respetable, cincuentón largo, de canas lustrosas, ya de vuelta de los premios que nunca le concedían, al que Sidney Lumet ofreció el papel principal en Veredicto final. El actor idóneo para dotar de dignidad a un personaje que al principio de la película no la tenía, pero que la buscaba afanosamente para redimir su pasado de abogado chanchullero. De leguleyo que siempre prefirió el acuerdo entre bambalinas a la esgrima ante el jurado. De picapleitos que siempre eligió la comisión a la justicia, el dinero fácil a la satisfacción plena. 


    Frank Galvin vive el crepúsculo muy poco glorioso de su carrera, ya más borracho que lúcido, ya más ausente que presente, hasta que un caso de los que nadie en su sano juicio aceptaría -porque la demanda es contra un hospital de la Iglesia, y unos abogados no quieren arder en el infierno, y otros no se atreven  a ser aplastados por la milenaria institución- le concede una última oportunidad de recuperar el orgullo y la decencia. Galvin seguramente morírá alcoholizado, o depresivo, o llevado por un mal cáncer de la tristeza, en un fallo multisistémico por la mugre que se acumula. Pero quiere morirse con el título de licenciado limpio de polvo y manchurrones. Ante la pobre chica que yace medio muerta en el hospital, víctima de una negligencia médica, Galvin, como en una revelación religiosa, como en el despertar de una pesadilla etílica, se caerá del caballo negro que lo llevaba camino de Damasco y se subirá a un corcel alado que lo llevará en volandas hacia la búsqueda de la Verdad.

    Mientras Paul Newman cambia de caballo, y clava su papel de abogado redimido, la inquietante Charlotte Rampling clava su turbia mirada en sus espaldas...




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Días de vino y rosas

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No duran mucho tiempo los días de vino y rosas, decía el inmortal poema de Ernest Dowson, que dicho así, con esta seguridad doctoral de libro de texto, me disfraza de bloguero muy leído, muy informado de las cosas literarias, cuando en realidad he tenido que buscar el dato en la Wikipedia que a todos nos iguala, a los incultos y a los letrados, a los que suspendían y a los que empollaban. Al final, gracias a este enorme chuletón que nos han regalado las nuevas tecnologías, se ha cumplido la profecía que anunciaba el tango Cambalache, y ya da lo mismo ser un burro que un gran profesor.



    Los días de rosas, en efecto, se pueden contar con los dedos de una mano -de dos si hay mucha suerte- porque el amor se marchita a la misma velocidad que los pétalos de las flores. Pero los días de vino, ay, para desgracia del matrimonio Clay, que pimplan y pimplan botellas de licores mucho más fuertes, duran años de tragedia matrimonial, de curdas hasta las tantas. De discusiones entre alientos que hipan y cuerpos que se tambalean. Porque al principio, de novietes, cuando los Clay todavía no eran tales, sino el señor Clay y la señorita Andersen, agarrados a la copichuela se echaban unas risas de la hostia, y veían la vida con una alegría que magnificaba todo lo bueno y relativizaba todo lo malo. Pero luego, otra vez ay, pasados los meses, la botella ya era para ellos un adminículo tan imprescindible como las gafas para ver, o el sonotone para escuchar, y sin ella ya no atinaban ni a poner un plato sobre la mesa, ni a centrar una meada en el cráter del retrete. Porque el cuerpo se les acostumbró, y el hígado se les aclimató, y casi sin darse cuenta terminaron jodiéndose primero los modales, y luego las responsabilidades, y ya finalmente la vergüenza. Perdieron para siempre aquella alegría de vivir que les salía pura del alma, cristalina como el agua del manantial, sin alcoholes añadidos, cuando gozaban de la felicidad verdadera de la juventud. 


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La boda de Rachel

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No hace mucho tiempo que en los bosques de Hollywood crecieron como setas las películas que llevaban la palabra "boda" en el título. Fue una especie de fiebre matrimonial que encendió las plateas y recalentó los reproductores de DVD. Las damiselas de las películas casi nunca se casaban vírgenes, y casi nunca se desposaban por lo católico, pero en el Vaticano, y en otras jerarquías de lo viejuno, muchos sonrieron complacidos ante este revival insospechado de la sagrada institución. Tras esa fachada de comedias románticas se escondía un mensaje algo rancio, naftalínico, como de una época ya superada, y uno veía con sorpresa cómo las mujeres del siglo XXI, como las bisabuelas del siglo XIX, volvían a perder el oremus con tal de casarse como fuera para realizarse como féminas.


    En aquella fundición que no paraba de producir anillos de compromiso,  La boda de Rachel parecía una película más que aprovechaba el rebufo de los vientos. En su póster promocional, además, aparecía el rostro desvalido y hermoso de Anne Hathaway, la chica princesa de Hollywood, lo que dejaba poco lugar para la sorpresa de los sentimientos. Sin embargo, la película de Jonathan Demme salió diferente a todas las demás. Había novia enamorada, sí, y novio enamorado, y jardín idílico en el que desposarse, y catering preparado, y flores de cien colores, y músicas repensadas, y saris que ceñían los cuerpos juveniles de las damas de honor. Mucho buen rollo entre los invitados, y una cámara muy sabia que iba recorriendo la fiesta con sentido del humor. Pero los personajes de La boda de Rachel, aunque celebraban una fiesta del amor, vivían traspasados por la melancolía, por la ambivalencia de los sentimientos. Hoy toca jolgorio, sí, pero mañana ya veremos, y del pasado preferimos no hablar para no joder la fiesta por la mitad. En las familias las personas se aman y se odian al mismo tiempo. Hay cosas que se olvidan pero no se perdonan, y cosas que se perdonan pero no se olvidan. Quedan resquemores de la infancia, encontronazos de la adultez, envidias cochinas y asuntos sin resolver. Queda la vida, monda y lironda, con toda su crudeza y toda su belleza. A la mañana siguiente, tras la noche de bodas -que ya es un concepto trasnochado y carente de sentido, la vida sigue más o menos como estaba, en lo bueno y en lo malo, aunque ahora sea con un anillo dorado reluciendo en el dedo. 


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Los 400 golpes

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Yo pensaba que los cuatrocientos golpes eran los cuatrocientos puntapiés que la vida le iba propinando al pobre Antoine Doinel, el niño que comprende que en casa ya es una molestia, y en el colegio un sospechoso habitual, así que decide probar fortuna por las calles de París, adornadas para la Navidad, haciendo pellas por los cines, por los parques de atracciones, durmiendo en almacenes y desayunando la leche embotellada que roba de los portales.

    Ésa era, al menos, la traducción que yo siempre me había hecho del título, tan enigmático, tan significativo en la historia del cine, hasta que hoy, que he vuelto a ver la película, y me he dado un garbeo por los foros de los entendidos, encuentro que la expresión francesa "Les quatre cents coups" proviene de los 400 cañonazos -que no golpes- que un día soltó Luis XIII contra los protestantes de Montauban, dejando al libre albedrío de las balas que murieran los adultos recalcitrantes o los niños que no habían sido bautizados en la fe verdadera.





    Los cuatrocientos golpes de Luis XIII terminaron siendo -por esos derroteros que a veces toman los idiomas- las travesuras que perpetran los niños descarriados, que rompen las urbanidades por el puro placer de conculcarlas. Y trastadas, a decir verdad, en la película, Antoine Doinel comete unas cuantas. Otra cosa es que nos embarquemos en una discusión de esquema gallina-huevo sobre si Doinel es un niño rebelde porque el mundo lo hizo así, como años después cantara su compatriota Jeanette, o si la rebeldía que se esconde tras esa cara de niño perplejo y dolorido viene tan incrustada en su carácter que, sin ella, Doinel ya no sería Doinel, sino otro personaje que nos conmovería bastante menos. Un niño normal, cumplidor, querido por sus padres y respetado por su maestros, de vida anodina, muy poco noticiable, nada cinematográfica. Un niño así jamás se escaparía del reformatorio para ver el mar, y nosotros no lloraríamos como tontos en la última escena de la película sin saber muy bien el motivo.



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The Master

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Como siempre he vivido rodeado de católicos surgidos del Concilio de Trento, confieos que sé muy poco sobre los asuntos de la Cienciología: sólo que sus dioses son extraterrestres cabezones que viven en un planeta lejano, y que hay mucho actor del guaperío militando en sus filas. 
Con esa ignorandia supina me planté en el sofá a ver The Master, a ver si me enmendaba. Pero bastan unos pocos minutos para comprender que Paul Thomas Anderson, como era de esperar, no ha tomado el camino más fácil y directo, sino uno tortuoso, extraño, que tapa más que cuenta, que suscita más que indica. Un experimento a ratos comprensible y a ratos no. A veces convencional y a veces extravagante. Un relato que de cualquier modo te mantiene pegado a la pantalla y entregado a la causa. Pero no a La Causa humanista de Ron Hubbard -aquí llamado Lancaster Dodd- sino a “la causa” fílmica de Paul T. Anderson, ese director siempre tan diferente y arriesgado.

    The Master, finalmente, no era un biopic sobre la figura de Ron Hubbard, ni una  clase de historia, ni un simposio sobre una religión algo extravagante y chiripitiflaútica. The Master es, por encima de todo, la crónica de un empecinamiento pedagógico. Algo así como un remake de El pequeño salvaje de Truffaut, aquella película en la que Jean Itard, pedagogo vocacional en los tiempos de la Ilustración, se las tenía tiesas con el niño salvaje de Aveyron. En The Master, Lancaster Dodd presume de practicar una psicoterapia capaz de devolver a los hombres al camino recto del equilibrio, de la templanza, del autocontrol sosegado y fructífero. Una batalla terapeútica contra la tiranía de los instintos que a ratos parece un psicoanálisis de Sigmund Freud y a ratos una psicomagia de Alejandro Jodorowsky.

    Lancaster-Hubbard vive feliz, seguro de sí mismo, confiado en el poder casi omnímodo de su método, hasta que se topa con la horma de su zapato: Freddie Quell, excombatiente de la II Guerra Mundial, alcohólico y sexoadicto, desquiciado y enigmático. Una recreación asombrosa de ese actor ya de por sí algo freddiequelliano llamado Joaquin Phoenix. Ése "enfrentamiento" entre el profesor orgulloso y el alumno ingobernable es el drama central que anima la película. La vieja pelea entre la educación y el instinto. El combate filosófico entre la creencia de que los hombres pueden cambiar, y la sospecha de que uno siempre es como es y anda siempre con lo puesto, como cantaba Serrat. 



                     

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Lugares comunes

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Yo la llamo "La trilogía de Federico Luppi sentando cátedra". El alter ego de Aristarain impartía sus lecciones en Un lugar en el mundo, luego en Martín Hache, y ya finalmente,  de vuelta a la Argentina rural, un poco en plan Fray Luis de León y su "Decíamos ayer...", en Lugares comunes, que es una película que parece muy terrenal, muy apegada a la crisis del corralito y al destierro de los intelectuales, pero que en realidad, desmenuzada, es una cinta de ciencia-ficción que vaga por universos muy ajenos a los derroteros de la humanidad. Porque tipos así, tan lúcidos como Fernando Robles, ya sólo se encuentran en civilizaciones más avanzadas que la terráquea. Y amores tan idílicos como el suyo por Liliana, ya sólo en las viejas leyendas turolenses o veronesas que son más mito que otra cosa. Amores de Pandora, más que de la Tierra.

    En esta trilogía de Adolfo Aristarain tan poco galáctica, que transcurre hace tan poco tiempo y en planetas hispanoargentinos tan poco lejanos, el personaje repetido de Federico Luppi viene a ser el mismo caballero Jedi que ha alcanzado la lucidez en los caminos de la Fuerza. Si le vistieras con el hábito monacal del viejo Ben Kenobi, y le pusieras a vivir en una cueva polvorienta del planeta Tatooine, el resultado dejaría boquiabierto al mismísimo George Lucas, que tal vez lamentaría no haber creado un caballero Jedi con acento porteño que predicara los milagros de los midiclorianos, y negociara acuerdos con la poderosa Federación de Comercio.

    El tipo canoso de verborrea hipnótca que recorre las tres películas de Aristarain es un rojo claudicado, perdedor de todas las batallas contra los lord Siths de la derecha. Un viejo derrotado de la Comuna de París que no renuncia a darle la brasa al interlocutor que le coja más a mano, lo mismo en el bar de la esquina que en la chacra de la Pampa, o en el piso a todo lujo de Madrid. Lo mismo al hijo joven que aún no sabe por dónde tirar, que al hijo ya crecidito que abandonó los ideales para tener dos coches y un chalet en la serranía. Lo mismo a la amante que lo encuentra fascinante pero algo pesado, que a la esposa arrobada que se pasaría un milenio de amor sentada a su lado, escuchando sus jaculatorias. Lo mismo al espectador que pasaba por alguna de sus películas por casualidad, y que ha decidido no insistir en el empeño, que a este devoto seguidor que ha aprovechado la dolorosa excusa de la muerte de Federico Luppi para volver a recordar este puñadito de sabidurías. Y de actuaciones suyas tan portentosas. Hasta siempre, flaco.


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