Después de tantos años

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En Después de tantos años, los tres hermanos vuelven a comparecer ante las cámaras casi veinte años después de El desencanto. Pero esta vez no para ajustar cuentas con el padre, ni con la madre, ni con el apellido maldito, sino para poner a parir a la vida misma, que en 1994 los había dejado al borde de la vejez prematura, del hastío precoz, encerrados en la locura, o en la soledad, o en la enfermedad de sus retiros particulares. En ellos se había cumplido el destino trágico que ya se aventuraba en El desencanto: el fin de raza, el callejón sin salida de la estirpe.


    Aunque Negro sobre blanco era un programa sobre literatura en general que sólo veían los cuatro gatos enterados, y los cuatro gatos que nos queríamos enterar -yo padecía por aquel entonces las ínfulas del escritor en ciernes-, aquella entrevista de Sánchez Dragó a Leopoldo María Panero se hizo muy famosa porque el entrevistado, al que habían sacado del manicomio expresamente para el programa, se ausentaba cada poco rato para ir a mear aludiendo a una incontinencia urinaria, y luego, cuando se sentaba de nuevo en su silla, se iba por los cerros de Úbeda o de Astorga y leía poemas cuando tenía que responder las preguntas, y respondía a las preguntas cuando tenía que leer los poemas. Aquello quedó como un show muy propio de intelectuales pero también como un cachondeo muy de late night desmadrado.

     Al final del programa, para resumir un poco el estado mental del entrevistado, y de paso aportar luz sobre el destino cruel de los Panero, Sánchez Dragó, que tiene la prosodia exacta de los cuenta cuentos, narraba una anécdota referida a Hölderlin, el poeta alemán, otro escritor que terminó medio loco y fue recluido en varios manicomios hasta que un admirador de su obra, un ebanista de Tubinga, le acogió en su casa y le cuidó durante sus últimos años. Un crítico literario interesado en la obra de Hölderlin fue a visitarle un día y le preguntó al ebanista por el estado mental de su huésped. El ebanista respondió:

    “Holderlin no se ha vuelto loco por lo que le faltaba -el famoso tornillo- sino por lo que le sobraba”.




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El desencanto

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Cuando a mitad de metraje aparece en escena Leopoldo María Panero -el hijo loco, el poeta maldito, el deslenguado que salía y entraba de los manicomios- la película se vuelve sombría, por fin desencantada, y ya no sólo melancólica. Es entonces cuando el cristal que soportaba la tensión de las pequeñas maledicencias, de los reproches larvados -con Felicidad Blanc mordiéndose la lengua, Juan Luis soltando ironías y Michi perdiéndose en malditismos- se fractura en mil pedazos que rompen la ilusión de lo que al principio parecía un panegírico del ilustre padre, el poeta de Astorga, el vate del Régimen. La película empieza con la inauguración de su estatua y casi termina con la familia bailando sobre su tumba. 

    "Yo creo que sobre la familia, tanto sobre la familia como sobre los individuos en particular, hay dos historias que se pueden contar: una es la leyenda épica -como llama Lacan a las hazañas del yo- y otra es... la verdad. Y la leyenda épica de nuestra familia, que es lo que me figuro que se habrá contado en esta película, pues debe ser muy bonita, romántica y lacrimosa, pero la verdad es una experiencia bastante... en fin... deprimente”.

    Leopoldo hijo es como el familiar que ha bebido demasiado en la cena de Nochebuena y a la quinta copa empieza a cantar las verdades del barquero, harto de la hipocresía y de la falsa fraternidad. El niño que se atreve a denunciar que todas las familias -la del emperador incluido- siempre se sientan desnudas a la mesa. Leopoldo hijo -el ex carcelario, el drogadicto, el futuro orate a tiempo completo- es el lúcido metepatas que en  El desencanto abre la espita por donde saldrán todas las mierdas que se guardaban, todos los odios que se enmohecían. Él es el más atrevido de la función, el más insolente. El más... desencantado: con su familia, y con la vida, y consigo mismo. Una decepción de existir que tiene algo de pose, de poeta fumador, de niño bien que flirteó con el lado oscuro de la vida. 

    Sus dos hermanos padecen el mismo mal: padecen una enfermedad oscura, genética, insondable -y por tanto irremediable- que les convirtió en tres figuras trágicas, cada una a su modo y manera.



    Dice Michi Panero hacia el final de la película:

     "Creo que hay una cosa evidente... para estar desencantado hace falta haber estado encantado antes. Y yo, desde luego, no recuerdo más que cuatro o cinco momentos muy frágiles, muy huidizos de mi vida, de haber estado, digamos, encantado. Yo diría mejor... ilusionado. Creo que el desencanto, el aburrimiento, o la desilusión, como lo quieras llamar, es una cosa que me ha venido impuesta por muchos y variados elementos, y en el que yo, simplemente, pues como en todo, he participado como espectador, nada más”.






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Happy End

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En Happy End se nota que a Michael Haneke le fascinan los burgueses. Les sigue con la cámara como si fuera un documentalista, aireando lo privado, lo inconfesable, lo que sucede en los dormitorios y en los retretes. En los hospitales donde mueren sus moribundos. Es como si Haneke hubiera montado un hormiguero en casa para ver cómo viven las hormigas bajo tierra. Aunque he elegido un mal ejemplo, la verdad, porque no hay nada más comunista que un hormiguero en plena actividad, y en Happy End, la familia Laurent se reúne en cenas de mantelería y candelabro, sirvientes de cofia y muebles de Maricastaña.

    Haneke, sin embargo, que es otro pequeñoburgués de la Europa desarrollada, no hace una crítica específica de sus personajes. Los Laurent son retorcidos, malos, puñeteros, pero no por ser burgueses, sino por ser humanos, y lo mismo podrías encontrar estas desviaciones en los pisos de protección oficial que en los chalets de lujo de la sierra. Haneke sigue siendo un misántropo total, ecuménico, sin distingos de raza o religión, de procedencia o clase social. Lo criticable en una película sobre la burguesía sería el clasismo, el desprecio hacia los pobres, el insulto de la ostentación. Esas cosas... Pero todo esto, aunque lo presuponemos, no aparece en la película. Lo mismo podríamos haber caído en una familia de Moratalaz o en una tribu de Guinea Conakry para descubrir las andanzas poco edificantes de la niña psicópata, el abuelo homicida, el heredero lunático, el marido infiel, la amante coprófila... Estos pecados e ignominias son universales. Pero hay que reconocerle a Haneke -y quizá ahí esté la gracia del asunto- que mola mucho más ver estas torceduras entre gente que se viste de gala para asistir a conciertos de violonchelo. En la burguesía se nota más el contraste entre la forma y el fondo, entre la vestimenta y el alma. Entre la cultura y el australopiteco.




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Loving Vincent

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Your loving Vincent... Así es como terminaban las cartas que Vincent Van Gogh le enviaba a su hermano Theo para contarle sus progresos, sus estancamientos, el estado general de su pintura y también de su maltrecha salud. 

    Theo van Gogh era el mecenas que le proveía de todo lo necesario para seguir pintando sus impresionismos en los exilios artísticos por Francia: los alimentos, los lienzos, los médicos que le curaban las orejas cortadas y los raptos de locura. Y en los últimos tiempos, el alojamiento en la modesta pensión de Auvers-sur-Oise, que es el pueblecito donde el pintor terminó sus días, o le terminaron, de un disparo en el estómago, que ése es el meollo de la película. Una de detectives, finalmente, más que de artistas que se afanan en encontrar la luz exacta.

    En este pueblo del norte de Francia, Vincent pintó como nunca, desaforado, maravillado por los colores del paisaje: el azul de cielo, el amarillo de los campos, el negro nocturno veteado de estrellas. Pero entre cuadro y cuadro juraba en hebrero, gruñía a los vecinos, se enamoraba locamente de damas inalcanzables. Más vivo y más alterado que nunca, algunos pensaron que era lógico que Van Gogh terminara pegándose un tiro en el estómago en chapucero suicidio; mientras que otros, que dejaron testimonio de su duda, se rascaron la cabeza pensando que un suicida en ciernes no se levanta todas las mañanas con la loca alegría de pintar, lanzado hacia los campos como por un resorte de la vida.

    Loving Vincent, rodada de un modo convencional, con actores de carne y hueso, no hubiera dado para tanta publicidad, ni para tanto aplauso de la crítica. Pero decidieron hacerla así, como una de dibujos animados a la antigua usanza, fotograma a fotograma, en una sucesión de impresiones y cuadros del propio Van Gogh. Un trabajo de chinos realizado por artistas y pintores de todo el mundo. Un recurso precioso, de mucho mérito, impresionista al mismo tiempo que impresionante, pero cuyo efecto se evapora a medio metraje para dar paso a pequeñas impaciencias del espectador, pequeños bostezos avergonzados. Es tan bonito lo que se ve y tan aburrido lo que se cuenta, o la forma de contarlo...




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El infinito

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Uno de los efectos colaterales de la física moderna (que en apenas un siglo ha parido la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y la sinfonía de cuerdas que vibran en diez dimensiones del espacio-tiempo), es que al menos una vez al año hay que enfrentarse con una película generalmente americana, pergeñada por chicos jóvenes y con estudios, que propone una paradoja temporal de las que te ponen la cabeza loca y al final nunca terminas de comprender, por muchos libros que hayas leído sobre el tema.

 Al final siempre hay que acudir a Internet para que algún enterado -generalmente universitario, con estudios de física superior o de matemáticas complicadísimas- haga una explicación más o menos inteligible de lo sucedido en la trama: a veces con dibujitos, o con diagramas, para que los más lerdos tengamos un apoyo visual y sepamos quién ligaba con quién, o quién asesinaba a su rival, y en qué dimensión, y en qué momento de la flecha temporal, y en qué parcela del campo de Higgs prevista en las ecuaciones.


    El infinito empieza siendo una película sobre sectas religiosas, de esas que crecen en los campos de Estados Unidos como champiñones y marcan la vida de los que están y de los que un día se escaparon: cuatro que llegan, aparcan las caravanas, montan un vallado en el secarral y predican la palabra del Señor o del Alienígena armados hasta los dientes y con las mujeres esclavizadas en la cocina o en la cama. El giro inesperado, molón, que da pie a la pesadilla de los protagonistas, y al laberinto físico-teórico del espectador, es que estos abducidos de El infinito tienen más razón que unos santos, y viven verdaderamente subyugados por la influencia maligna de un demonio que bajó de los cielos. Un cuento de Lovecraft sobre la secta de los davidianos, podríamos resumir. 


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El hombre más buscado

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Sé que dentro de unos meses, antes incluso de que termine el año, se me habrán olvidado los juegos de espías que enhebraban El hombre más buscado. Quién era el bueno y el malo, el idealista y el pragmático. El que tenía cara de listo y el que hacía de primo en la partida. Se me olvidará todo este enredo del checheno, del banquero, del agente obsesionado con abrillantar su currículum maltrecho. Sólo me acordaré del bendito frío de Hamburgo que le sonrosaba los mofletes a  Rachel McAdams. El resto se me irá por el sumidero de la memoria, ay, y será como si esta tarde de verano nunca hubiese existido. 
    Y eso que la peli es cojonuda: un John LeCarré bien adaptado que te mantiene atornillado al respaldo de la cama. Pero soy yo, en este caso, el que no está, el que mira sin ver, el que procesa sin asimilar. El que está a la película con un ojo y tiene el otro puesto en Babia, en el laberinto de sus enredos. El que antes amaba a Robin Wright con automatismo platónico y hoy, al descubrirla disfrazada de agente de la CIA, con unos ojazos que brillaban como una llama de butano, invernales y maléficos, sólo ha sentido palpitar media aurícula y un cuarto y mitad de su ventrículo. 

       Cuando caigan las primeras nieves del invierno -es un decir, con el cambio climático, que aborta los copos antes de nacer- confundiré El hombre más buscado con otras mil películas de espías que siguen recorriendo los paisajes de Centroeuropa, tan grises y tan gélidos, tan propicios a la gabardina y a las volutas de los cigarros. Pero dejando aparte los mofletes de Rachel y los ojos de Robin, también sé que perdurará en el recuerdo (porque está perfecto y conmovedor, y aquí nos regala su último gran personaje, y uno siente pena cuando lo contempla semanas antes de morir, o de matarse)  Philip Seymour Hoffman. Este tipo movía una ceja o pronunciaba una palabra y te dejaba helado, o emocionado, según lo que tocara en el momento. Y ese privilegio de la sencillez sólo la alcanzan los grandes actores. Los que no necesitan gritar, ni moverse, ni sobreactuar: ellos saben que en la musculatura fina y en el ademán pausado reside el secreto de la convicción. Hoffman se nos fue y todavía no hemos caído en la cuenta de lo mucho que perdimos. 



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Lean on Pete

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Ahora que estoy de turné por mi ciudad natal y que tomo cafés con los viejos conocidos, constato que somos muchos los que recordamos nuestra adolescencia como un período melancólico y tristón. Con alguna anécdota para celebrar, eso sí, cuando algún cura del colegio metía la pata, o algún compañero soltaba una ocurrencia, o nos invadía la risa tonta y contagiosa de la camaradería. Momentos de felicidad incontestables, pero más una cosa de risotadas en la quijada que de plenitud en las entrañas. Fiestas puntuales que no elevan la nota global de aquellos años que en cierto modo todavía transitamos, afectados todavía por los complejos adquiridos, por las ecuaciones del carácter que nunca se resolvieron. Como si la adolescencia hubiera sido una enfermedad de la que todavía renqueamos y arrastramos sus secuelas. 

    De hecho aquí seguimos, fiados a la masturbación, soñando con el futuro, viendo películas a todas horas..., solo que ahora trabajamos, y disponemos de dinero, y hasta tenemos hijos que ya tienen nuestra misma edad de entonces, y a los que entendemos perfectamente en sus cuitas, casi más hermanos que progenitores, más colegas que responsables.


    Pero es un recuerdo falaz -distorsionado por la falta de sexo, por el fracaso continuado con las chicas- el que hace que veamos nuestra adolescencia tan desaprovechada y anubarrada. La prueba está en que todos los que ligaron mucho, o ligaron bien, no tienen la misma percepción de tiempo malgastado y amargado. Y tienen razón. Enfocándola con lucidez, nuestra adolescencia fue una edad privilegiada, casi de niños mimados, quizá no espléndida, ni festejable, pero un paraíso terrenal en comparación con ésta que vive, por ejemplo, el desdichado Charley en Lean on Pete. A nosotros nunca nos faltó un plato en la mesa, una ropa en el armario, una calefacción en invierno. Teníamos unos padres que por regla general permanecían unidos en el infortunio conyugal, y sacrificaban la posibilidad de un amor quizá más provechoso. Nosotros fuimos a colegios decentes, a institutos, a universidades que más o menos nos prepararon para la vida, aunque luego la vida no precisara ninguno de aquellos aprendizajes. 

    Charley es un rubiales que tal vez se las lleva a todas de calle, pero duerme en un camastro, come cuando puede, tiene un padre nada ejemplar, una madre ausente, y un futuro poco halagüeño. Y unas heridas en el alma como costurones. Pero tiene un caballo, eso sí, al que confiesa sus penas y sus dudas. Y que no le impone ninguna penitencia, como hacían los curas con nosotros. El confiable Pete.


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La última bandera

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Si mi hijo (que ahora tiene diecinueve años y vive feliz su noviazgo y su despertar a la vida), fuera reclutado para defender la democracia y los valores occidentales en las estepas de Bielorrusia (o sea, las inversiones y las comisiones, los negocios y las putas de lujo, el gas natural y la puta que los parió), y al cabo de unas semanas me lo devolvieran muerto, no como está ahora, alegre y risueño, vivito y coleando, sino muerto, inmóvil y desalmado para siempre, con un tiro en la nuca del bielorruso invadido que lo vio pasar, y regresara dentro de un ataúd precintado para que no podamos ver los destrozos de la bala, y los encargados de estos menesteres me entregaran el cuerpo, o el ex cuerpo, hablándome de su heroísmo, de su patriotismo, de su conducta ejemplar dentro y fuera de los campos de combate, el soldado Rodríguez, ¡el cabo Rodríguez!, con todos los honores y las fanfarrias, las medallas ya colgadas en la pechera del cadáver, la bandera de los borbones envolviendo la carnicería como un papel de estraza donde van los filetes y los mondongos en el supermercado... 

    No sé. No sé lo que haría si sucediera algo así. No me liaría a tiros con la recortada porque no tengo recortada, ni sabría cómo utilizarla. Simplemente me moriría en vida, anegado en pena, ahogado en un odio infinito, oscuro, maloliente, dirigido hacia toda esa gentuza que alentó y promovió su muerte estúpida y prescindible. Si ahora, sin guerra, con mi hijo a salvo de una leva o de una locura colectiva, ya siento repelús por esta maquinaria de la retórica patriotera, en su muerte imaginada, en su asesinato político-mercantil, supongo que acabaría por tirarme al monte y organizar una partida de partisanos con la que dar un poco pol culo por aquí y por allá antes de morirme dignamente. No sé... Locuras.

    Cualquier cosa menos lo que hace el personaje de Steve Carell en La última bandera, una película menor, tostona, impropia de Richard Linklater, por mucho que Bryan Craston anime el cotarro y se marque otro personaje para recordar. Da igual. No hay nada más aburrido que tres excompañeros de la mili -o tres excombatientes de Vietnam en este caso- recordando sus viejas películas del cuartel y la trinchera, el prostíbulo y la cocina. Una road movie infumable, a ratos ridícula, con alguna cosa salvable en un mar de verborrea. Una verborrea que juega a ser molona, transgrerosa, antibélica incluso, para al final guardar silencio ante la bandera omnipresente.





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