Paris, Texas

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Casi todos los niños de Texas vienen de París, Francia, transportados por Aerolíneas Cigüeñales. Pero hay unos cuantos elegidos que se ahorran el viaje porque vienen de Paris, Texas, que es una franquicia natalicia que abrieron los franceses en tiempos de las colonias. Uno de esos afortunados que se ahorraron el jet lag es Travis Henderson, el protagonista de la película, un vagabundo con amnesia que sólo recuerda que fue engendrado allí, en el Paris de los americanos, y merodea por los alrededores buscando una verdad a la que agarrarse para reconstruir su desmemoria.

    Wim Wenders quedó tan fascinado por el paisaje que convirtió una película que daba para noventa minutos en una mucho más larga, de casi de dos horas y media. Paris, Texas es al mismo tiempo una película de amor y un documental sobre los desiertos y las autopistas; los barrios de Los Ángeles y los rascacielos de Houston que surgen de la planicie como naves extraterrestres en forma de paralelepípedo. El efecto de la película es hipnótico y adormecedor. Entre la guitarra de Ry Cooder, los atardeceres ocres, el runrún de los coches y los diálogos tan reposados y tan parcos, como de personajes aplanados por el sol o por las circunstancias, uno siente a veces la tentación de darse un sueñecito reparador, apenas una cabezada para que se disipe el nubarrón. 

    Y no es un desprecio a la película: es más bien un homenaje, un guiño de complicidad. Nosotros estamos con Travis, con su odisea tan parecida a la de Ulises, pero nos permitimos una cierta relajación porque sabemos que al despertar él seguirá allí, caminando por el desierto, conduciendo por las carreteras, contemplando las autopistas desde el altozano. 

    De este modo, el espectador llega atento y despejado a la escena final, culminante y bellísima, cuando Travis encuentra a su mujer en los lupanares de Houston, y descubrimos que aquí existe un error de casting morrocotudo: ella, con todos mis respetos a los demás fenotipos, es Nastassja Kinski, y él Harry Dean Stanton, y aunque uno sabe que el amor busca afanosamente la belleza interior y la cultura y el sentido del humor y todas esas cosas tan profundas, aquí hay algo que no cuadra, que no pega, y el efecto del amor lloroso y recobrado se diluye poco a poco en nuestra incredulidad de espectadores



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Una historia verdadera

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Si algún día, por la razón que sea, yo dejara de hablarme con mi hermana y estuviéramos diez años así, negándonos el saludo, y de pronto, porque ella enfermara de gravedad, y tuviera que ir a verla deprisa y corriendo, antes de que la muerte segara cualquier posibilidad de reencuentro, la última oportunidad para cantarnos las verdades y las mentiras, yo, que no tengo carnet de conducir, que soy un medio hombre, un medio ciudadano, una especie de esperpento risible en esta sociedad motorizada que necesita el coche para hacer cualquier gestión, tendría la inmensa fortuna de contar con las líneas de ALSA, o de RENFE -o en su caso de FEVE, o de La Tudelana, o incluso un taxi, o una experiencia imprevisible en el BlaBlaCar- para acercarme a un aeropuerto que opere regularmente con las islas Baleares y viajar hasta Mallorca -como decía aquella canción- sin necesidad de emprender una odisea agropecuaria como la de Alvin Straight en Una historia verdadera.


    Porque yo, además, en el colmo de la inutilidad, de la nulidad automovilística, tampoco sé manejar un cortacésped como la diosa Ceres manda.  Aunque eso ya no es culpa mía -ni de mi pereza, ni de mi cobardía, ni de mi falta de compromiso con la modernidad- sino culpa de mi sueldo de funcionario en el Lejano Noroeste, que jamás alcanzó para tener una casa con terreno que precisara de tales mimos y cuidados. Sería otra película muy distinta, una de morirse de la risa, de esperpento patrio, de surrealismo chanante, verme a mí, a mis cuarenta y tantos años, con el uno ochenta y cinco y las gafotas, y las piernas que apenas entrarían en el habitáculo, recorrer con tal cacharro los campos y los montes, los anchos ríos, y los páramos del cereal, y los pueblos de los paisanos con boina, y así, tras mucha fatiga, y mucha filosofía de road movie, llegar hasta la orilla del mar Mediterráneo y descubrir que esos vehículos no flotan, y que tampoco los dejan subir a los ferris de Balearia.





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¿Quién teme a Virginia Wolf?

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Lo aterrador es el silencio. No los gritos. Cuando una pareja decide desenvainar los floretes verbales y entregarse a la esgrima como Elizabeth Taylor y Richard Burton en ¿Quién teme a Virginia Wolf?, el amor, si existe, si se da por sobreentendido, sigue presente. Puede que esté debajo de la cama, o escondido bajo una mesa, o encerrado en un armario, como un niño asustado ante la pelea de sus padres. Pero sigue allí, no se va de casa, espera a que el temporal escampe. No tiene que ser el amor de las películas, ni la pasión de las novelas: basta con que sea un amor aceptado, asentido, rutinario. Aburrido incluso. Uno como el que une a Martha y a George, dos cuarentones de barrigas descuidadas que de vez en cuando, para purgar el alma y las cuerdas vocales, deciden martirizarse el uno al otro tras tomar varios bourbons en los ejercicios de calentamiento. 

    Meten miedo, a veces, con sus retóricas, con sus lenguas viperinas, pero más aterradora sería la indiferencia, la mudez, la ausencia de respuesta. Ver que el otro no se inmuta, que le da lo mismo, que quizá ya está pensando en otra cosa. Que no se toma la molestia de vestirse el traje, de ponerse la coquina, de acomodarse la máscara protectora. Que deja el florete en su funda y se pone a ver la televisión, o a teclear el teléfono móvil sin descanso.




    Donde hay confianza da asco, y a veces el asco es como un vómito que sube por el esófago y no hay manera de retenerlo en la boca. Sale el reproche, la puya, la maldad que en su momento no se devolvió. Las mierdas del amor jamás se expulsan por el ano. Los únicos que digieren y defecan son los que no están en verdad enamorados. Los sapos a la plancha se quedan ahí, en el aparato digestivo, dando vueltas, fermentando, hasta que una chispa enciende el alcohol y se prende una queimada la mar de salada. Salen las llamas por la boca, arde la garganta, y una borrachera súbita nubla el pensamiento y desata el vocabulario. No es una falta de respeto en realidad: quizá es una prueba de respeto máximo, la prueba fehaciente de una fidelidad consolidada. El comprobante de que habíamos escuchado y procesado. 

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Coco

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Hubo un tiempo en que Pixar fue una verdadera religión en este salón. Mi hijo y yo éramos Pixaritas, o Pixarianos, de la rama provinciana, y hacíamos proselitismo entre nuestras amistades, las pequeñucas y las adultas, como mormones que llevaran el pin de un flexo en la solapa. Éramos tan coñazos como ellos, cuando veíamos el último estreno y salíamos a predicar el evangelio en los patios del colegio, y en los bares de la pedanía. Aquí, entre estas cuatro paredes, que antes eran nido y ahora se han quedado en nido vacío, se levantó una iglesia muy modesta, pero robusta, que adoraba al dios con forma de lámpara. Sus películas estaban en el altar más accesible de la estantería, y casi no había ni que estirar la mano desde el sofá para elegir la película que veríamos por quinta, o por sexta vez, después de haberla visto en el cine, y de haberla revisto en el Canal +, como feligreses obsesionados con las sagradas escrituras. 

    Durante unos cuantos años de creatividad desbordada, un conjunto de genios dieron con la fórmula exacta que juntaba al padre y al hijo en las butacas del cine, y en el sofá del hogar, sin que el padre rechistara jamás, ni mirara el reloj, a veces incluso más divertido que el propio chaval, que no se coscaba de un doble sentido o de una sexualidad implícita. Una vez, recuerdo, vino a juntarse con nosotros el Espíritu Santo, que andaba de peregrinación a Santiago para completar la Santísima Trinidad de los espectadores, y se sumó a la fiesta aprovechando un hueco muy estrecho que quedaba en nuestro sofá, él que es ingrávido, y tan poquita cosa, y apenas necesita espacio material para comulgar con las películas.

    Ahora mi hijo tiene diecinueve años, vive en otra ciudad, y la iglesia de Pixar ha sido desmontada para dejar las paredes mondas y lirondas, a la espera de un nuevo dios al que adorar. Las películas las tiene él, en alguna caja, o en alguna estantería poco visitada, y he sentido una punzada de melancolía al recordar todo esto, hoy que anunciaban Coco en el Movistar + y yo andaba tan disperso como un mono aburrido. Me he puesto muy tonto, nostálgico, medio lloroso, y he visto Coco hasta donde he podido aguantar, porque aquí ya no hay magia, y ya no hay retoño, y la película, además, más allá de los oropeles y los barroquismos, es una película infantil, plana, tontorrona, ya sin guiños para el adulto, a no ser la osamenta parlanchina de Frida Kahlo, la pobre, que la sacan en cualquier película que trate de México o de mexicanos, que qué topicazo, joder, y qué hartica, la pobre, debe de andar, dondequiera que esté.




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Planet Terror

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Del mismo modo que casi no percibimos cómo crecen nuestros hijos porque los vemos día tras día, también nos cuesta reconocer los cambios sociales hasta que vemos una película de hace años, o recuperamos un viejo programa en la televisión, y comprendemos que en realidad, en términos evolutivos, las cosas están mejorando a una velocidad acelerada. No, por supuesto, en el terreno económico, ahora que ya no hay izquierdas ni derechas, sino empleadores y empleados, como toda la vida de Dios, pero sí en el terreno de los derechos y las tolerancias. De las igualdades que no pretenden tocarles ni un solo duro a los ricos, que son las únicas permitidas para un debate serio y fructífero.


    Abrimos los periódicos -viejuna expresión, porque ya nadie “abre” un periódico en realidad- y al leer las páginas de sociedad nos indignamos mucho con la discriminación que siguen sufriendo las mujeres, y los homosexuales, y los sudsaharianos que sobreviven como pueden... Nos parece que nadie hace nada, que nada se mueve, que existe un statu quo que los malvados que habitan en las sombras nunca van a romper. Pero no es cierto. O, al menos, no del todo. Aun queda mucho hijoputa suelto por ahí, es verdad, pero también hay gente que trabaja, que se moja, que va moviendo los pedruscos a pequeños empujones para que las carreteras se despejen. Manifestaciones y proclamas, colectivos y valientes.

    A lo mejor es una chorrada esto que voy a decir, pero hace diez años, sólo diez años, que es como quien dice anteayer para muchas cosas, ver a una mujer como Rose McGowan disparando a los malotes con su ametralladora incrustada en la pierna, todavía producía cierta... perplejidad. Como si de algún modo le hubiera “robado” el papel al maromo protagonista. Y eso que ya habíamos conocido a otras women with guns con mucha mala hostia y mucha destreza con el gatillo, desde la princesa Leia a la teniente Ripley pasando por Sarah Connor en Terminator 2. Pero ellas eran, ciertamente, habas contadas, rara avis, en el lejano año de 2007. 

En las películas de estos últimos diez años, además de salir muchas más mujeres haciendo de personajes influyentes -políticas de altos vuelos, o ejecutivas de grandes empresas- también hemos visto a muchas más pistoleras empuñando las armas mortíferas que buscaban la justicia y la venganza. Que está muy mal, si abogamos por la no violencia, pero que está muy bien, si hablamos de que ellas también saben defenderse a tiro limpio.





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El lado oscuro del corazón

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El “¿estudias o trabajas?” que antes usábamos para ligar ya era, en sí mismo, un pequeño poema. Uno muy sencillo, sí, de un sólo verso, o de dos, si separábamos los verbos en dos renglones imaginarios. Todos poetas, en el inicio del amor... En realidad, “¿estudias o trabajas?” era el primer verso de un poema mucho más largo que no sabíamos escribir, o no nos atrevíamos a soltar, por vergüenza, o por parálisis poética, enamorados ya sin remedio de la chica a quien le preguntábamos. Salvo los ligones que disparaban a todo bicho viviente con una ametralladora muy poco selectiva -pero muy eficiente, en su barrido de balacera- los demás sólo reuníamos el valor ante chicas muy especiales, que entreveíamos en la penumbra de las discotecas, o distinguíamos en los tumultos del instituto.

En El lado oscuro del corazón, Oliverio Girondo utiliza poemas mucho más sofisticados para seducir a las bonaerenses que beben solas en los bares de alterne. Poemas bellísimos, irresistibles, que trae memorizados de casa, leídos en los grandes maestros de la seducción a ese lado del mundo: Benedetti, que nos ha jodido, y Juan Gelmán, que yo desconocía en mi vasta incultura, y el propio Oliverio Girondo, que es el poeta real al que se homenajea en la película. Poemas devastadores, extraños, de los que a veces no se entiende muy bien la intención ni el sentimiento, pero que se quedan resonando en los intestinos como si nos aludieran y nos explicaran. 

Las bonaerenseses, claro, caen rendidas ante la labia alquilada de Oliverio, y van pasando por su cama hasta que aparece el amor verdadero en forma de mujer que sabía volar (que es otra bonita metáfora para hablar del éxtasis del amor). Pero yo creo que el éxito de Oliverio se debe más bien a que el tipo está de muy buen ver, guapetón, apuesto, descarado, con mirada de seducción instalada de serie, con esos abrigos negros y flotantes que parecen de un letrista mod paseándose por las márgenes del Río de la Plata. Oliverio también dejaría patidifusas a las mujeres si les recitara la lista de la compra, o los ingredientes de la lata de Coca-Cola, porque no hay ninguna mujer que se deje seducir por un poema si no está predispuesta a dejarse seducir por el poeta.



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La vida y nada más

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Siempre me ha sorprendido el empeño que nosotros, los pobres, seguimos teniendo en perpetuarnos. Ahora que disponemos de los medios para derramar la semilla sin fruto, y que ya tenemos el culo pelado con las promesas falaces de un mundo mejor, seguimos, sin embargo, procreando ejércitos de siervos que sostienen el sistema y luego se van de vacaciones en agosto a la montonera de las playas.

    Tras terminar una de sus batallas con terribles pérdidas, Napoleón dijo que bastaría una sola noche de amor en París para restituir a tanto muerto y tanto mutilado. Del mismo modo, una sola noche de amor en los barrios del proletariado sirve para que los ricos puedan seguir contando con su mano de obra y pagarse las piscinas con las plusvalías. La verdadera revolución social, más radical que la comunista de 1917, sería, simplemente, no procrear, hundir la demografía, y que les dieran por el culo, a ver cómo se las apañaban sin nosotros. 

    Hace un siglo que nos vieron llegar con la bandera roja y la cara de mala hostia y se cagaron por la pata abajo. Nos concedieron vacaciones, sanidad pública, seguros de desempleo... El mundo fue mejor durante unas décadas que ahora recordamos casi con nostalgia, aunque en realidad fueron batalladas palmo a palmo y derecho a derecho, como quien conquistara una isla del Pacífico a los japoneses. Luego cayó el Muro, llegó el fin de la Historia, y los pobres fuimos hipnotizados como indios arapahoes con el HD de los partidos de fútbol. En las aldeas galas todavía hay valientes que resisten, que no se conforman, que escriben manifiestos o ruedan películas. Pero se equivocan de estrategia: la guerra está perdida. El fantasma que recorría Europa -y supongo que el resto del mundo también, incluidos estos suburbios afroamericanos de La vida y nada más- hace tiempo que finalmente se instaló en el más allá de la utopía.




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La casa Rusia

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A un hombre que a los sesenta años, después de recorrer mundo y de vivir muchas aventuras, decide afincarse en Lisboa para entregarse a la saudade, no se le puede confiar una misión tan delicada como ésta de la La casa Rusia. Una incursión en la Unión Soviética casi al estilo de James Bond redivivo, con magnetófonos de Mortadelo y Filemón en la cintura y tintas invisibles para escribir en documentos muy secretos. Y una chica Bond, aunque más modosita y bajita de lo habitual, que le haría perder el sentío a cualquiera, incluso a los pitopaúsicos que ya se han librado del deseo, y viven tan tranquilamente la jubilación de las conquistas. 

    Barley, el editor de libros, el personaje de Sean Connery, ya no está para estos trotes. Él estaba a la melancolía, al vino en la tasca, al atardecer sobre la desembocadura en el río Tajo. Un poco a la vida que llevaba Fernando Pessoa por aquellas calles, o cualquiera de sus heterónimos. El librito, la buena música, el apartamento con vistas al mar, para ver llegar los barcos... Quizá algún romance otoñal para apagar las últimas brasas que caldean. Poco más. Lisboa está justo a medio camino de los rusos y de los americanos, en tierra de nadie, seguramente fuera del alcance de cualquier misil balístico. En el punto ciego donde se habla portugués y se come el bacalao, que es una combinación perfecta para adormecer el alma y entregarse a la vida muy reposada.

  Yo creo que se equivoca mucho el disidente ruso que le confía los planos de la Estrella de la Muerte. Al señor Barley, británico de nacimiento y ruso de simpatías, le importa un carajo quién lleva la delantera armamentística o moral en la Guerra Fría. Se la sopla. Y más cuando conoce a Michelle Pfeiffer haciendo de eslava, porque entonces ya se pasa las ojivas por el ojete, y decide tirar por la calle de en medio y no dejar a nadie contento en aras del amor. Barley en el fondo es un cínico, un descreído. La sonrisa socarrona le delata. Él es un tipo leído, viajado, que ha estado varias veces en Rusia y ha conocido sus miserias y sus chapuzas. Sabe de sobra que el país no va a resistir mucho tiempo. Los americanos cultivan dólares en unos árboles ubérrimos que crecen cerca de Alabama, y a los rusos, por contra, se les congelan las cosechas en ese frío cabrón de las estepas. Es una guerra perdida de antemano.

    La casa Rusia es una película que no se entiende muy bien porque en realidad su personaje central es un tipo fuera de lugar, perdido en la Perspectiva Nevski por mucho que Connery le ponga el porte, y la distinción, y alguna frase para apuntar en el cuadernillo del hombre de poca vida.



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