The Looming Tower

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En el momento de su construcción, las Torres Gemelas de Nueva York fueron el desafío fálico de los americanos hacia el resto del mundo: nosotros no sólo la tenemos más grande, sino que además tenemos dos, dos de todo, como decía Benito González agarrándose los testículos en Huevos de oro. Años más tarde, en varias geografías del mundo, se construyeron torres más altas que las gemelas para ver que satrapía la tenía más grande. Pero a los enemigos de Norteamérica se les quedó grabada aquella fanfarronada del doble pene que dominaba la bahía, y cuando los muchachos de Mohamed Atta -si nos atenemos a la versión oficial- decidieron golpear en la misma entraña del monstruo, no perdieron mucho tiempo en elegir el objetivo humeante que acapararía las portadas de los periódicos.




    Algo de aquel simbolismo prepotente, de engreídos sexuales, ha quedado en el despropósito administrativo que se nos cuenta en The Looming Tower. Porque al final, si nos seguimos ateniendo a la versión oficial, los atentados del 11-S se podrían haber evitado con un simple cruce de información entre los chulitos de la CIA y los chulitos del FBI, que envueltos en su propia arrogancia, embriagados del aroma de sus propios cojones, prefirieron trabajar cada uno por su lado mientras los pilotos que estrellarían los aviones se entrenaban tan ricamente en academias americanas, identificados, pero no perseguidos, o perseguidos, pero no identificados. Un dislate que los guionistas de The Looming Tower llevan todavía un poco más allá, a los terrenos sexuales ya no simbólicos, sino de las propias camas calientes y particulares, porque desde el primer capítulo se hace evidente que aquí todo el mundo está tan preocupado de combatir el terrorismo internacional como de cuidar los amores que nacen o empiezan a marchitarse. Y si de ocho de la mañana a dos de la tarde todos se comportan como profesionales muy trajeados de lo suyo, a partir de ahí la atención se dispersa, y la alarma antiterrorista queda como en suspenso, como aparcada en tareas pendientes.

    Mientras tanto, al otro lado de la ideología y de la religión, un grupo de contumaces también muy sexualizados sueña con los polvos que echarán con 72 huríes nada más atravesar los ventanales de las dos pollas desafiantes... Todo es sexo. Siempre es sexo.




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Tierras de penumbra

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La llegada del amor supone un aumento de la entropía. La sangre aumenta su temperatura, las neuronas multiplican sus conexiones y las células del cuerpo, en general, abandonan su estado de semiletargo y se ponen como locas a metabolizar. 

    Pero también se produce un incremento de la entropía externa, que es el desorden en el hogar. Donde antes estaba uno solo con sus horarios, sus manías, sus ritmos casi circadianos, de pronto un caos amoroso se apodera de la rutina. Los aldabonazos del sexo impiden conciliar el sueño como antes: se duerme menos, y peor, con los cuerpos que se pegan y despegan al albur del deseo. Aumenta el número de platos y cacharros que hay que fregar. Aparecen nuevos alimentos, nuevos postres, y las compras se hacen más variadas y frecuentes. También cambian las horas de sentarse a la mesa, de tomar el café, de salir a tomarse unos chatos. La parrilla de la tele se desorganiza. Se altera, incluso, el viejo orden del vestidor, porque uno se pone más guapo, compra ropa nueva, y hay vestimentas impropias que se ven relegadas al ostracismo.

    El amor es un viento inevitable -a veces un verdadero siroco- que viene a sustituir la antigua paz de las entrañas por una desazón de turbulenta felicidad. Que se lo digan al bueno de C. S. Lewis, que vivía tan ricamente en su casa de Oxford con sus estudios literarios, sus novelas en proceso, su sueño regular y sus comidas a la hora. Y el té a las cinco o'clock, claro. Una vida apacible, de entropía amable, de dedicación casi monacal a la literatura y al compadreo con otros eruditos. Sólo la necesidad de masturbarse le recuerda, de vez en cuando, que la cama donde duerme es demasiado ancha, y que su vida, tan fructífera en términos cuantitativos, con tantas páginas escritas y leídas, es en verdad una especie de autoengaño. Un interregno productivo, pero lamentable, entre el amor que se fue y el amor que ya nunca llegará. 

    Lewis parece un hombre asexuado, rendido ya a los placeres de la pitopausia, pero en realidad sigue al acecho, esperando la oportunidad de mandar a la mierda su plácida entropía. Y cuando el amor llega -y lo hace como un demonio de Tasmania de los dibujos animados- no tarda ni un solo segundo en reconocerlo y aceptarlo. Aunque al principio vaya disimulando por las esquinas, por el qué dirán sus compañeros de tertulia, los oxfordenses, u oxfordianos, que tengo que buscarlo en la Wikipedia.



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Amor

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Tanta pasión para nada es un libro de Julio Llamazares que leí y olvidé como casi todos, afectado por una desmemoria literaria que algún día comentaré con mi psicoanalista. Pero me quedé con el título, tanta pasión para nada, como un resumen de la vida misma, como una queja existencial del pesimista recalcitrante. Lo repito de vez en cuando en la tertulia con el amigo, en el desahogo del blog, en la confidencia tras el coito, pero no crean que voy por ahí cabizbajo, enfadado con las piedras, y encabronado con los dioses. A mí, como a Ricky Fitts en American Beauty, también me abruma la belleza que hay en el mundo, y a veces siento que no la puedo resistir, y que mi corazón, como el suyo, también está a punto de colapsar. Me abruma la belleza, y el amor, y la visita del hijo, y la película perfecta, y mi perrete corriendo por el campo, y la borrachera ocasional, y un par de cerezas que mangas de un árbol y te explotan en la boca. El orgasmo que llega como una oleada de agua salada propia y ajena...



    Pero sí, qué quieren que les diga: la vida, en el fondo, desnuda de poesías, deshuesada de lirismos, es una pasión sin objetivo. Lágrimas de alegría y tristeza que se llevará la lluvia por la alcantarilla, como dijo el sabio replicante antes de morir. Ningún dios nos espera al final del camino para recoger las lágrimas en una vasija y volver a beberlas. “Sólo vale la pena vivir / para vivir”, cantaba Serrat. Y lo mismo podríamos decir del amor: amar tampoco tiene objetivo alguno. Sólo eso: amar, día a día, partido a partido, en un romanticismo perseverante del Cholo Simeone. Amar por el mero placer de amar, por el mero deber de amar, aunque al final del camino, si ha habido suerte, y la salud nos respeta, nos espere la decrepitud y la muerte. No debería disuadirnos el final cruel de los amores longevos. La mierda que hay que limpiar, o las torpezas que hay que soportar. Donde termina el sendero de las baldosas amarillas no hay ningún arcoiris: sólo una cama de hospital, o una postración en la propia. Dolor y reproches. Una pena infinita. Un asomo al vacío en los ojos ajenos. Tanta pasión para nada... ¿Y qué?



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Fuga en Dannemora

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He recomendado Fuga en Dannemora a varias personas durante estas pasadas Navidades, porque en Navidades uno se encuentra con gente que no ha visto en mucho tiempo, cuñados de las islas, o amigos de la infancia, y la vida personal  da para rellenar, como mucho, un café apresurado, entre lo que uno resume y lo que uno calla por pudor. Las series de televisión son el tema de moda, el pegamento social, la no-conversación que da que hablar a los ciudadanos que despachan los meteoros del tiempo en dos simples pinceladas: pues hace frío, es que es invierno, claro, y tal... Y digo no-conversación porque en realidad, lo de las series casi siempre es un monólogo cruzado: “tendrías que ver”, y “tendrías que ver tú”, y salvo dos o tres coincidencias en el mainstream más básico, nadie ve en realidad las mismas cosas, de tantas como hay, y de tan distintos como somos todos. Sólo en los foros de internet encuentra uno del consuelo de la coincidencia, del desbarre, del análisis detallado, como cuando éramos niños y todos veíamos las mismas series en TVE 1 por la noche, después de cenar, y a la mañana siguiente las destripábamos en la cola del patio, o en las tertulias del recreo.

    En este monólogo de ficciones navideñas me he liado varias veces con lo de Fuga en Dannemora, porqie a veces la he recomendado con doble n, correctamente, pero otras con doble mm, Dammenora, o incluso con mn, Damnemora. Lo peor es que yo me daba cuenta de la trabucación, y trataba de corregir sobre la marcha, y mis interlocutores, educados pero perplejos, pensaban que menuda recomendación de mierda, la mía, si ni siquiera era capaz de pronunciar el nombre de la serie.

    Dannemora, coño, finalmente, que no me salía, que es un pueblo perdido en el estado de Nueva York donde una cárcel de alta seguridad ocupa más o menos la mitad de los antiguos barbechos de los colonos. Una cárcel para tipos muy peligrosos que en realidad se limita a poner unos muros de hormigón muy gordos y deja que sus funcionarios se dediquen al trapicheo y a la molicie, e incluso al intercambio sexual con los reclusos. Una chapuza de alta seguridad que parecería sacada de los tebeos de Mortadelo y Filemón si no fuera porque los hechos son reales, casi de ayer mismo, y estos tipos que tratan de fugarse, y esa funcionaria que les ayuda, son bastante tenebrosos y dan más miedo que risa, la verdad.





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La verdad sobre el caso Harry Quebert

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Esclavizado por mi afición al deporte televisado -que si el fútbol y el rugby, que si el snooker y la NBA- hace ya un cuarto de siglo que vivo matrimoniado con lo que ahora se llama Movistar +, aquello que empezó siendo el descodificador de la llavecita blanca que uno metía en la maleta e instalaba en cualquier televisor que dispusiera de una entrada para euroconector. Hice muchas amistades -aunque ninguna femenina, ay- llevando y trayendo aquella cajita negra que traía en sus adentros, como un regalo de Navidad para todo el año, el porno del viernes, el fútbol del domingo, el cine de cualquier día de la semana pasado con subtítulos amarillos y sincronizados...

    Entre que el producto se ha vuelto más complejo y la inflación no ha dejado de crecer, y que estos tunantes parabólicos saben que yo pertenezco al público cautivo y desarmado, ahora mismo estoy pagando una cantidad desorbitada por un montón de canales que no podrían verse ni en cien vidas de cinéfilia y sillón-ball. Perdido en esa selva de ofertas, uno a veces se deja llevar por las recomendaciones machaconas del propio Movistar, y cae en productos que luego se desvelan tontorrones, irrelevantes, de los que te roban diez horas de vida que uno podría haber dedicado a ficciones mejores, o a tomar el sol con el perrete, por los sotos de la pedanía. 

    Al principio de esta serie te dejas enredar porque el tal Harry Quebert parece un nuevo Humbert Humbert encaprichado por Nola, que no por Lola, y entre las reminiscencias de Kubrick y la trama criminal que se adivina en lontananza, uno se adentra en los capítulos de la mano paternal del señor Movistar, que te sonríe complacido y te asegura que no te has equivocado en la elección.

    Pero hacia la mitad de los diez (interminables) episodios, uno se descubre atrapado en un telefilm de sobremesa, estirado, ridículo en ocasiones, con giros y contragiros a cada cual más idiota, y de la Nolita/Lolita de Dicker/Nabokov pasamos al Todos menos tú que cantaba Joaquín Sabina allá por los años noventa. Aquí, como en la canción, hay un poco de todo, caótico y tontorrón: putones verbeneros, cronistas carroñeros, trotamundos fantasmas, soplones de la pasma, escritores que no escriben, vividores que no viven, tontopollas sin cura, filósofos con caspa, venus oxidadas, caballeros en oferta, señoritas que se quieren casar, Blancanieves en trippie, amor descafeinado, muertos que no se suicidan, niñatos, viejos verdes, y el marqués de Massachussets.






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Black Mirror: Bandersnatch

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En mi juventud, cuando iba a los cines que más tarde se reconvirtieron en restaurantes de palomitas, yo veía las películas con los diez dedos cruzados sobre la barriga si a mis lados había otras personas disputándome el espacio vital. Si no había nadie, yo, menos cohibido, ponía los brazos extendidos sobre los reposatales y apretaba las palmas de las manos como un invitado en el Halcón Milenario a punto de saltar al hiperespacio, siempre expectante ante lo que sucedía en la pantalla. Una postura que sólo cambiaba si había chicas atractivas por las cercanías, porque en esos casos yo adoptaba manualidades de cinéfilo reconcentrado, y lo mismo cruzaba los diez dedos bajo la barbilla como hacían los críticos de los festivales, que hacía una L con el dedo índice y el dedo pulgar para sujetar elegantemente mi sien y mi barbilla. Es lo que hacían los universitarios más interesantes que se paseaban por los cineclubs: los tipos de la parka y la barbita, siempre exitosos con las mujeres a la salida de la función, verborreicos y ocurrentes, inimitables e inalcanzables.

    Ahora, de mayor, que por pereza y por amortización del Movistar + ya no salgo de mi sofá, veo las películas con una mano sujetando la cabeza que rebosa de malos pensamientos, y con la otra, sea invierno o verano, exista o no causa justificada, agarrando los testículos en un tacto a medio camino entre la caricia sensual y la exploración del bulto sospechoso. Es un desmadejamiento nada presentable a ojos del visitante ocasional, pero muy cómodo, muy campechano, como de Borbón en su palacio, si uno está a solas con su ocio televisivo. Estando en soledad no abandono mi postura por nada del mundo, y es por eso que la nueva entrega de Black Mirror, Bandersnatch, jamás la hubiera visto de no ser porque otra persona, a mi vera, acurrucadita en el sofá, manejaba el mando a distancia de las decisiones, que si los cereales, que si la psicóloga ninja o que si quién coño le está tomando el pelo a este pobre chaval que diseñaba el videojuego...



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La enfermedad del domingo

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Al principio de la película aparecen sobreimpresionados los nombres de Bárbara Lennie y Susi Sánchez sobre el fondo de un bosque invernal. El efecto es bonito, etéreo, como de niebla suspendida entre los árboles. Pero pasan los segundos y los nombres de las actrices siguen ahí, colgados, pertinaces, y yo empiezo a pensar que algo no funciona bien en mi televisor. Tal vez el perrete, que le dio al pause con las pezuñas, o tal vez yo, que a veces aplasto el mando a distancia con el culo.

    Mi pereza lucha varios segundos contra el deseo de desatascar la película. Es justo entonces, al mover el primer músculo, cuando los nombres empiezan a desvanecerse, lentamente, como un témpano de hielo en ese invierno pirenaico, y comprendo, con una súbita certeza que psicosomatizo con un respingo de terror, y con un amago de bostezo en las mandíbulas, que me he metido sin saberlo en una película “poética”, de auteur, de esas que captan el gesto, el paisaje, la hondura interior de los personajes, en planos sostenidos de un gorrión o de una mano reposada que se van acumulando hasta convertir un guión mínimo en una película de casi dos horas. De nuevo, ay, el cine exquisito, de cineclub, de gallarda personal que se teje con las pelusas que crecen en el huerto del propio ombligo...


    Pude haber huido de la película, claro está. Haber puesto otra más vivaz en la tarde apagada de invierno. Pero La enfermedad del domingo lleva un título tan sugestivo que la hace insoslayable. Porque el domingo, ciertamente, desde que uno tiene memoria, es un día enfermo, plomizo, deprimente, aunque luzca el sol y canten los pájaros. Aunque uno esté de celebraciones por causa del amor o de la vida resucitada. Da lo mismo. No ha habido un solo domingo en mi vida que al final no haya salido tristón y cenizo. Yo venía a La enfermedad del domingo a confirmar que otros seres humanos también padecen esta peculiar afección del calendario. Pero aquí, en la película, todos los días son domingo para sus protagonistas, así que el experimento me ha salido fallido y sin sustancia.





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El método Kominsky

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En la prensa digital de cada mañana, después de las noticias del día y de los análisis en profundidad, aparecen los artículos que podríamos llamar del buen vivir: consejos para comer bien, para quemar las calorías, para conocer rincones geográficos por un módico precio. Y, sobre todo, recetarios para llevarse bien entre los seres humanos, que somos muchos y muy complejos. Sobre este azaroso cohabitar se habla mucho de sexo, casi siempre de sexo, del que se hace mal, o no se hace, o soñaríamos con hacer en un mundo idílico entre las sábanas. Luego, en espacios más reducidos, aparecen los artículos paternofiliales y maternofiliales, que chacharean sobre esa ciencia inextricable que es la llevanza entre la familia. Porque en realidad, por mucho que aconsejen los expertos, el vínculo genético obedece a leyes particulares, subjetivas, que muchas veces no encuentran acomodo en los manuales.



    De la amistad, sin embargo, que es la otra vinculación que nos ata al género humano, y nos impide hacernos ermitaños en lo alto del monte, se habla muy poco en los periódicos. Y muy poco, también, en los productos audiovisuales, que hoy en día son mayormente series, infinitas series que se estrenan cada día para dar de comer a esa industria mastodóntica de los platós de rodaje. Los americanos han hecho mucha sitcom de compañeros de piso, que siempre es una amistad algo ficticia, práctica, para no matarse cada día porque alguien dejó abierto el frasco de mermelada o no limpió una zurrapa de mierda en el retrete. Luego la vida coloca a cada uno en su sitio y de aquellas cohabitaciones de juventud casi nunca queda nada. Nadie se ha atrevido a retomar a los personajes de Friends veinte años después porque posiblemente ya ni se hablen, ni sepan nada los unos de los otros, la mitad en Boston y la mitad en California.

    De la amistad propiamente dicha, de la que sobrevive a los años y a los matrimonios de cada cual, a los hijos que abandonan el nido y a los achaques que van minando la salud, se rueda muy poco material, y uno, que no está tan lejos de la edad provecta, y que siempre ha soñado con una amistad longeva y a prueba de avatares, ya echaba de menos una serie como El método Kominsky, una tragicomedia que sigue al señor Kominsky por los avatares de su vida despistada, porque este hombre, siempre ajetreado y con la cabeza en otro sitio, no lee o no asimila los consejos de la prensa digital, y su relación con la mujer que ama, o con la hija que adora, es claramente disfuncional. Pero la otra pata de la mesa, la que le sujeta a su viejo y avejentando amigo Norman, está hecha como de roble, como de acero reforzado, y gracias a ella Kominsky no va caminando por la vida como una vaca sin cencerro, que dijo -en inmortal metáfora- aquella mujer tan sabia de La Mancha.


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