Cincuenta sombras de Grey

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He aguantado cuatro años sin verla. Pero ya no podía más… La curiosidad mató al gato, y también al cinéfilo, que son animales comunes de la noche. Alguien me advirtió en su día que podía convertirme en estatua de sal si desviaba la mirada hacia Cincuenta sombras de Grey, de lo mala y ridícula que era. Que los críticos profesionales la veían porque no tenían otro remedio, encerrados en las salas de proyección como reclusos, pero que los cinéfilos de segunda categoría, que sólo emborronan blogs por amor al arte, se habían declarado en huelga de ojos cerrados y de penes caídos. Un boicot en toda regla. Pero yo sé que la gente miente. Que en los blogs y en los bares se dicen cosas para quedar bien delante del prójimo -y sobre todo de la prójima-, pero que luego, en la intimidad de los hogares, con el portátil sobre las piernas o el mando de Movistar + sobre la rodilla, nadie resiste la tentación de fisgonear en la “sala de juegos” del señor Grey, a ver qué guarrerías atadas con cuerdas -como las morcillas de mi pueblo- le hace este yupi dislocado a la pobre Anastasia de los ojos azules como Blancanieves. 



    Yo soy como todo el mundo, más o menos, y los apocalípticos consejos de no ver Cincuenta sombras de Grey, lejos de quitarme las ganas, azuzaban mi curiosidad y espoleaban mi deseo. Porque, además, yo había visto a Dakota Johnson en los avances que ahora ya se llaman teasers, y a mí, Dakota Johnson, tengo que confesarlo, es una señorita que me seduce mucho los instintos, y cada vez que se muerde los labios me pasa exactamente lo mismo que le sucede al señor Grey, que se le va la imaginación a lugares más íntimos y oscuros donde el público ya no interfiere ni molesta…

    Yo no había visto la película porque nunca encontré a nadie que quisiera acompañarme en la aventura, a mi lado, en el intrépido sofá de mis vuelos sin motor. Y a mí me apetecía verla con alguien por si había que partirse el culo, con las gilipolleces, o partirse el nabo, con los erotismos, según lo que Grey y Anastasia nos fueran ofreciendo en su performance del Barroco. Pero nunca se dio el caso, y sigue sin darse, así que ayer por la tarde, incomodado por los fríos de noviembre,  me puse el salacot, agarré el machete y me adentré en la jungla impenetrable sin mirar atrás… Y al final del camino, nada. La nada más frustrante. Yo venía al blog a redactar una humorada, o una sexualidad, algo entre picante y divertido, pero la película es tan tonta, tan vacua, que he navegado por ella sin encontrar nada que excitara mi pluma. Ni mi inteligencia, ni mi hombría decepcionada…



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Casi imposible

🌟🌟🌟

Recuerdo, en mis tiempos muy enamorados de Natalie Portman, que a veces, mientras fregaba los platos o veía un partido aburrido en la tele, me sorprendía ideando guiones sobre cómo la vida podría reunirnos en una casualidad improbable, de ésas que se dicen “de película”. Una historia tan rocambolesca como ésta que en Casi imposible reúne a Charlize Theron haciendo de Secretaria de Estado con un chiquilicuatre con el desaliño hípster de Seth Rogen. Que ya hay que echarle imaginación y descaro al asunto, digo yo…



    En mis locas fantasías, ella, Natalie Portman, por poner un ejemplo, venía a España a recibir un premio importantísimo el mismo día que yo visitaba Madrid para liarla en una manifa anticapitalista, y en una parada de su limusina para coger un café en el Starbucks, o hacer una foto que nos retratara como pintorescos guerrilleros, nuestras miradas se cruzaban para reconocerse perdidas en el tiempo, y reencontradas en un milagro de la geografía. Otras veces era yo el que viajaba a Nueva York a conocer los escenarios reales de las ficciones que marcaron mi vida, y de pronto, al doblar una esquina, desprevenido perdido, me encontraba a Natalie vestida de calle, clandestina y guapísima, paseando a su perrito de raza con la correa, y yo casi tropezaba con ella, y decía perdón en castellano -porque el inglés se me había ido por la ingle del susto-, y ella me decía “no pasa ná”, pero en inglés americano, y en el enredo idiomático surgía la risa, la chispa, el gesto que detenía al guardaespaldas que ya se abalanzaba hacia mí para darme una buena hostia con la culata de su revólver.  Gilipolleces así…

    La historia que más me convencía, sin embargo, dentro del repertorio de mi romántica imaginación, era que Natalie Portman pasaba justo por delante de mi casa haciendo el Camino de Santiago -porque ciertamente, por aquí transcurre- y que ella, de incógnito, reencontrándose consigo misma tras una ruptura amorosa con algún imbécil que no supo apreciarla ni quererla, me preguntaba por el próximo albergue con una voz que yo reconocería al instante después de haberla escuchado en tantas y tantas películas. Yo, trabado y sudoroso, tardaba dos segundos taquicárdicos en responder, los suficientes para que Natalie se supiera descubierta y deseada por un apuesto (es una licencia literaria) admirador del Viejo Continente.  Ella, risueña y confiada, me invitaba a acompañarla hasta el albergue que ya era un asunto secundario, ahorrándome la explicación y dejándome un sitio a su lado para acompasar la caminata…




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Dublineses

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando Gabriel descubre a su mujer traspasada por La chica de Aughrim, comprende, abofeteado por una intuición, que él es un personaje secundario en la vida de su esposa. Durante los tres minutos que dura la canción, ella se ausenta por completo, indiferente a su presencia, y viaja muy lejos, a un recuerdo que transforma su rostro y arranca sus lágrimas. Sólo un amor perdido podría transfigurarla así, y Gabriel empieza a preguntarse si su mujer se descompondría del mismo  modo si un día tuviera que recordarle escuchando una música similar.




    Ya estaban a punto de irse de la fiesta, a punto de salvarse, felices y enlazados, pero el cochero se demora, él tarda en calzarse las botas, y de pronto, del piso de arriba, surge la canción que entona el tenor Bartell D’Arcy, y que detiene a Gretta a media escalera. Si todo lo anterior hubiera sucedido sólo un minuto antes… Pero ahora ya es tarde, y algo se ha roto definitivamente entre los dos. Al llegar al hotel ella le hablará de Michael Fury, el muchacho del que estuvo enamorada en su adolescencia. Un chico que también bebía los vientos por ella, y que una noche de invierno -la última que Gretta vivió en casa antes de ser encerrada en el internado de Dublín- se presentó bajo su balcón, cantó La chica de Aughrim y a los pocos días murió, enfriado el cuerpo y congelada el alma. Michael Fury lleva muchos años enterrado en un pueblo lejano, pero esa noche ha renacido de entre los muertos...
   
    Gretta no se abraza a su marido, no le mira, no busca en él el consuelo. Cuenta su historia como quien está soñando, o recordando el amor en una celda solitaria. Finalmente caerá en la cama sorprendida por un sueño repentino y justiciero, y Gabriel se asomará a la ventana para ver nevar sobre Dublín. La nieve cae sobre los vivos y sobre los muertos, piensa, y dentro de unos pocos años todos ellos estarán muertos. Él, y Gretta, y los presentes en la cena de Reyes, en casa de sus tías. Todos se reunirán con Michael Fury en el otro mundo sin Navidad. Gabriel está conmovido y destrozado. Ha comprendido que Gretta le ama, pero que hubo un tiempo en que ella amó a otro hombre con más fiereza, con más desesperación. Es triste, sí, pero qué importa todo en realidad… La vida sigue. Su matrimonio seguirá. Vendrán otras Navidades y otras fiestas. Y otras nieves que irán depositándose sobre los nuevos vivos, y sobre los nuevos muertos. Alguna vez será la última, y la siguiente, la primera.


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Birdman

🌟🌟🌟🌟🌟

Una vez quise ser escritor, en la última aspiración de la juventud, pero la repercusión de lo escrito fue mínima e insuficiente. Enfrascado en la impostura del artista, mi pajarraco interior ya me advertía con la misma voz ronca del Birdman de Michael Keaton. Ese bípedo plume que le recuerda a todas horas que no es un actor, sino una estrella de Hollywood. Un tipo que necesita las tomas cortas y el disfraz de superhéroe para tapar las carencias de su talento. Un farsante que ahora quiere engatusar al público de Broadway y que va a estrellarse sin remedio contra las tablas, por hacer lo que no sabe, y fingir lo que no es.  



    Mi pajarraco -que no era de color azul como el de Birdman, sino negro como los cuervos, más parecido al Rockefeller de José Luis Moreno que a un ave imperial y majestuosa-  también seguía mis pasos por la calle, se sentaba frente a mí en las cafeterías, se ponía a cagar mientras yo me limpiaba los dientes en el baño. Se posaba en el travesaño de una silla y me interrumpía la escritura como a Michael Keaton, el suyo, le interrumpe la meditación,  y ahuyentaba a las musas con el matamoscas mientras las llamaba de todo, desde intrusas a desnortadas, haciéndoles esos mismos gestos obscenos de Rockefeller cuando se metía las alas en los bolsillos...  Luego el hijoputa se volvía, me sonreía con su pico sin dientes y me hablaba con la voz cazallera que me persigue en los monólogos interiores:

    “Lo tuyo es el fútbol, Álvaro, y no la literatura; lo tuyo es lo prosaico, y no lo poético; el bar, y no el ateneo. La chanza, y no el pensamiento. No has tenido una vida digna de contar, ni posees el tono para convertir lo vulgar en universal. La escritura es para hombres de mundo, y tu mundo provinciano ha sido pequeñito y poco exportable. Y tu mundo interior… tu mundo interior es un cajón de sastre, lleno de recuerdos confusos, de fechas mezcladas, átomos desorganizados que jamás formarán una molécula literaria…”

    Así me hablaba mi Birdman particular, irónico y contundente, y siempre remataba sus discursos diciendo: “¡Toma, Moreno!”. Pero hace mucho que no le oigo... Y yo cada día escribo más… Quizá ha emigrado, o se ha quedado mudo, o la ha espichado contra algún tendido eléctrico.



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El método Kominsky. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Me gustaría llegar a la edad provecta con un amigo que se pareciera mucho a Norman o a Sandy -estos dos pájaros coñones que protagonizan El método Kominsky-, y recrear en la vida real esta serie que hace comedia con las arrugas y las próstatas, los gatillazos de la senectud y los preavisos de la chochera. Pero creo que lo llevo crudo, la verdad, porque ya no son edades para hacer amistades íntimas y perdurables. Una como ésta, que te permita coger el teléfono a las tantas de la madrugada para comentar que estás con una bella señora -o señorita-, y confesar que te has escondido en el cuarto de baño fingiendo un no sé qué y que no, que no se te levanta, que te estás tragando la hombría presumida durante la cena romántica y que a ver qué puede hacerse con el asunto: si respirar hondo y tranquilizarse, si evocar eróticos recuerdos de la juventud, o si ganarle tiempo al principio activo del Viagra contando chistes en la cama, o prolongando los prolegómenos, o a saber qué otros palomos sacados de la chistera del mago veterano. Una amistad que luego, en otros momentos menos cómicos -que también los hay en El método Kominsky-  te deje llorar en su presencia a lágrima viva, sin pedir permiso ni perdón, porque se te ha ido otro ser querido y estás roto por dentro, y sabes que la muerte va aligerando la lista de pedidos para llegar al tuyo ya no muy tarde, como un cliente inquieto en la cola del McDonald’s.



    Pero ya no es tiempo para estas conquistas. Las amistades de tal calibre vienen forjadas desde la infancia, o desde la mili, de cuando existía la mili y los que no la hicimos perdimos esa oportunidad histórica de la confraternidad bajo la bandera, y bajo los efectos del calimocho cuartelero. De la infancia me quedan conocidos de tomarse un café, resumir el último año en media hora y empezar a sentir que la confianza plena no tiene cabida ni oportunidad. De ahora, de ahora mismo, sólo podría tomarme estas confianzas con un amigo al que quiero más que a las pesetas. Vendría, si se lo pidiera, al cuarto de baño imaginado en la madrugada y me pasaría los remedios necesarios por el ventanuco, silenciosa y clandestinamente. Pero hay un problema: mi amigo ya casi está en la edad de los señores Kominsky, y yo todavía transito por la edad ilusoria que no es otoño ni juventud. Ni yo sabría aconsejarle sobre los achaques traicioneros de los años, ni a él se le ocurriría pedir ayuda a un pipiolo como yo.



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El Rey

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Reconozco que soy un pesimista que siempre escribe que el mundo no cambia, y que las estructuras del poder nunca se mueven. Pero sé que en realidad no es así. En tiempo de los césares, Alberto San Juan y su cuadrilla habrían sido crucificados a lo largo de la Vía Apia como Espartaco y sus bolcheviques con taparrabo, por haber ofendido al emperador con el estreno teatral de El Rey, que es la obra antiborbónica que aquí se presenta en formato de película. En ella se deslizan, se insinúan -¡y hasta se dicen!- cosas tan graves de quien ya es rey emérito y ex cazador de elefantes, ex amante de bellas señoritas y ex huésped sempiterno de las jaimas de la Arabia, que uno, por fuerza, por mucho que despotrique contra la democracia imperfecta y la ley mordaza de los cojones, ha de reconocer que algo se ha movido desde que Suetonio escribiera Vidas de los doce césares vigilando de reojo la entrada de los pretorianos.



    Alberto San Juan habrá pensado: Juan Carlos se nos muere en cualquier momento, de cualquier caída tonta o de cualquier disparo accidental, sin ninguna Clínica Quirón en quinientos kilómetros a la redonda, y a ver quién es el guapo que estrena una obra crítica cuando los telediarios abran con la fanfarria, los periódicos lamenten a ocho columnas y se instauren 19 días de luto oficial y 500 noches de ostracismo para quien ose recordar que don Juan Carlos -el primero, y de momento el único-, es un personaje real con más sombras que luces. Con más cosas por explicar que las explicadas hasta la saciedad. Ésas mismas que en el obituario nos recordarán los panegiristas de la campechanía hasta que se les agote la baba en la impresora…

    Alberto San Juan es un guerrillero simbólico de la Sierra Maestra, pero tiene los pies en el suelo, y la cabeza en su sitio, y sabe que nuestra generación nunca verá los papeles desclasificados, o filtrados por algún Garganta Profunda apellidado Pérez o García. En el país que inventó la Chapuza Nacional, sorprende que el único éxito de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón sea éste. Precisamente éste. Manda cojones.



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Futurama. Temporada 1


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“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, decía un aristócrata en El Gatopardo, temeroso de que Garibaldi y sus camisas rojas acabaran con los privilegios de su clase. Esta frase se ha usado tanto en las facultades de Ciencias Políticas y en las tertulias de los políticos aficionados -allá en los bares donde arreglamos el mundo con cuatro chatos y cuatro tapas de callos con garbanzos-, que ya suena realmente a cliché, a sentencia resobada, y hasta siento un poco de vergüenza al recordarla. Pero lo cierto es que encierra una verdad como una casa de grande. Tan grande como una mansión de la vieja aristocracia siciliana a la que pertenecía el mismo Tomasi de Lampedusa. Una casta detestable de ésas que denuncia Pablo Iglesias en sus alegatos, y que sobrevivió, ciertamente, a todos los avatares de la historia -fascismo y Franco Battiato incluidos- y que seguramente, en el año 3000 de Futurama, todavía seguirá sin dar un palo al agua entre los olivares que trabajarán unos robots que nunca ondearán banderas rojas cada primero de Mayo.



    Matt Groening -que traía la mente preclara- y David X. Cohen -que traía la mente científica- se juntaron en 1999 para crear una serie de animación que en realidad viene a decir lo mismo que decía Lampedusa: que en el año 3000 todo habrá cambiado, pero todo seguirá más o menos igual. Cuando el tontolaba de Fry despierta de su criogenización involuntaria mil años después, no se extraña gran cosa de lo que ve: hay robots parlanchines que se emborrachan bebiendo cervezas, alienígenas multiformes que hacen turismo por las calles, y mujeres guapísimas de un solo ojo que trabajan para empresas intergalácticas de paquetería. Los coches atestan el tráfico aéreo de las ciudades, las anchoas se han extinguido incluso en el mar Cantábrico de Revilla, y el béisbol se juega en estadios cúbicos con la bola atada a una cuerda. Pero por lo demás, ni Philip Fry, ni los espectadores que ya estábamos un poco cansados de Los Simpson y hemos redescubierto en Futurama el descojone padre y la inteligencia madre, nos rascamos mucho el cogote cuando descubrimos las maravillas que conocerán los nietos de nuestros tataranietos.

    Un milenio no es nada en la evolución de las especies que enseñó el abuelo Darwin. El homo sapiens lleva cien mil años siendo más o menos el mismo, y entre el pintor de las cuevas de Altamira y el dibujante jefe de Futurama apenas hay un teléfono móvil de diferencia. Dentro de mil años, nuestro ADN muy poco modificado seguirá jodiéndolo todo, amando a morir, odiando a degüello, refugiándose en el sentido del humor cuando la tarde del domingo se vuelva insoportable, y alguien ponga en el DVD una serie de animación que fantaseará con el año 4000 de nuestra era…



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El hombre que mató a Liberty Valance

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Si los hermanos Lumière, allá en su aldea gala, hubieran inventado el cine en el siglo III antes de Cristo, la epopeya de los romanos expandiéndose por Italia se habría llamado Northern, o Southern, pero no Western, a la americana, porque ellos no tuvieron más remedio que seguir el sentido de los meridianos, tan cercanos y tan asfixiantes sus dos mares.

     En esas películas imaginarias que narrarían cómo los romanos fueron fundando poblachos, abriendo minas y ocupando pastos con sus gladiums, los samnitas hubieran hecho de indios arapajoes, y los etruscos, que llevaban muchos siglos de vida pacífica, de indios apaches resignados a vivir en las reservas. Los duelos entre vaqueros se hubieran dirimido a espadazo limpio entre los viñedos, y las cogorzas, que predisponen a la pelea y a la chulería, se hubieran cogido con un buen vino de la Umbría rebajado con agua, tan lejos de los efectos instantáneos del whisky peleón. Los romanos se quitarían el casco antes de entrar en el saloon, pagarían sus consumiciones con denarios de plata y subirían al piso superior para fornicar entre divanes y almohadones, nada que ver con las camas de muelles chirriantes que usaban en todos los territorios al oeste del Misisipi. Pero salvando estos detalles de atrezzo, que nada quitan ni añaden a la leyenda, el Northen-Southern de los romanos habría sido muy parecido al western americano que vimos desde pequeñitos, sin coscarnos del trasfondo socio-económico de los duelos al sol.



     El hombre que mató a Liberty Valance es una obra maestra porque sale James Stewart haciendo de James Stewart -tembloroso y tierno- y John Wayne haciendo de John Wayne -imponente y oscuro-, y no sabría explicar mejor el buen rato que hoy he pasado con esta película, retrotraído a mi infancia de los sábados por la tarde en el Cine Pasaje, o en el salón de mi casa, ante la vieja Philips en blanco y negro. Pero es que la película del maestro Ford, además, viene con carga didáctica. Una lección de historia. El día que Liberty Valance mordió el polvo en Shinbone, todo cambió en el Oeste de los americanos. Los funcionarios del Este tomaron cartas en el asunto y enviaron a sus políticos, a sus abogados, a su recaudadores de impuestos, a poner orden en ese territorio salvaje donde cada uno se defendía con su propia minga, hasta donde diera la suerte o la puntería. Nos parece que fue hace la hostia de tiempo, pero en realidad estos acontecimientos distan menos de 150 años. Apenas un puñado de generaciones. De hecho, entre el río Misisipi y el río Pecos, todavía hay muchos vaqueros montaraces que siguen desconfiando de la “escoria de Washington” y preferirían dirimir las cuitas disparando sus subfusiles de asalto, hijos perfeccionados de aquellos Colts del 45 como el que Liberty Valance llevaba en su cintura.   



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