Intocable


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Hace años leí un libro titulado Sexo, mentiras y Hollywood que ahora espera su turno de relectura en las estanterías, charlando con sus vecinos de la cinefilia. El autor es Peter Biskind, un periodista que conoce los entresijos, las bambalinas del negocio, y que además las destripa con pluma ágil y lengua afilada. El libro está dedicado a narrar la obra y milagros de los hermanos Weinstein, que surgiendo de la nada aún no habían alcanzado la cota más alta de las miserias, como dijo una vez Groucho Marx. Por la época del libro, los Weinstein eran los capos del cine independiente, los acaparadores de los premios, los chulos más peligrosos de cualquier contrato que se firmara. 

    En el libro, sin embargo, porque no todo en él eran alabanzas hacia los hermanos, se deslizaban… pistas, medias verdades, de lo que luego se supo sobre los abusos sexuales de Harvey Weinstein. Es obvio, releído ahora, que Biskind sabía, pero no escribió. Que le contaron, pero no se atrevió. Que quizá tuvo un arrebato de valentía y alguien le amenazó con terribles venganzas laborales o personales si rompía la omertá.



    Así que Biskind, acojonado, o acobardado, se limitó a sugerir la posibilidad de que tal vez, quizá, en algunas ocasiones, había actrices que bueno, que hacían de tripas corazón y… se entregaban a la compañía sin ropa de Harvey Weinstein, que insistía, que las liaba, que se aprovechaba del interés que ellas ponían en conseguir un papel en la película, en viajar en jet privado y asistir a las fiestas exclusivas donde Leonardo DiCaprio se acercaba con una copa de champán y te sonreía.

    Hace trece años, cuando se publicó el libro, uno leía esas cosas y sonreía como un desinformado. Como un gilipollas auténtico. Casi, diría, como una mala persona. "¡Hay que ver cómo es el mundo de Hollywood...!", y tonterías así, de salir del paso. Ahora veo este documental titulado Intocable y se me cae la cara de vergüenza. Otra vez, claro, porque ya sabíamos de todo esto por la prensa, y por los telediarios. Las mujeres coaccionadas, amenazadas, violadas realmente, lloran ante la cámara de Ursula Macfarlane al recordar su humillación. Su miedo y su impotencia. El asco… Recuerdan la incomprensión de quienes supieron, intuyeron, sospecharon de lo suyo, pero al final miraron para otro lado. Como los tolais que leímos aquel libro al otro lado del océano, lo devolvimos a la estantería y nos pusimos, quizá, a ver un partido de fútbol tan ricamente, sin pensar que entre aquellas páginas habíamos dejado varios dramas intolerables.



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Cómo vivir contigo mismo

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Cómo vivir contigo mismo… Pues viviendo. No hay otra. Es lo que hacemos todos en este valle de lágrimas, por propia definición de la vida: el que deja de vivir consigo mismo es que se suicida, o se enajena, que es otra forma de escapar. Así que no hay otro remedio que convivirse, si se quiere disfrutar de los pequeños placeres. Hagamos lo que hagamos, en soledad o en compañía, nunca estamos solos: siempre está uno mismo fisgando, alentando o criticando según el proceder. Y como no podemos ahuyentarlo, ni amordazarlo, tenemos que aprender a negociar sus manías y sus miedos, sus caprichos y sus gilipolleces. Después de las siete horas de sueño -en las que vives contigo mismo, sí, pero de un modo difuso, casi despersonalizado -te levantas por la mañana y tú mismo ya estás ahí, esperando al pie de la cama como un mayordomo eficiente, dando pol culo con las preocupaciones y las toses de la edad. Que si llego tarde, que si tengo que arreglar aquello, que si vaya mierda de café… El uno mismo que es nuestro monólogo interior, nuestro gusanillo de la conciencia, nuestra imagen en el espejo. Ese tipo que a veces me da un capón en el cogote, coge mi ordenador de malos modos y se pone a escribir sus cosas sin preguntarme, como ahora mismo, yo a su lado, sin muchas ganas de corregirle.



    Paul Rudd, en Cómo vivir contigo mismo, está bastante harto de vivir consigo mismo, y decide someterse a una extraña terapia genética que limpiará su cuerpo de radicales libres, y su mente de malos pensamientos. Un yo rejuvenecido y alegre, ya sin canas en el pelo ni arrugas en el alma, que tratará de reverdecer los viejos laureles de su maltrecho matrimonio, y de su empleo a punto de naufragar. Pero esto es una comedia de Netflix, algo sale mal en la mesa de operaciones, y al despertar de la anestesia, Paul Rudd descubrirá que a partir de ahora tendrá que vivir consigo mismo no metafóricamente, no literariamente, sino de verdad, en carne y hueso, con ese clon que le han fabricado desde las entrañas y que siente lo mismo que él y recuerda lo mismo que él. Un clon con la misma edad, pero pluscuamperfecto, enérgico, radiante, que al conocer a la bella esposa de su yo original pensará: “Joder, soy yo mismo, pero mejor, y sin gafas… Me la quedo”. Un triángulo amoroso con dos lados iguales, o casi: el amor isósceles.



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Diego Maradona

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Todos los futboleros sabemos que existe una manera eficaz de parar a Leo Messi: arrearle las mismas patadas que recibía su compatriota Diego Armando Maradona hace treinta y cinco años, por los campos embarrados y sin reformar. Pero nadie se atreve a decirlo porque el fútbol, afortunadamente, ya no es el mismo de antes, y quien abogue por semejante cosa será marginado con justicia de la grada del estadio, o de la barra del bar donde ahora la gente bebe como antes, pero más civilizadamente, con las palabras fair play grabadas a fuego en las meninges, gracias al himno tan pegadizo de la Champions. De la barbarie de aquellos defensas bigotudos con cara de pistoleros del Oeste, que iban rejoneando a Maradona hasta que el último sin tarjeta amarilla le daba la estocada final, hemos pasado a estos centrales posmodernos que miden uno noventa, son guapos del carallo y se anticipan al corte sin tener que partir tibias con los tacos.



    Messi, el puto Leo Messi, la pesadilla del madridismo que nunca termina, ha tenido la suerte de corretear en terrenos de juegos que ya son como alfombras, rodeado de dandys que a lo sumo le hacen una carga ilegal o le agarran tímidamente de la camiseta. Messi gambetea y mete sus goles pegados al palo perseguido por cien cámaras de alta definición que dejarían en evidencia a cualquier defensa que le soltara una hostia sin más, como hacían con el Diego, el Dios, que tenía las piernas llenas de cardenales como un Cristo que jugara de segunda punta en el Spartak de Nazaret.

    Messi, el puto Leo Messi de los cojones, es sin duda el mejor jugador del mundo, y posiblemente el mejor jugador de la historia. Pero yo me niego a reconocer esto último. Mi orgullo vikingo me lo impide, y, además, tengo este sólido argumento de las patadas asesinas que nunca va a recibir. Pienso en ese Leo Messi imaginario de hace treinta y cinco años -reducido al 40% de su capacidad en la Serie A de los camorristas y los navajeros- mientras veo este documental de la HBO sobre la trágica figura de Maradona en su etapa napolitana. El dios zurdo que hacía milagros con la pelota los domingos y fiestas de guardar, pero que luego, entre semana, se convertía en un humano sospechoso que iba de putas, tenía hijos ilegítimos y se metía rayas de cocaína que luego estornudaba con mucho esfuerzo en el gimnasio.



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Deliverance

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Deliverance es la historia de cuatro pijos de Atlanta -empresarios de mucho éxito en lo suyo- que deciden pasar el fin de semana haciendo eso que ahora todo el mundo dice practicar en Tinder, para quedar de intrépidos aventureros, o de intrépidas findesemanistas: un descenso en canoa por aguas montañeras que de vez en cuando salpican la cara y mojan el chaleco salvavidas. La última moda del ligue, que ahora llaman rafting, además, para fardar de nivel medio inglés, los usuarios, y las usuarias…

    Los cuatro amigos han decidido bajar por el río Chattooga a modo de homenaje a sus aguas bravas, pues dentro de poco la modernidad va a construir allí un embalse del plan Badajoz que anegará los paisajes y desencabritará las corrientes. A ellos, como a casi todo el mundo, les gusta la naturaleza salvaje, la casi intocada por el hombre, pero tampoco van a renunciar a la electricidad que surgirá del esfuerzo hidroeléctrico, y que alimentará sus cachivaches domésticos del año 1972. Será un ejercicio de remo, sí, pero también un ejercicio de cinismo medioambiental, que todos seguimos practicando en la actualidad con mayor o menor conciencia. Y que santa Greta Thunberg nos perdone…



    El tramo salvaje del río Chattooga transcurre por el lejano condado de Paletolandia, y cuando los cuatro amigos de la “capi” aparcan sus bugas en la gasolinera y estiran las piernas antes de desatar las canoas, aprovechan para reírse un poco del personal que toca el banjo y mastica los tallos de las gramíneas. Gentes emparentadas con el Cletus de Los Simpson que han sufrido la devastación genética de la endogamia, tan arraigada en los montes Apalaches que a quien no le falta un verano le falta un hervor, o un buen tramo de la dentadura. Estos tipos -piensan los cuatros amigos comandados por Burt Reynolds- estarían para vender pañuelos en los semáforos, o limpiar los aseos de las oficinas, allá en la civilizada Atlanta. Pero se les olvida que están jugando en campo enemigo, y que cualquier equipo del montón, en su campo embarrado, rodeado de su gente, con el árbitro acojonado por la presión, es capaz de igualarle el partido a cualquier formación de profesionales prepotentes. Mientras las señoritas de la ciudad disfrutan de su descenso en canoa, ellos, los paletos, organizarán una partida de caza humana con sus escopetas de cazar conejos…



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Cine Pasaje

Supongo que yo ya había estado allí en otras ocasiones, en la penumbra del cine Pasaje, pero mi primer recuerdo nítido pertenece al 24 de diciembre de 1977. En Nochebuena no había sesión de noche para que los empleados pudieran cenar con sus familias, así que mi recuerdo procede de la primera sesión, que empezaba sobre las cinco, o en la segunda, que lo hacía sobre las siete y media. No sé quién me acompañaba. Supongo- porque yo tenía poco más de cinco años - que era mi madre la que velaba por mi seguridad en aquella sala enorme de 1000 butacas, butacones, realmente, de aquellos antiguos y pesadotes, que en los años siguientes yo ayudé muchas veces a levantar a mi padre cuando terminaba la sesión, recogiendo las monedas caídas de los bolsillos como paga por mi labor (una labor que también consistía, si la sesión era la última del día, en pasar corriendo por los aseos, abrir la puerta con educación y gritar “¡Cerramos!” al posible rezagado o rezagada que hacía sus necesidades con peligro de quedarse allí  toda la noche).



    De aquella tarde de invierno recuerdo tres cosas con absoluta claridad: la fanfarria de la 20th Century Fox atronando en aquella pantalla que era como el mismísimo universo de ancha, ocupando todo el campo de visión; la gente que buscaba sus localidades con las luces ya apagadas, haciendo sudar la gota gorda a los acomodadores que alumbraban con la linterna y esperaban una propinilla que ya por entonces se estilaba más bien poco; y, por supuesto, el momento fundacional de esta cinefilia que todavía condiciona mi ocio y estructura mis pensamientos. Que fue como el rayo saliendo del Monolito de Kubrick o como la impronta maternal del robot David en Inteligencia Artificial. Mi infancia consciente, mi vida peliculera, mi pedrada continua, mis recuerdos más o menos ordenados, comienzan en el mismo instante en que la nave consular de la princesa Leia surca el espacio sobre el planeta Tattoine y su luna lunera, y de pronto, tapando progresivamente la pantalla, aparece el destructor imperial persiguiéndola, majestuoso y maléfico. Recuerdo el estupor, la parálisis, la emoción tan intensa que casi se parecía a la congoja…  Los párpados tan abiertos que casi se me dislocan y me dejan los ojos abiertos para toda la vida. Yo ya había nacido, pero en aquel momento tuve, por primera vez, la noción de estar vivo. Todo lo que ha venido después, en los cines y fuera de ellos, viene surfeando en esa ola estruendosa de conciencia. Han pasado cuarenta y dos años y yo sigo allí sentado, mirando los enredos familiares de los Skywalker y sus midiclorianos con la misma cara de alelado. El cine ya no existe, mi padre ya no vive, y yo trabajo muy lejos de León. Pero de todo eso yo todavía no me he enterado. Me enteraré cuando acabe la película, y Luke y sus amigos reciban sus medallas por haber destruido la Estrella de la Muerte… Antes no.



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Los días que vendrán

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Vir y Lluis son dos treintañeros barceloneses que hablan catalán en la intimidad de su dormitorio. Ganan un buen dinero, viven en el downtown de la ciudad y se han arrejuntado para disfrutar a tope el resto de su juventud, antes de tomar las decisiones trascendentales sobre el trabajo o sobre los hijos. Ellos quieren viajar, salir de noche, ir al cine, experimentar con los mil y un alimentos que ofrece el Mercado de la Boquería. Y follar, claro, mucho… Vir y Lluis parecen una pareja muy moderna, profesionales liberales del teléfono móvil y del habla correctísima, pero en la primera conversación de la película descubrimos que utilizan la marcha atrás como método anticonceptivo, que es el remedio chapucero que usaban sus abueletes del Ampurdán en tiempos de la Guerra Civil. Vir y Lluis no saben -o no quieren saber- que en los pequeños chispazos pre-eyaculatorios viajan intrépidos espermatozoides que son la avanzadilla del ejército, zapadores que van abriendo caminos para que sus compañeros de armas pasen en feroz estampida o en pacífico desfilar, según la fuerza de la eyaculación. Y que a veces, con el grueso del ejército derrotado en el valle de un ombligo, estos zapadores se lanzan como guerrilleros heroicos a la misión de fecundar el óvulo que ya se creía a salvo del asedio.



    A partir de ahí, del encuentro clandestino entre el zapador y el óvulo, empiezan a contarse, o más bien, a descontarse, los días que vendrán... Nueve meses de embarazo que serán el tránsito agridulce de la pareja al trío, del “qué bien estábamos tú y yo solos” al “a ver qué coño hacemos ahora con un crío en casa”... Vir y Lluis saben -porque lo han visto en las películas, y ahora se lo recuerdan mucho las amistades- que la visión del recién nacido compensará todos los sinsabores y sacrificios. Pero hasta entonces aún faltan muchos meses de carrusel emocional, de discusiones agrias que medirán el compromiso, la paciencia, la madurez necesaria para afrontar el reto de ser una pareja progenitora. Muchos meses de sexo inapetente, de sexo denegado, de sexo recomendado por los médicos, que es casi el peor de todos, tan frío y maquinal. Nueve meses de pequeñas separaciones, de tristes reencuentros, de breves momentos para el humor… Nueve meses de mierda, en realidad, a la espera de que la cabecita  del bebé asome, la sonrisa se dibuje, y todo pase a ser la pesadilla de los días que pasaron.


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Sombra

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Si ya es difícil seguir cualquier película de chinos y chinas -porque los rostros se confunden y a quien tomabas por el cuñado resulta ser luego el amante, y a quien tomabas por la villana resulta ser más tarde la heroína-, más difícil aún, el tour de force, el reto supremo del mindfulness que ahora está tan de moda, es seguir una película de chinos que cuenta la historia de un doble que suplanta la identidad de su Señor de la Guerra.  Si ya cuesta un huevo, en las películas de Zhang Yimou, reconocer a estos samuráis que se acorazan hasta el cuello y se ponen unos cascos como de Darth Vader para que sólo entreveamos sus ojos enrabietados, cómo seguir, ay, en las brumas del pre-sueño, este enredo erótico-militar de unos chinos mandarinos que jamás conocieron la mezcla genética de otros invasores. Bueno sí: los mongoles de Gengis Khan, o los japoneses de Hiro-Hito, que a efectos del fenotipo es como si la raza sueca invadiera a la raza noruega o viceversa.



    Los chinos poderosos llamaban “sombras” a estos dobles que los representaban en las misiones más arriesgadas, en los duelos por honor, o en las negociaciones con los bárbaros, pero que también -porque no todo eran sinsabores- los suplantaban en el fornicio con las concubinas si el amo andaba peneacontecido y no quería que su hombría fuera puesta en entredicho dentro del harén. Imagino que los señores no tendrían mucho problema en encontrar a esbirros muy parecidos a ellos, porque un chino sale a comprar pan o a tomarse un chato y en el camino ha de encontrarse, como mínimo, con diez conciudadanos que podrían acostarse con su señora sin que ésta -al menos hasta el momento más íntimo- se coscara del cambiazo.

    Los dictadores occidentales, sin embargo, siempre se las han visto y deseado para encontrar un panoli con cierto parecido que saludara desde el estrado vigilado por un francotirador, o que viajara en el coche oficial sin blindaje para comerse el marrón de un atentado. Dicen que hasta Franco, que fue un señor de la guerra de Segunda División, tuvo su pequeño ejército de dobles escondidos en El Pardo. A saber en qué pueblo  perdido de la estepa, o en que aldea remota de la montaña, dieron con una “sombra” de su hechura que fuera a inaugurar los pantanos de Extremadura mientras Franco pescaba el salmón o mataba las perdices.



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La Novena Puerta

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Los curas que arruinaron nuestra adolescencia fracasaron en el intento de convertirnos al catolicismo -hacer del Bautismo y de la Comunión algo más que dos sacramentos que nunca solicitamos-, pero lograron imbuirnos la idea del Bien y del Mal como entes absolutos, separados por una alambrada de espino que además daba calambrazos si la tocabas. Su verdadero apostolado no era hacernos creer en Cristo -que eso a ellos les daba igual, tan lejano ya Jesús en el tiempo y en la mitología- sino hacernos creer en la existencia de un ente llamado Demonio que se disfrazaba de socialista en la democracia española, de comunista en la exRusia de los zares, o de falda corta en las mujeres guapas que les hacían maldecir el día que tomaron los votos creyéndose supermanes del pene en huelga indefinida. Liberados del cristianismo a fuerza de leer a Nietzsche y de comprar la revista El Jueves, los pánfilos de mi generación acabamos enredados en el maniqueísmo que enseñara el profeta Mani -de ahí el nombre- en el siglo III de nuestra era. Tan jóvenes y tan viejos, como en la canción de Sabina...



    Yo, con el tiempo, me fui curando de aquellas gilipolleces gracias a que leí los libros correctos y me rodeé de las compañías adecuadas, y ya sólo en las películas me dejo llevar por la tontería del Diablo y sus múltiples travesuras. Pero con los años he descubierto que muchos compañeros de clase siguen atrapados en esa dicotomía absurda de la Luz y la Oscuridad (que, cáspita, ahora que lo pienso, también nos remarcó la mística lucasiana de La Guerra de las Galaxias…) Hace poco, en León, me reencontré con un conocido que al segundo café en la terraza cogió confianza, puso los ojos en trance y me habló de un libro oscurantista que se había traído del Carajistán para conjurar la presencia del Demonio. Según él, el mismísimo Belcebú le perseguía por la vida,  le daba mal fario en los amores y alguna noche hasta se sentaba en su cama mientras dormía. Mi amigo, que es muy facha, juraba y perjuraba que el Demonio le hablaba en catalán en la intimidad... Durante un minuto de confusión pensé que mi amigo me estaba vacilando a la guay, o que me estaba contando de muy mala manera el argumento de La Novena Puerta. Pero no: se ha quedado así, el pobrecico. Cuando yo le conocí, en el instituto de los curas, era un chico que presumía de haber matado a Dios con el mismo puñal de Nietzsche. Ahora necesita un libro estúpido para asesinar al Ángel Caído, que sin Dios, por lo que se ve, anda más suelto que una vaca sin cencerro.



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