El anacoreta

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Fernando Tobajas, en El anacoreta, lleva 11 años encerrado en su cuarto de baño, en régimen de confinamiento voluntario. Corre el año 1976 e intuimos que don Fernando estaba hasta los huevos de Franco, de los curas, de no poder divorciarse de su señora, y decidió, un buen día de 1965, decir basta y montar su vida entera donde antes sólo se quitaba las inmundicias. Como metáfora, quizá, de la limpieza de su alma. La película no explica gran cosa sobre sus razones, y todo esto tiene que deducirlo más o menos el espectador. Y tampoco te dan mucho tiempo, además, Azcona y Estelrich: presentado el personaje, y descrita la situación, a los diez minutos de metraje se presenta en el cuarto de baño Martine Audó, se desnuda ante Fernán Gómez que da gusto verla, y la película -aunque quiere hacer filosofía sobre el amor y la vida alejada de los hombres- se convierte en un homenaje al pelote y al despelote de su anatomía esplendorosa.



    Yo había venido a El anacoreta para sacar un paralelismo, un pensamiento profundo de gafapasta que me salvara la jornada en lo que a este negociado se refiere. Y me encontré con muy poco chicha, en los filosófico, y mucha, y muy bella, en lo corporal, aunque del todo innecesaria para mis fines. El confinamiento de Fernando Tobajas y el nuestro no tienen nada que ver, porque lo que más nos jode no es estar encerrados, sino hacerlo a nuestro pesar, mientras que él está tan encantando con su vida de anacoreta, haciéndose el singular, el héroe, el más lúcido de los españoles, y a nosotros, que somos medio tontos, ya ni siquiera nos consuela el mal de muchos, que ya es el mal de casi todos.

    Y pensaba yo, mientras veía la película, distraído: once años, en quincenas prorrogables por el Congreso, son algo así como 280. 280 comparecencias de Pedro Sánchez pidiendo perdón por mantenernos todavía en casa, a resguardo del virus, y de los agentes contaminantes. Ahora vamos por la tercera, hoy mismo han anunciado la cuarta, y la cifra de 280 empieza a tener visos de cierta credibilidad. Poco a poco se nos van a quedar los pelos y las meninges como al pobre Tobajas, que en realidad era un jeta, un vago al que todo se lo hacían su mujer y su criada, pero que tenía, eso sí, algo de vidente cuando enmarcó este lema y lo colgó en la pared de su baño: “Vendrán tiempos en que todos los retretes estarán llenos de anacoretas”.  



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Prisioneros

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Jorge Ponce, en La Resistencia, a veces propone un juego que es de mucha risa para quien aún tiene -como yo- una mente adolescente, apenas evolucionada en el tema escatológico. Se trata de mencionar títulos de películas que tienen que ver -metafóricamente, claro- con el acto de cagar, o con sus divertidas deposiciones, y ahora mismo, si cojo la lista de películas que tengo ordenadas en las estanterías, y empiezo a leer por la letra A como hacían nuestros profesores para sacarnos a la pizarra, me encuentro con Abajo el telón, Abre los ojos, Adiós muchachos…, que pueden encajar de un modo más o menos retorcido en el desafío colonoscópico del humorista.

    Ayer por la mañana, aburrido ya de matar moscas con el rabo, me dio por coger la misma lista para jugar a ver cuántos títulos aludían, de una manera más o menos cachonda, a este confinamiento que ya nos ha robado el mes de abril, como en la canción de Sabina. Sin salirme de la letra A, me salían -además de Abril, mismamente, la película de Nanni Moretti- Adaptation, Agenda oculta, Algo para recordar, Apocalypse Now, Atrapado en el tiempo, Ausencia de malicia, Azul oscuro casi negro… un buen puñado de indirectas que hablan del encierro, sí, y también de la labor del gobierno, y de la que nos va a caer encima cuando salgamos del zulo a trabajar -quien encuentre trabajo, claro.



    Animado por la chorrada, me dio por seguir repasando el documento de Word y al llegar a la letra P me topé -¡ostras, Pedrín!- con Prisioneros, que casi me tumba de un bofetón, con esa rotundidad de título casi inventado para la ocasión. Prisioneros no tiene nada que ver con el confinamiento que nos amuerma, pero sí con el confinamiento -¡spoiler, spoiler!- de dos niñas que son secuestradas sin dejar ni rastro, en la América Profunda de los padres desesperados que llevan la pistola encima y buscan hacer justicia por su cuenta, maldiciendo el trabajo policial con garantías constitucionales. Como Harry el Sucio, vamos, que es otra película que entraría de perlas en el juego guarrindongo de Jorge Ponce.



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Las uvas de la ira


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Hace ahora 90 años, Estados Unidos estuvo a punto de caer en las garras del socialismo. que diría Francisco Marhuenda. Tras el crack del 29, las empresas se arruinaron, el paro alcanzó cotas insoportables, y los trabajadores, aburridos, desesperados por no encontrar trabajo, vagando por las calles con las manos en los bolsillos, o emigrando a California como la familia Joad en Las uvas de la ira, empezaron a escuchar que existían unos tipos llamados “socialistas” que decían que si el Gobierno se preocupaba por ellos, metía en vereda a los tipos con sombrero de copa, y creaba una red de ayuda social que ahora conocemos como el Estado del Bienestar -con su seguridad social, y su subsidio de paro, y su seguro de enfermedad, que en Estados Unidos eran avances de la modernidad que todavía no habían cruzado las fronteras- tal vez no sería necesario fundar el soviet de Alabama, ni el soviet de Massachussetts, y lanzarse en plan bolchevique a asaltar la Casa Blanca con un par de escopetas para cazar conejos y tres tridentes de los de cosechar la alfalfa en Oklahoma.



    Se puso la cosa jodida, muy jodida, como contaba John Steinbeck en la novela, y John Ford en la película, y en esas, Franklin D. Roosevelt -que la D era la abreviatura de Delano, y nosotros, en el bachillerato, siempre le llamábamos Franklin Delculo Roosevelt, salvo en los exámenes, claro, aunque alguno llegó a columpiarse con gran regocijo del personal- Delano, decía, desde su silla de ruedas, le vio las orejas al lobo e impulsó esa política de inversión pública que ahora se menciona mucho en la prensa de la canalla bolivariana, el "New Deal".

    Para cuando salgamos de esta crisis que empezó siendo sanitaria y ya está siendo económica -y tal vez, a la larga, esta crisis secundaria deje más muertos que el propio coronavirus- estaría bien soñar con un Nuevo Trato, sí, entre el Estado y sus ciudadanos. Nosotros seguimos sin asaltar el Palacio de Invierno, ni siquiera simbólicamente, tan pacíficos y democráticos como siempre, y ellos, a cambio, confiscan el dinero que hay en Suiza, el que va camino de Suiza, el que duerme debajo de algunos colchones, y el que otros escaquean legalmente con artificios contables de mucha magia y mucho asombro para el pueblo, y lo invierten en las cosas importantes, necesarias, que son, aunque parezca una perogrullada de tres pares de cojones, las que importan de verdad: la educación, la sanidad y la red de ayuda asistencial. Con las espaldas bien cubiertas, nosotros prometemos seguir haciéndonos los tontos con el fútbol, con Gran Hermano, y con las cervecitas en la terraza, cuando llegue el solete, y hallan inventado la mascarilla con tapón en el medio, de quita y pon, para bebérnoslas con una pajita.



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El último hurra

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Existen dos tipos de políticos: los que sirven al poder en la sombra, encantados, y los que sirven al poder en la sombra, resignados. Los primeros no tienen dignidad, de raíz, porque nacieron para complacer a la élite, y no al pueblo, y suelen llevar apellidos lustrosos de familias acomodadas, mientras que los segundos tienen que tragarse la dignidad para viajar en el circo e intentar mejorar las condiciones de los enanos -que no sé si, en el fondo, es otra forma retorcida de indignidad. Los otros políticos, los peligrosos, los que no tragan, o son sacrificados por el sistema al primer berrido improcedente -como niños arrojados por la roca Tarpeya-, o se quedan como alcaldes de su pueblo, en la España vaciada, o en la Mongolia Exterior, sin dar mucho por el culo, sólo útiles para arreglar el alumbrado o para gestionar la retirada de la cabina telefónica que ya nadie usa. Cosas así.




    Paradójicamente, el político ideal, íntegro, al que uno votaría al cien por cien en una fiesta verdadera de la democracia, es aquel que nunca se presentaría a unas elecciones que sabe amañadas de antemano. Uno que prefiere quedarse en su trabajo, o en su ERE, antes que levantarse de su asiento y pedir turno en la arena de los gladiadores, donde al final todos representan un papel, una comedia muy entretenida y sangrienta, pero inútil al fin y al cabo, porque hay un tipo protegido por pretorianos que al final es quien decide las cosas a golpe de pulgar: un gran empresario, un pez gordo de Wall Street, un jeque que se ha quedado sin champán 0/0 en la bañera…

    El último hurra cuenta las andanzas políticas de Frank Skeffington, que es el alcalde imaginario de una gran ciudad enfrentado a sus familias más ricas e influyentes. Las que cortan el bacalao de la prensa, de la televisión, de la opinión pública tan maleable como estúpida. Skeffington es un político veterano, marrullero, que sabe que se enfrenta a un ejército cien veces superior, y no duda en coger un poco de arena y arrojársela a los ojos de quien viene a rematarle. Un tipo de barrio, resabiado, tan educado como cabroncete. Me cuesta, a pesar de mi parrafada anterior, catalogarle como un político indigno. Forma parte del circo, sí, pero no es ningún payaso. Sabe que tiene la guerra perdida, pero consigue ganar muchas batallas antes de rendirse. Quizá, después de ver la película, tenga que incluir un nuevo tipo de político en mi taxonomía: el tocahuevos. El que está ahí por puro romanticismo, sólo por molestar, ayudando a la gente mientras el poder no le acierta con sus disparos. Uno que se enfanga no para cambiar el sistema -que es imposible- sino para servir de ejemplo a las generaciones venideras. Las que recojan las viejas películas.




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Todas las canciones hablan de mí


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En mi caso, son todas las películas -y no las canciones- las que hablan de mí. Por eso llevo tantos años escribiendo sobre ellas, casi a diario, aunque a veces -esto tengo que reconocerlo- la conexión entre mi vida y las andanzas de los personajes sea más bien forzada, o inexistente. Pero esto nació como un ejercicio autoimpuesto, una terapia de escritura, y siempre me dije que cuando tuviera tiempo de verdad -extenso, libérrimo, de estar casi encerrado en un castillo como don Michel de Montaigne- me pondría a escribir una novela indecente, o una autobiografía cachonda, con todo lo aprendido en el oficio. El sueño literario, pero tardío, de un adolescente con canas en medio cuerpo...  Y ahora que, sin  haberlo buscado, dispongo de todo el tiempo del mundo, a mogollón, tío, aunque sea por circunstancias tan poco festivas como éstas, lo que sigo haciendo es ver películas que hablan de mí - o que yo fuerzo un poco a que hablen de mí-, y luego vengo al diario a escribir sobre mi ombligo, en ellas, o sobre ellas, en mi ombligo, sin  poder salir del bucle, al mismo tiempo acomodado y enfadado con mi confort monotemático.



    Sólo me pasa con las películas, eso de sentirme aludido, e interpelado, como si unas manos salieran de la tele para zarandearme y decirme: ¡Eres tú, gilipollas, se trata de ti, y de tu vida…!-, pero no me pasa tanto con las canciones, porque me quedó el trauma, la desgana, el oído poco atento desde la adolescencia, cuando amorrado a "Los 40 Principales" no entendía ni pajolera palabra de inglés al escuchar la canción que me molaba -más allá, claro, del “Ai lof yu”, y del “Ai mis yu”, que eran los dos leitmotivs más habituales. Y porque además, de la música española, no sé si por postureo o por antipatriotismo precoz, huí rápidamente para refugiarme en los cantautores que eran más poetas que cantantes, pero que no hablaban de mi mundo, sino de otro muy fantástico, de entusiasmos y fracasos muy viriles, siempre presumiendo en sus letras  de lo fácil que era ligar y conquistar a las mujeres, que para un estudiante de los Maristas, con gafas, acné y diez exámenes que superar cada día, era como si le hablaran a uno del cielo de los musulmanes.

    No: definitivamente lo mío son las películas. Es más: estoy hecho de películas. Soy un puzle construido con 10.000 piezas que vi, que reví, que compré, que repudié o que olvidé. Hablo constantemente de ellas, y hablo como si estuviera metido en una de ellas, alienado de la realidad por cobardía, o por necesidad. La vida me ha ido forjando el tronco y las ramas, pero las hojas, los colores, la vida mustia del invierno o la más alegre de la primavera, la pintan ellas.



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Náufrago


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He puesto Náufrago en el DVD para coger un poco de moral, y tomar notas, y ejemplo, ahora que el gobierno nos va a ampliar el confinamiento, y que esta casa ya empieza a coger el aire y la brisa de una isla desierta en  el continente. Quería recordar, viendo la película, que si Chuck Noland se pasó cuatro años en la isla del Pacífico sin televisión y sin teléfono, sin microondas y sin ordenador, y sobrevivió, y aprendó una lección, y además adelgazó todos los kilos que le sobraban, por qué no, Álvaro Rodríguez, que vive rodeado de comodidades, con un panadero que pasa todos los días a las 12 para traer el sustento básico sin tener que cazarlo, ni ponerlo al fuego, por qué no, digo, iba a soportar 6 semanas y las que vengan después con la sonrisa en la boca, y el espíritu no diré que alborozado, pero sí al menos sereno, imitando casi al de un nepalí en su montaña. Por qué no tomarse este accidente de la vida como eso: una aventura en la isla desierta, pero de mentirijillas, con tecnología, y colchón para dormir, y vecinos que comparten la arena y los cocoteros. Y un océano de tiempo disponible, en cualquier dirección en la que mires, sin que nadie venga a rescatarte por miedo a las patrulleras.



    Y lo cierto es que al levantarme -bueno, no exactamente al levantarme, sino tras ducharme, y asimilar el primer café- descubro con una punzada de optimismo que dispongo de 16 horas limpias por delante, confinadas pero libres, para hacer lo que quiera dentro de la ley: leer, y ver películas, y escribir chorradas, y llamar por teléfono, y cotorrear en las redes, y tomar aire en la calle aprovechando que Wilson, perdón, Eddie, mi perrete, es un sujeto paseable que entra dentro de la normativa. Pero luego, según avanza el día, uno se desinfla, y se pierde en bobadas, y lamenta el desperdicio de las horas para una vez que las tenía todas, glotonamente, como en un regalo inesperado de los dioses. Hay quien encuentra placer en el asesinato improductivo del tiempo, pero yo no. Cuanto más tiempo tengo, menos lo valoro, y es como si a uno le dijeran: "vas a vivir mil años", y se tira a la bartola, pensando que ya habrá vida suficiente para hacer cosas interesantes.


    Al final, ya ves tú, he terminado la película llorando, disparándome por la culata, porque lo del naufragio de Tom Hanks es casi lo de menos, y lo que verdaderamente duele es verle perder al amor de su vida, que le esperó sin olvidarle, pero que tampoco tenía tiempo que perder.



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Los ilusos

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Los ilusos termina con unas niñas destripando viejas cintas de VHS que ya nadie puede reproducir, porque nos hemos quedado sin reproductores, y cuando los tenemos -mi madre todavía tiene uno, en León, que furrula milagrosamente- descubrimos que o bien la cinta grabada ya se ha desmagnetizado, y nuestra boda o nuestra película se han diluido en una sucesión de borrones que más parecen pintura abstracta -y qué simbólico es, en ocasiones, ese desmoronamiento -o bien que la experiencia analógica, de una imagen compuesta por líneas de definición, ya no hay telespectador que la soporte, acostumbrados al buen caviar de la televisión digital, con su Full HD, y ahora su 4K, y lo que nos vayan trayendo los coreanos que siempre llevan la delantera.

    La imagen de las niñas envolviéndose con las cintas de VHS para jugar a ser momias, o gimnastas rítmicas, es muy simbólica, poderosa, el colofón de una película que habla de sueños, de amores, de colegas con los que partirse de risa. Pero que, sobre todo, habla de amor por el cine. Del cine que siempre es mágico, absorbente, indispensable, sin importar el plato en el que lo consumamos -que digo yo que ése es el simbolismo del final, porque como sucede casi siempre en las películas de Jonás Trueba, hay cosas que se entienden y otras que no, pero incluso las que no calan siempre resultan fascinantes y misteriosas, como si tuviéramos la explicación en la punta de la lengua y nos sintiéramos desafiados a interpretarlas.



    Los ilusos es una película de arte y ensayo, para gafapastas, y yo, que llevo gafas de pasta, me siento aquí como pez en el agua.  Trata de un tipo que o está haciendo películas, o está imaginando películas, o vive su propia vida como un trabajo de campo del que tomar notas e inspiraciones para seguir soñando películas. Un yonqui. Un alienado. Un abducido por la otra dimensión. Alguien que, como yo, a una edad muy temprana, decidió que la realidad estaba en las películas, y no al revés. Que no entiende esa expresión tan manida de “evadirse de la realidad” cuando podríamos convertir el cine en nuestra prisión, tan confortable como el salón de nuestra casa, y evadirnos de las películas sólo el tiempo indispensable para procurarse el sustento, y probar los lances del amor.

    “Desde que se inventó el cine, vivimos tres veces más: vivimos experiencias que no viviríamos de otra manera, aprendemos cosas, y sobre todo, ahorramos tiempo”. Lo dice León, a su chica, a la salida del cine. Quizá quiere decir que ahorramos tiempo con las películas porque, así, no lo perdemos en otra cosa.




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El discurso del Rey

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Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”,  pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…



    Me fundí con Isabel de Windsor en un afectuoso abrazo cuando ella, en plena gira por la Commonwealth, le confiesa a su médico personal que está hasta los ovarios de sonreír a las multitudes, pero que no tiene otro remedio, porque si deja de sonreír parece que está enfadada, así, de gesto natural, por la lotería del fenotipo, y que tal cosa, sin ser cierta, le genera no pocos malentendidos. Fue ahí, en ese momento, cuando una Windsor de Londres y un Rodríguez de León -que, no es por nada, pero Rodríguez de León tampoco suena nada mal- quedaron unidos en la incomprensión de quien nos toma por cascarrabias cuando serenamos el gesto y relajamos la quijada.

    Sin embargo, en El discurso del rey, apenas he tardado dos minutos en identificarme con su padre, el rey Jorge VI, que padecía una tartamudez arrastrada de la infancia, y que le impedía, en los discursos oficiales, y en los actos protocolarios, parecer un hombre preparado para el desempeño de su cargo. Lo del gesto de cascarrabias al no sonreír es una gilipollez comparada con esta incapacidad que te hace parecer medio tonto, o medio hervido, cuando en realidad sólo se trata de una palanca trabada por el miedo, o por la ansiedad. La padecí, la superé, pero como le sucedió al rey Jorge VI de Inglaterra, nunca se me fue del todo al hablar. Se da el pego, nada más. Es una de mis pesadillas recurrentes. Todavía hay veces que me despierto con una pppp…uta consonante atravesada en la garganta.  




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