Vota Juan

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No me molesta que Vota Juan sea un refrito de Veep cocinado a la española. Bienvenido sea el homenaje ibérico, la traducción al vernáculo. ¿Por qué no? La genialidad de Armando Ianucci puede ser cultivada en cualquier clima donde crezcan políticos de medio pelo, asesores merluzos, estrategas gilipollas, periodistas paniguados y, por supuesto, votantes sin criterio. O lo que es lo mismo: casi en cualquier lugar del mundo.



    Vota Juan retoma la idea genial del político tontolaba que va superando escollos contra todo pronóstico, le pone un sofrito de ajo y cebolla, unos choricitos picantes, un plato de buen jamón extremeño para acompañar, y por supuesto, para beber, un buen vino de Rioja, que es la patria natal de Juan Carrasco, el Juan del título, un político que ya no es de medio pelo, sino de pelo ninguno. Ni de listo ni de tonto. Un animal político, que se dice, de esos que nunca sabes si es que no llegan o es que se pasan. Un CI imposible de calcular, que lo mismo le pones un test y te sale un deficiente profundo que un genio incomprendido. Sólo tenemos que encender el ordenador o poner el telediario cada día -y más ahora, en estos tiempos tan excepcionales- para encontrarnos con varios Juan Carrasco que en realidad sólo saben de aparatos internos, de trapicheos de partido, de estrategias caciquiles, y que carecen de la inteligencia necesaria para conjugar el bien propio con el bien común. O eso, o que son más inteligentes de lo que pensamos…

    Supongo que en los países serios -los nórdicos, los canadienses, y poco más- , una serie como Vota Juan no puede hacer mucha gracia porque no conciben que un tipo como éste pueda gestionar los asuntos del bien común, y que nosotros, además, le dejemos hacerlo con nuestro voto. Y donde ellos, los rubios del Norte, sólo verían a un inútil que va causando vergüenza ajena, nosotros, los que padecemos esta lacra social, nos descojonamos de lo lindo en el sofá, porque estos impresentables de la serie son tan veraces, tan palpables, que casi dan miedo, y nuestra carcajada sirve para sublimar la inquietud profunda que nos provocan.



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The Crown. Temporada 1

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Desde que mis conocidos saben que estoy viendo The Crown -porque me llaman para que les recomiende una ficción que entretenga su encierro y yo me pongo a darles la paliza con que si The Crown es cojonuda y no pueden perdérsela, y que vaya diálogos, y que vaya actuaciones, y que menuda producción a lo grande, y termino por aburrirles con mi entusiasmo que es casi pueril y enfermizo- recibo, decía, muchos mensajes que me dicen que voy a volverme monárquico de tanto alabar la serie, de tanto mirar por la mirilla de Buckingham Palace a ver qué se cuece en la familia de los Windsor. Me lo dicen, claro -ahí está el chiste- porque siempre he sido un republicano acérrimo, de los de bandera tricolor decorando la intimidad del hogar. Un recalcitrante que descorcha una botella de sidra cada vez que llega el 14 de abril para celebrar que otra España es posible, desborbonizada, que será más o menos la misma, no me engaño, pero sin ese residuo que nos hace menos modernos y más medievales.



    Me dicen los amigos que como siga con esta coronamanía me va a entrar un síndrome de Estocolmo que me va a romper los esquemas. O un síndrome de Londres, mejor dicho, porque de tanto vivir entre los Windsor voy a traspasar la frontera que separa al plebeyo del monarca, al populacho de Sus Altezas. Y que al final los voy a tomar por seres humanos igualicos que nosotros, cuando se desnudan ante el espejo. El riesgo existe, es cierto, porque sé de gentes férreas como yo que han visto la serie y se han quedado boquiabiertas, abducidas, y que luego escriben o te comentan.: “Si es que al final somos todos iguales, y aquí cada cuál lleva su pena, y su frustración, y su conflicto de lealtades…”.  Los Windsor como los Rodríguez, no te jode, o los Churchill como los García, hay que joderse, porque la serie no sólo va de los estropicios familiares de la casa de los Windsor, sino también de la alta política que todas las semanas pasa consulta con la reina, el señor Winstorn apoyado en un bastón y coronado por un bombín.

    Yo, de momento, tranquilizo a mis médicos y les digo que todavía no he notado los primeros síntomas de la conversión. Sólo ahora, que me tocaba escribir esta crítica, voy a confesar que he rematado con una lágrima el último episodio de la primera temporada, porque hay una declaración de amor de la princesa Margarita a su amado Peter que jolín, qué quieren que les diga, vale lo mismo para una princesa británica que para una poligonera de Orcasitas, o para una vecina de esta pedanía mía que ande con desamores Sólo ahí, en las cuitas del amor, me reconozco sensible e identificado con estos sangreazulados que si no pertenecen a otra especie, hacen todo lo posible por parecerlo.


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Los miserables

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Un siglo y medio después de que la Comuna de París fuera barrida de las calles, estamos más o menos como estábamos. O incluso peor, porque debajo de la capa de proletarios ha emergido -o más bien “sumergido”- otra casta de miserables que ya ni siquiera van a poder trabajar. Los hijos de quienes una vez vinieron a limpiar mierda y a recoger fresas por cuatro céntimos la genuflexión. Una clase social -la tercera en discordia -que no entra en ningún análisis marxista de la cuestión, porque Marx sólo distinguía entre quien poseía los medios de producción y quien producía las cosas con sus manos, o con sus herramientas.



    Los proletarios modernos, es cierto, viven más y mejor que en el siglo XIX, porque los revolucionarios, los huelguistas, los socialistas que poco a poco fueron obteniendo el poder, lograron que ahora tengamos garantizado un techo estable, una comida  caliente y tropecientos canales en la tele para entretenernos por las noches. Desde que Marx y Engels anunciaran que un fantasma recorría los países de Europa, por cada revolución exasperada de los pobres siempre ha estallado una contrarrevolución mortífera de los ricos. Pero en los últimos 150 años, en cada armisticio firmado en la lucha de clases, el pobre siempre ha conseguido subir un pequeño escalón en la mansión del bienestar. En los tiempos de Los miserables de Víctor Hugo no existía la Seguridad Social, la vacación pagada, la jornada laboral de ocho horas… No se produjo el vuelco histórico que Marx anunció en sus escritos, pero al menos, la burguesía, comprendió que la masa explotada y famélica era mala compañera de viaje en el mundo de los negocios.

    Pero esta gente, los miserables modernos, ni siquiera tienen el privilegio de ser explotados a cambio de un jornal de subsistencia. Son una clase verdaderamente desposeída, aburrida, desesperada, que dedica su tiempo vacío a mirar por la ventana, a jugar en el polideportivo, a enredar con asuntos que al final terminan en un trapicheo de drogas, en un imán que recluta soldados, en una algarada callejera que termina como el Rosario de la Aurora…



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Futurama. Temporada 3

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Esta mañana, al levantarme, he recordado que tenía un condensador de Fluzo guardado en el trastero. Los regalaban a la salida del cine, en 1985, cuando salías de ver Regreso al Futuro en pleno flipe, con los colegas, y te disputabas el adjetivo más sonoro, el elogio más malsonante, “qué de puta madre, tío”, mientras mirabas a las chicas de reojo y escuchabas atentamente sus conversaciones, a ver si alguna se había perdido en el tema de las paradojas temporales y tú, con amabilidad, en plan servicio público, no para ligar y esas cosas, podías explicarle lo que decía Albert Einstein sobre la aceleración y la deformación del espacio-tiempo…

    El condensador de Fluzo era de mentira, claro, un trozo de cable en Y metido en una caja de plástico transparente. Tan de mentira que quizá lo soñé, que me lo regalaban, en el vestíbulo del Teatro Emperador, para que lo pusiera en el coche de mi padre -que tampoco tuvimos nunca- y jugar a que si pasábamos de 140 kms/h por la autopista nos íbamos de viaje a las Cruzadas, o al año 10.600 de nuestra era, cuando quizá, por el turno rotatorio, ya les toque a los etíopes o a los somalíes ser los amos del mundo.



    Sea como sea, yo, esta mañana, me he encontrado un condensador de Fluzo donde guardo los juguetes que nunca tiraré. Si ha sobrevivido a las mudanzas del trabajo o del desamor, o si ha aparecido por una intervención divina de san Emmett Brown, patrón del Taxista Interespacial , será cuestión que habrán de aclarar los exégetas del futuro. Los biógrafos de mis singulares andanzas.

    He sacado el condensador de Fluzo de la caja, lo he metido un par de segundos en el microondas -a ver a qué época me llevaba, por azar, cualquier cosa menos el marasmo amenazante de estos días-, y he aparecido justo en el año 3002 de nuestra era, en el mundo de Futurama, quizá porque al otro lado del salón-comedor, en la tele, me había dejado el DVD puesto de ayer por la noche. Otro se hubiera llevado un susto del copón, al ver la Tierra tomada por extraterrestres, tan sucia como siempre, hiperpoblada, más que superpoblada, con gente que no parece haber aprendido nada de toda esta movida, y de las otras que nos habrán golpeado en los mil años que nos quedan. Yo, en cambio, me he sentido tan a gusto, como en casa, en el mundo de Fry y Bender, porque ya son muchos los episodios, y mucha la familiaridad, y el cariño, que tengo con ellos. Y, porque además, no me llevo a engaño. Estos días me han preguntado ya cien veces por las redes sociales: ¿vamos a aprender algo de todo esto? La respuesta, obviamente, es no. El homo sapiens no da para más. El capitalismo y la estupidez no habrán alcanzado el famoso “pico” ni siquiera en el año 3002. Queda mucho por remar. Y las mutaciones del ADN, ay, que podrían transformarnos en otra especie más luminosa, son más lentas que los caballos de los malos.


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Carol


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Hasta 1962, en Estados Unidos, dos personas del mismo sexo que se acostaban juntas estaban infringiendo la ley. Podían desear a quien les diera la gana, por supuesto, porque América era un país libre, lleno de oportunidades, pero si te pillaban convirtiendo la potencia en acto, te enchironaban, o te enviaban a un centro psiquiátrico para reeducarte los circuitos. En 1962, el estado de Illinois salió de la Edad Media por un agujero de la ratonera y se convirtió en el primero en derogar aquello que se llamaban “leyes de Sodomía”, que imagino que también incluían otras prácticas eróticas de la homosexualidad. A partir de ese momento, todos los estados de la Unión fueron reformando sus legislaciones en contra del clamor de los pastores de almas, y de sus combativos feligreses.  La última ficha de dominó cayó en el año 2003.



    Mientras tanto, la Asociación Americana de Psiquiatría, que tenía incluida la homosexualidad dentro de su catálogo de trastornos mentales, salió del medievo tras una sesión de psicoanálisis muy liberadora y abrazó la alegría del Renacimiento en 1973. Mientras los legisladores iban borrando el delito, ellos iban restaurando la dignidad. Aún así, la Organización Mundial de la Salud -que ahora anda tan viva con esto del coronavirus- tardó 17 años como 17 pares de cojonazos en eliminar la homosexualidad de su listado de enfermedades mentales. Antes del 17 de mayo de 1990, dos hombres que se besaran en la calle, o dos mujeres que se acariciaran en la misma cama, eran, para los doctores de la OMS, unos tarados sujetos a terapia y a pastillas muy concretas que se vendían en botica.

    Éste es el mundo no homofóbico, sino homobeligerante, que viven Carol y Therese en la película. No sólo un amor clandestino, sino además un amor de trastornadas. No sé a dónde podrían haber huido para vivir su amor en plenitud, en los años 50, pero a España no, desde luego. Hasta 1978 -fecha en la que ya éramos todos democráticos y juancarlistas- no hubo tiempo para derogar la ley de Peligrosidad Social del franquismo, heredera de aquella otra tan famosa de “los vagos y maleantes”, que salía mucho en las películas, y en los cómics, y en las reprimendas de nuestros abuelos. Y entre los vagos, y los maleantes, y los elementos sociales peligrosos, estaban los homosexuales, y las lesbianas, que cada vez que se besaban o profanaban sus cuerpos hacían llorar al Niño Jesús -nos decían los catequistas, y los curas de las parroquias, que luego, con el correr de los años, ya ves tú…



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Richard Jewell


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No. No fue Richard Jewell quien puso la bomba en el Parque del Centenario, en Atlanta, cuando se celebraban los Juegos Olímpicos del lugar. Lo cuentan al principio de la película -que, por cierto, es otra muy recomendable de Clint Eastwood, como si estuviera tomando Viagra para cineastas-  así que no estoy haciendo ningún spoiler, ni estoy sujeto a demanda penal de los cinéfilos enclaustrados en su salón. Pero jolín, qué pintaza tenía, de sospechoso, el tal Richard Jewell... En eso estoy con los agentes del FBI, que después de entregarle el papel de “El Gobierno de los Estados Unidos ya no le considera sujeto a investigación…”, todavía se le quedaron mirando, con cara de mala hostia, llevándose los dedos índice y corazón a los ojos en plan macarra, poligonero, susurrando entre dientes “Aún sé dónde vives, motherfucker, ándate con cuidado y tal…”.



    Richard Jewell, por lo que cuentan en la película, era un hombre incapaz de matar una mosca, más bien algo mermado, inocentón, siempre viviendo entre las faldas de mamá, pero muy capaz de salir a cazar venados con una fusilería que ya quisieran para sí muchas comandancias de la Guardia Civil, en nuestro terruño desabastecido. Amante de las armas, caucásico de la White Trash, y soñador de heroísmos mediáticos desde su juventud, cuando el FBI -en típica escena de los americanos de “Hola, soy el sheriff del Condado y ésta es mi jurisdicción”, “Pues yo soy el jefe del Distrito y ya se puede ir largando usted”, “¡Pues quieto todo el mundo, a callarse todos, esto es un delito federal…!”- cuando el FBI, decía, toma las riendas de la investigación y pasan los días sin encontrar una pista fiable, deciden que la cabeza de turco más plausible para aplacar los miedos de la población será el mismo tipo que al principio todos tomaron por un héroe, porque Richard, sin faltar a la verdad, aseguraba haber sido el primero en descubrir la mochila explosiva, y haber despejado la zona para evitar un número mayor de víctimas.

    ¿Quién rompió el cristal?: pues el mismo que luego vino arreglarlo, como en El chico, la película de Chaplin. Una ilógica aplastante. Perversa, pero con antecedentes en el mundo criminal. Los americanos mismos, en su corta pero intensa historia, han puesto muchas bombas por la geografía para luego personarse como los artificieros del asunto, con los marines… No era el caso del pobre Richard Jewell.



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La virgen de agosto

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La verdad es que ahora, cada vez que regreso a León, me siento como un turista en mi propia ciudad. Como Eva, por Madrid, en La virgen de agosto, solo que ella lo hace adrede, fingiéndose la despistada, la recién llegada, aprovechando la canícula para recorrer una ciudad que sin gente ya no parece la misma. Y así, de paso, a ver si ella también puede colar como distinta, como otra Eva, aunque los pelmazos de sus exnovios se le aparezcan una y otra vez por las verbenas de chulapos y chulapas.



    Pero la sensación de ser un turista en León se desvanece al segundo día de pasear. Supongo que al principio sólo es el mareo del desembarco, la inercia de haber pasado varios meses en otro lugar que no se le parece ni remotamente. En la pedanía vivo, trabajo, enseño los rudimentos del fútbol. Vivo absorbido, y absorto, con mis cosas, con mis tonterías, y cuando regreso a León es como si me despertaran de la realidad para introducirme en un sueño recurrente. León se ha vuelto eso: un sueño recurrente. Uno que cuando vuelves a vivirlo te resulta familiar, y pasado el primer extravío ya te encuentras acomodado en él, y saludas a los protagonistas, hola, colegas, qué tal os va, y reconoces las calles como decorados del viejo teatro donde trabajaste de actor media vida.

    Y sin embargo, ese primer día de despiste siempre es el mejor: la altitud de León me hace respirar mejor, hace frío por las noches, y en el agua del grifo reconozco el sabor inodoro e insípido de mi infancia. Compro unas patatas en Blas, pido unas sopas de ajo en el Gaucho, y me quedo mirando la Catedral con el estupor propio de los turistas que profesan el ateísmo. Es el ritual propio del recién llegado a la ciudad... Pero luego, al día siguiente, León empieza a asfixiarme. La conozco palmo a palmo, revés a revés. Golpe a golpe y verso a verso, como decía el poema. León es una ciudad demasiado pequeña, demasiado vivida, y si encima le quitas los barrios periféricos que nunca tuve que pisar, se te queda casi en una aldea donde todos los rincones tienen una historia mía que contar: un beso, un rechazo, un partirse de la risa, un balón pateado, un resbalón inoportuno, un bareto que cerró, el parque donde me enamoré perdidamente… León es un museo de mí mismo, un recorrido teatralizado por la vida y obra de este chiquilicuatre que estuvo allí 22 años semienterrado entre los libros. Y no me gusta verme, ni en las fotos, ni en los recuerdos.


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Hermanos y enemigos: Petrovic y Divac

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Yo siempre he sido de fútbol, de toda la vida, porque me crie en un arrabal que no reconocía otro deporte, y en un colegio que no admitía otro motivo para soltar adrenalina contra los de 4ºB, en los recreos. Pero luego, en mi adolescencia, rodeado de chicos burgueses en los Maristas,  jugué mucho al baloncesto, y como se me daba bien el ganchito de Kareem, y el tirito de media distancia, me aceptaron en sus partidillos de fachas contra fachas, jugando de 4, como dicen ahora, o de pívot bajo, como decíamos entonces, porque yo con 15 años ya medía lo mismo que ahora, pero sin resultado con las chicas, que los preferían justo más bajos, o justo más altos, en el colmo de la mala pata, y mi cuerpo, ante la duda, se quedó justo en el medio, como el burro de Buridán, sin decantarse por crecer un poco más o restarse un par de centímetros sobrantes.




    Yo, en la clandestinidad, con los chicos del barrio, seguía siendo futbolero de toda la vida, pero el 20 de abril de 1988, en Eindhoven, la Quinta del Buitre quedó eliminada de la Copa de Europa, y de la llorera que pillé, y del dolor que sentí, renegué para siempre de este maldito deporte tan sujeto al azar, y a la racanería, y empecé a soñar con otra hazaña deportiva que ya no sería, ay, la séptima orejona en las vitrinas del Real Madrid (llegaría, sí, diez años después, pero ya en otra vida...) Desde aquella noche aciaga de Van Breukelen imbatido, mi fantasía de sillón-ball pasó a ser que los yugoslavos les ganaran un partido de baloncesto a los americanos, en la final de los Juegos Olímpicos, si podía ser, en olímpica humillación. Pero no a los universitarios que entonces enviaban los yankees, atrevidos pero bisoños, sino a los profesionales que ya por entonces amenazaban con juntarse y salir a pasearse por las canchas, y a descojonarse de la risa…

    Para que los yugoslavos pudieran acometer tal hazaña tenían que jugar todos juntos: Vlade Divac, y Drazen Petrovic, y Tony Kukoc, y Dino Radja, aquella generación maravillosa que eran como los Globetrotters nacidos en los Balcanes. Un orgullo para Europa, que en lo del basket estaba a años luz de los americanos prepotentes. Pero estalló la guerra en Yugoslavia, los croatas se fueron de la selección, las amistades se rompieron, y cuando todo aquello terminó, demasiados años después, la generación de oro ya no estaba en plena forma, y Drazen Petrovic, el jugador que marcaba las diferencias, ya estaba retirado en su tumba nevada de Zagreb, prematuramente, porque el azar también juega al baloncesto, y juega malas pasadas en las autopistas.



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