La conjura contra América


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El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Lo decía Paco Costas, en La segunda oportunidad, aquel programa de nuestra infancia que daba consejos sobre seguridad vial y que empezaba con un coche estrellándose contra una roca.

    El ser humano también es el único animal que no sabe reconocer a sus depredadores, decía otro sabio por la misma época. Están las lombrices, claro, que no saben distinguir al jilguero, pero a partir de un cierto nivel de conciencia, hasta los conejos saben quiénes son sus enemigos naturales, y tratan de evitarlos. El homo sapiens no. Sobre todo cuando acude a las urnas… Somos una especie brillante y estúpida. La envidia de todas las demás, y también el motivo de sus chistes más gloriosos.



    Charles Lindbergh, en la vida real, fue un héroe americano. Fue el primer piloto que cruzó el océano Atlántico sin escalas. Pocos años después perdió a su hijo pequeño en un secuestro que terminó en asesinato, y todo el mundo lloró su pena y su desgracia. Lindbergh era un tipo frío y distante, pero rubio, y muy guapo, y un valiente que rayaba lo suicida cuando volaba. Por eso, cuando hablaba, todo el mundo le escuchaba, y en 1939, a su regreso de un viaje por Europa, Lindbergh dijo que Hitler era un gran hombre, se declaró simpatizante del fascismo, y perdió toda la gracia ganada en los doce años anteriores.

    La conjura contra América es una distopía del pasado. Lindbergh se presenta a las elecciones de 1940 por el Partido Republicano, derrota a Franklin D. Roosevelt y forma un gobierno con secretarios simpatizantes del fascismo. La oportunidad soñada de Henry Ford, el fabricante de los coches, que era un antisemita vocacional. EEUU no entra en guerra y decide poner orden dentro de sus fronteras. Y como en el poema de Bertold Brecht, primero se llevaron a los judíos… A la pobreza, y después a los campos de concentración.

     Lo más curioso de todo, lo más sangrante, lo que no deja tranquilo al espectador que se retuerce en su sofá, es que son muchos los judíos que votan alegremente por Lindbergh. Que le siguen apoyando incluso cuando asoma su patita tatuada, con la esvástica. Unos no se enteran, y otros no quieren enterarse. Otros le votan por motivos estúpidos y accesorios… Es lo mismo que yo veo aquí cada vez que hay unas elecciones: lemmings haciendo cola para suicidarse en el acantilado.



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Unorthodox

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Unorthodox cuenta el drama personal de Esther Saphiro, una joven de 19 años que decide huir de su comunidad de judíos ortodoxos. Un vestigio del Antiguo Testamento que sobrevive justo en medio de Brooklyn, tan fiel a la tradición que  si no fuera por los taxis amarillos, y por los edificios de ladrillo, podría ser perfectamente la Palestina del rey David, o la del rey Herodes, tan añorado por los maestros, en nuestras rabietas inconfesables.



    Mientras la modernidad dispone de buscadores en internet para hacerse las grandes preguntas sobre la existencia de Dios, o sobre lo trasplantes capilares en Turquía, en la comunidad de Esther sólo se fían del Talmud y de la Torá para satisfacer la curiosidad de los espíritus. Como si no hubieran pasado 4.000 años desde que Yahvé se apareció ante Abraham. O quizá justo por eso, porque siendo fieles a sí mismos, los judíos han surfeado cien olas asesinas para terminar siempre de regreso, diezmados, o noventamados. El espectador puede entender las razones históricas de estos ortodoxos recalcitrantes, pero no entiende que se comporten como verdaderos mafiosos cuando una joven como Esther, que descubre que esa vida no es la suya, que moriría como persona en el intento de adaptarse, decide coger un avión y refugiarse en Berlín para poner dos océanos de distancia: el acuático y el metafórico.

    Uno, por supuesto, se apiada de Esther, porque es angustioso ver cómo intenta salir del agua mientras dos cabrones le sujetan la cabeza. Pero uno, además, se apiada de Esther porque es el símbolo de todas la mujeres que los sacerdotes de cualquier religión, de cualquier época, siempre han considerado como meros receptáculos de semen. Incubadoras andantes que parirán nuevos soldaditos de la fe. Uno se echa las manos a la cabeza, sí, viendo a los rabinos que salen en Unorthodox, pero estos tipos no son distintos de los curas que hace sólo cincuenta años, en nuestro nacionalcatolicismo, pensaban exactamente lo mismo de nuestras madres: Evas del pecado, seres disminuidos en lo eclesial y en lo legal. Meras posesiones de su maridos. Muchos todavía lo piensan, pero ahora queda muy feo decirlo.



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El oficial y el espía


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De vez en cuando tengo que ver una película de Roman Polanski. Es bueno para la terapia.A veces la gente real, o la que sale retratada en los periódicos, no basta para asumir la realidad oscura de nuestra especie. Se hace difícil, sacar la espada flamígera a pasear, por si le aciertas a uno de los pocos inocentes. Ahí fuera, en la no-película, todo es ruido, confusión, un mar de mentiras diluidas en una gota de verdad. En las películas, en cambio, fluye un hilo narrativo, todo se ordena, y las cosas quedan tan claras que a veces te puedes asustar. La gente es mala, ruin y mentirosa. Muy cínica, cuando se juega algo. Mezquina y puñetera. Seguro que yo también lo soy, o lo he sido alguna vez.




    Cuando veo una película de Polanski es como si recordara el Padrenuestro. Pongo los pies en el puf y al mismo tiempo es como si los depositara sobre la tierra, cansado de volar junto a los roussonianos que no opinan como yo. Es un descanso. Un momento de recogimiento. En algunas películas de Polanski el malo es un demonio disfrazado de ser humano; en otras, un ser humano disfrazado de demonio. Viene a ser lo mismo. Para los creyentes, el Mal anida en el Diablo; para los ateos, el Mal somos nosotros.

    En El oficial y el espía sólo hay un hombre justo, el coronel Picquart, por el que Dios perdona la destrucción de París como hizo milenios atrás con Sodoma, gracias a Lot. Y tras el ejemplo de Picquart, alentados, otro buen puñado de hombres abandonarán las catacumbas del silencio. Tipos valientes y honrados como Émile Zola que se enfrentarán al Ejército para desmontar la acusación de traidor que pesa sobre el capitán Dreyfus. Un pobre hombre cuyo único crimen -como suele suceder con los inocentes- era estar en el sitio equivocado, en el momento más inoportuno. Y ser judío, claro, porque mucho antes de que Hitler decidiera exterminarlos, a los judíos sólo se les escupía y se les apedreaba, en la Europa civilizada.

    Los justos como el coronel Picquart o Émile Zola son las flores en la mierda; el chorizo en las lentejas; la excepción en la regla; la rosa en el zarzal. Los humanos, en la humanidad.



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Crazy Love

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En el cine de su pueblo, Harry se enamora de la actriz guapísima y rubia que ilumina la pantalla. Al acabar la película permanece sentado, fingiendo que le interesan mucho los títulos de crédito, como un cinéfilo precoz que quisiera saber quién se encargó de la fotografía, o de llevarle el café a los artistas. Pero en realidad Harry ya no mira la pantalla: con los ojos puestos más allá de la realidad, está asumiendo esa sensación que le hace cosquillas en el estómago, y en la entrepierna. Es una quemazón nueva, al mismo tiempo placentera y desagradable, que le enturbia el pensamiento. Quisiera estar feliz, entusiasmado, porque en este mareo de contradicciones hay algo chispeante, de borrachera infantil, como si le hubieran dejado beber una copa de vino o un dedillo de anisete. Pero el instinto, más agorero, y siempre más sabio, le dice que sólo está viviendo su primera tormenta en el océano de la sexualidad. La primera de las muchas que vendrán a zarandearle, hasta el desguace en el astillero.



    Harry tiene más o menos la misma edad que yo tenía cuando me enamoré de Jessica Lange, en Tootsie, que también era otra actriz guapísima que iluminaba la pantalla del cine Pasaje. Pero yo no pude quedarme solo al final de la película, para recomponer el gesto y buscar respuestas en mi revoltijo emocional. Mi madre había venido para ver la película del año y luego acompañar a mi padre de regreso a casa, tras la última sesión del día. Mientras la gente abandonaba sus butacas, yo ayudaba a los empleados a levantarlas. Casi mil butacones, en aquel cine gigantesco que mi memoria ya casi no puede ni abarcar. No era obligatorio, el trabajo, pero era muy digno, como jugar a ser mayor, y empleado de la empresa, y además te pagaban con el dinero que encontrabas caído de los bolsillos.

    Y mientras yo encontraba duros, y monedas de 25, a veces con la cara del Rey y a veces con la cara de Franco, yo sólo veía el rostro de Jessica Lange flotando en mi deseo, con su cofia de enfermera, y su sonrisa devastadora. El primer fantasma de los muchos que vendrían a romper la paz de las noches infantiles.



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La llegada

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Hay un momento terrible en la adolescencia de los apocados, de los que nacemos con sólo tres fotocopias de un gen fundamental para la alegría, en la que comprendes, sin lugar a duda, como traspasado por un rayo que electrocuta el cuerpo pero ilumina la mente, cuál va a ser tu futuro. No los detalles, claro, porque para eso habría que ser un adivino de los de verdad, de los que nunca estafan a nadie en las madrugadas de la tele. Y aun así, según tengo entendido, los adivinos, por no sé qué paradoja en la estructura del espacio y el tiempo, no pueden verse a sí mismos de mayores, ni siquiera saber qué les ocurrirá mañana por la mañana al despertar, y sólo con los clientes, o con los íntimos, se les despejan las tinieblas que ocultan lo desconocido.



    La doctora Banks, en La llegada, adquiere la capacidad única de ver su futuro como si fuera carnal y rabioso presente, más allá de la experiencia de cualquier visionario con túnica, o de la amargura de cualquier adolescente con acné. Es como si el fantasma de las navidades futuras tomara su brazo para sobrevolar no sólo las navidades que vendrán, sino todos los días laborables, y todas las fiestas de guardar. La película completa del resto de su vida, que aborda las escenas del enamoramiento, de la maternidad, de la desgracia que caerá como una sombra sobre su mundo…  La doctora Banks ha aprendido el lenguaje circular de los heptápodos, que son los extraterrestres de la película, y quien aprende ese lenguaje sufre un cambio en la estructura de su pensamiento, y de pronto, en su percepción interna, el tiempo se anula, se vuelve fluido, y lo futuro se anuda con lo pasado, formando un círculo que ofrece un panorama completo de 360º.

    El momento, en la película, es terrible. La doctora Banks sabe que a va a sufrir lo indecible, y también sabe que bastaría un gesto, una huida, pronunciar un simple no, para cortar la cuerda que la ata a su destino. Y sin embargo, lo acepta, se acepta, y se entrega a su verdugo con un beso y un abrazo. Quizá porque aprendiendo el lenguaje de los heptápodos también ha aprendido que el futuro, aunque se conozca, y se trate de evitar, nunca se puede cambiar, como sucedía en aquel cuento tan enrevesado de Borges. El destino está escrito en la misma tinta que usan los extraterrestres, tan parecidos a los calamares.



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Vengadores: Infinity War

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El otro día, en un foro de internet que suele hablar del amor y de las flores, regresaron las teorías conspiratorias sobre el origen de esta pandemia. Como avispas retornadas... El consenso general en Speaker’s Corner es que algún gobierno canalla ha soltado el virus para exterminarnos, así, en plural, a tomar por el culo todos, que uno se pregunta que harían los gobiernos sin nosotros, el pueblo llano: echar el cierre, quitarse las corbatas y ponerse a plantar lechugas, digo yo. Y agacharse a recogerlas, claro, que es lo más jodido, sin parias que estén dispuestos a cobrar la mitad de lo que cobrarías tú por el trabajo,  para que en la próxima lechuga te propongan un nuevo contrato y agaches la cabeza, resignado. No nos aman, pero no pueden vivir sin nosotros.



    El razonamiento de los conspiranoicos no se sostiene, pero uno, por educación, hace como que no lo ha leído y sigue para delante, con sus pesquisas y sus lecturas. Cada uno, con sus cadaunadas, que decía mi abuela…  Otros disertadores cadaúnicos apuntan la posibilidad más selectiva de que los chinos o los americanos hayan diseñado este virus para ahorrarse un pico en las pensiones, un verdadero matasuegras, y matasuegros, y en esto me recuerdan a los que decían hace treinta años que el virus del SIDA lo habían fabricado en Occidente para acabar con la población africana, que daba mucho la lata en los telediarios, y le amargaba la comida a más de uno con las imágenes de las hambrunas, y el miedo a la invasión de los famélicos. Mucho lío, veo yo, en esto de diseñar virus en laboratorios, con lo fácil que sería envenenarnos el agua, o dejarnos sin fútbol no dos meses, sino dos años, a los futboleros, y morirnos de asco casi la mitad de los terrícolas.

    Si algún día me dejara llevar por estas teorías genocidas, creo que me apuntaría a la que sostiene que Thanos, el supervillano de Los Vengadores, no es un personaje de ficción, sino un impresentable bastante real y forzudo, nacido en Titán, que sueña con cargarse a la mitad de los seres vivos del ¡Universo! porque vive angustiado con la posibilidad de que la superpoblación devaste los planetas y arruine su belleza.

    Para alcanzar tal superpoder de exterminio, Thanos necesita poseer las Seis Gemas del Infinito, que son Siete, en algunas mitologías, y para impedírselo, a hostia limpia, como sucede siempre en estas películas, se plantan ante él Los Vengadores en quimérica alineación. Los Vengadores, de todos modos, son una banda de superhéroes que me parece a mí que ya está un poco en las últimas giras triunfales, como los Rolling Stones.



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Intocable

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Hace pocos días, en este diario que nació para enseñar las plumas del pavo y ha terminado siendo el expositor de mis vergüenzas, yo confesaba que la película más conocida de Nakache y Toledano, Intocable, me había dejado más bien frío en el momento de su estreno. Que mientras todo el mundo sonreía, lloraba, se compadecía del paralítico ricachón y su cuidador sudsahariano, completando una vuelta entera en la montaña rusa de las emociones, yo, en mi sofá, con el correr de los minutos, iba sintiendo una creciente indiferencia por estos dos amigos tan improbables como complementarios, como si fueran dos transeúntes pintorescos que pasasen rápidamente bajo mi ventana.



    Hace una semana, en un episodio de “The Crown”, la reina Isabel  confesaba a su primer ministro que le costaba mucho expresar sus sentimientos cuando se veía obligada a ello, en las pompas o en las circunstancias, y que quizá por eso la gente la tomaba por una mujer sin alma, o por una autista coronada. Y que luego, en la intimidad, se desmoronaba... Y puede que a mí me pase un poco lo mismo, y que esto sea como no poder mear con alguien a tu lado que mea, y que tiendo a poner la nota discordante cuando hay consenso general porque soy así de rebelde, o porque el mundo me ha hecho así, con un defecto de fábrica, como cantaba Jeanette.

    Hace casi seis años que me quedé tibio con Intocable, así que hoy decidí concederle una segunda oportunidad, a ver qué pasaba, como dicen que hacen estos días los ex y las ex por los teléfonos, que se vuelven a llamar por puro aburrimiento y prometen regresos de mentirijillas, ahora que sale gratis y no se puede regresar. Yo he regresado a Intocable y tengo que decir que la segunda cita ha sido tan fallida como la primera. Al principio conecto, compadreo, siento la angustia y la carcajada de los personajes. Me caen bien, por supuesto, estos dos fulanos, únicos cada uno en su especie, pero la película, en mi piano sentimental, sigue tocando notas muy falsas, y hay cosas que me siguen chirriando por exageradas, o por melodramáticas.

    Lo que no ha cambiado para nada, porque sigue ahí, conservada en la magia de los píxeles, es la belleza de esa actriz tan escurridiza llamada Audrey Fleurot. Ella es lo único que se había quedado incorrupto en mi memoria, como un cuadro de la exposición permanente. Quizá todo este rollo sobre la segunda oportunidad de Intocable sólo era una excusa para volver a verla…



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The Crown. Temporada 3


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La tercera temporada de “The Crown” empieza con una relación condenada al fracaso que al final termina bien. La primera vez que el primer ministro Harold Wilson visita el palacio de Buckingham, la reina Isabel le recibe con la antipatía que se merece un socialista que viene a tocarle un poco las narices. La reina, por supuesto, se siente más cómoda con los ministros conservadores, que no amenazan los presupuestos de la casa real, y además comparten su afición por los caballos, la caza del zorro y el whisky de malta en la sobremesa. Harold Wilson, además, llega al poder en plena crisis de los espías infiltrados -Kim Philby y su alegre pandilla-, y hay quien asegura que Wilson trabaja en secreto para los soviéticos, y que en dos meses Inglaterra va a convertirse en un satélite de Moscú, y que los Windsor van a ser desterrados a una isla del Pacífico -de la Commonwealth, eso sí- a picar piedra y a recoger cocos en la playa.

    Luego, con el transcurrir de las desgracias, la reina y Harold Wilson cultivarán una simpatía personal que al salir de las audiencias privadas tendrán que esconder ante los suyos, ella para no dar mal ejemplo, y él para no perder el voto de los obreros.



    A mitad de temporada, para poner el contrapunto, “The Crown” pasa a contarnos la historia de una relación condenada al éxito que al final termina en gritos y jaleos. La princesa Margarita y el conde de Snowdon  parecían ciertamente destinados a amarse, a follarse hasta perder la salud entre las sábanas de seda. A ser una sola carne dentro y fuera de los dormitorios reales, porque son dos seres idénticos: vividores y excesivos, guapetones y egocéntricos. Y quizá por eso, por ser idénticos, terminan por repelerse de muy malas maneras, como partículas de alta energía que cuando chocan no se funden, sino que rebotan produciendo mucho estruendo y muchas lamentaciones.

    La última relación extraña de la temporada es la que me une a mí con el príncipe de Gales. Tengo una amiga que cada vez que le hablo de “The Crown” me advierte: “De tanto ver a los Windsor, vas a terminar simpatizando con ellos”. No, jamás, le respondo. Mis cimientos republicanos son sólidos, y además, en treinta episodios, no he encontrado a nadie que despierte una simpatía personal. El exrey Eduardo VIII parecía un buen candidato, al principio, por libertino y poco dado a las formas. Pero al final resultó ser un nazi que simpatizaba con Hitler y quedó descartado. Sólo con el personaje del príncipe Carlos -insisto, con su personaje, que a saber cómo será el pájaro en libertad- he sentido el palpitar de una identificación personal. Su timidez, su torpeza, sus ganas de estar siempre en otro lado... Su afán de no figurar, y de volverse invisible, cuando figura. La certeza absoluta de llevar una vida equivocada pero ineludible, para la que no se tiene ni el carácter ni la ilusión.



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