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Roma. Temporada 2

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En el Frente Popular de Iberia -enemigo acérrimo del Frente Ibérico Popular- siempre hemos aplaudido con entusiasmo el afán civilizador de los romanos. Qué hubiera sido de nosotros, ay, si antes de los romanos hubieran llegado los etruscos, o los cartagineses, o los bárbaros de Germania todavía sin civilizar. O los vikingos, con sus cascos de cornudos. Para bien o para mal, las legiones de Roma nos hicieron como somos, y más vale lo imperfecto conocido que lo sublime por conocer. 

En el siglo I antes del profeta palestino, los romanos eran el pueblo más presentable a este lado del río Tíber. No voy a negar que eran unos salvajes de tomo y lomo, esclavistas, sanguinarios, sucios como cerdos del Averno, pero también es verdad que tenían escrúpulos morales, y leyes escritas, y un respeto civilizado por los dioses ajenos que sojuzgaban. Por todos salvo por Yahvé, claro, que pretendía ser el Único de Todos, en un ejercicio de soberbia intolerable.   

En el Frente Popular de Iberia nos salen más pros que contras si hacemos balance de su gestión. Gracias a ellos, por ejemplo, ahora tenemos un pasado edificado en piedra que podemos enseñar a los turistas: acueductos, y murallas, y restos de asentamientos que asoman cuando se construye una nueva fila de adosados. A cambio de robarnos el oro de las Médulas, los romanos nos lanzaron como primer destino turístico del Mediterráneo, pues aquí venían a retirarse los veteranos de las legiones en haciendas concedidas por la República o por el Imperio, del mismo modo que ahora vienen los jubilados alemanes a comprar los chalets por cuatro chavos al cambio de su poder adquisitivo.

Viendo la segunda temporada de “Roma” yo fantaseaba con ser un descendiente de esos legionarios curtidos en mil batallas. Un descendiente, incluso, del mismísimo César Augusto, que vino a pacificar a los astures y acampó con la Legio VI para fundar lo que ahora es León, mi terruño y mi criadero. Augusto Faroni, me llaman, y no es solo por el personaje de Luis Landero: yo, en mis delirios de grandeza, siento hervir en mi sangre los genes de los Julios, o de los Claudios, que menudo lío matrimonial...




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Roma. Temporada 1

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Me sobraba tanto tiempo en la canícula de las vacaciones que me puse a ver de nuevo “Roma”, la que decían -con cierta sorna- que era “Los Soprano” con sandalias de la HBO. La sangre ya no la ponían los mafiosos, sino los legionarios, y las tetas ya no las pechugonas del Bada Bing, sino las múltiples esposas y amantes de los senadores.

Recuerdo que en su día compré “Roma” por muchas denarios en las rebajas de El Corte Inglés, pero luego vino la Edad de Oro de la televisión y ya no hubo tiempo de recuperarla. Vivimos sepultados bajo tal aluvión de series -ya todo digital y platafórmico- que los viejos DVDs se parecen cada vez más a la cerámica de la abuela, o a las cuberterías de nuestros padres: adornos muy caros, pero ya inservibles, que rellenan las estanterías del salón. 

Hay tres series que conviven en “Roma” como había tres usos en el lubricante “Tres en uno” y tres dioses distintos pero uno solo verdadero en la Santísima Trinidad. (Dos inventos, por cierto, que no conocieron los romanos de la serie porque nunca vieron los anuncios de la tele y porque al vivir antes de Cristo no escucharon las teologías de los obispos). 

La primera línea argumental es la que cuenta el ascenso y asesinato de Julio César, el general que quiso ser cónsul vitalicio y terminó creyéndose un dios inmortal. La historia nos la sabemos, pero los actores son tan cojonudos, y los denarios de la HBO son tan excesivos, que uno queda atrapado por el drama mil veces visto. 

La segunda trama de “Roma” es la ciudad propiamente dicha: el costumbrismo de sus gentes, como si la recorriera Labordetus Máximus con su mochila. Es el día a día del trabajo, de la justicia, de la mugre, de las pintadas en la pared... Es muy educativa. Mola mazum, pero no tanto como la tercera pata del banco, que son las argucias de estas mujeres romanas que privadas del poder público medraban en sus casas para traicionar al marido, sostener al amante o aupar al hijo a un cargo de relevancia. El ostracismo político ellas lo convirtieron en un matriarcado silencioso. A cada repudio matrimonial, a cada hostia recibida, a cada violación sufrida en la alcoba, ellas respondían con un veneno deslizado en los oídos o en las copas.




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The Crown. Temporada 4

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Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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The Crown. Temporada 3


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La tercera temporada de “The Crown” empieza con una relación condenada al fracaso que al final termina bien. La primera vez que el primer ministro Harold Wilson visita el palacio de Buckingham, la reina Isabel le recibe con la antipatía que se merece un socialista que viene a tocarle un poco las narices. La reina, por supuesto, se siente más cómoda con los ministros conservadores, que no amenazan los presupuestos de la casa real, y además comparten su afición por los caballos, la caza del zorro y el whisky de malta en la sobremesa. Harold Wilson, además, llega al poder en plena crisis de los espías infiltrados -Kim Philby y su alegre pandilla-, y hay quien asegura que Wilson trabaja en secreto para los soviéticos, y que en dos meses Inglaterra va a convertirse en un satélite de Moscú, y que los Windsor van a ser desterrados a una isla del Pacífico -de la Commonwealth, eso sí- a picar piedra y a recoger cocos en la playa.

    Luego, con el transcurrir de las desgracias, la reina y Harold Wilson cultivarán una simpatía personal que al salir de las audiencias privadas tendrán que esconder ante los suyos, ella para no dar mal ejemplo, y él para no perder el voto de los obreros.



    A mitad de temporada, para poner el contrapunto, “The Crown” pasa a contarnos la historia de una relación condenada al éxito que al final termina en gritos y jaleos. La princesa Margarita y el conde de Snowdon  parecían ciertamente destinados a amarse, a follarse hasta perder la salud entre las sábanas de seda. A ser una sola carne dentro y fuera de los dormitorios reales, porque son dos seres idénticos: vividores y excesivos, guapetones y egocéntricos. Y quizá por eso, por ser idénticos, terminan por repelerse de muy malas maneras, como partículas de alta energía que cuando chocan no se funden, sino que rebotan produciendo mucho estruendo y muchas lamentaciones.

    La última relación extraña de la temporada es la que me une a mí con el príncipe de Gales. Tengo una amiga que cada vez que le hablo de “The Crown” me advierte: “De tanto ver a los Windsor, vas a terminar simpatizando con ellos”. No, jamás, le respondo. Mis cimientos republicanos son sólidos, y además, en treinta episodios, no he encontrado a nadie que despierte una simpatía personal. El exrey Eduardo VIII parecía un buen candidato, al principio, por libertino y poco dado a las formas. Pero al final resultó ser un nazi que simpatizaba con Hitler y quedó descartado. Sólo con el personaje del príncipe Carlos -insisto, con su personaje, que a saber cómo será el pájaro en libertad- he sentido el palpitar de una identificación personal. Su timidez, su torpeza, sus ganas de estar siempre en otro lado... Su afán de no figurar, y de volverse invisible, cuando figura. La certeza absoluta de llevar una vida equivocada pero ineludible, para la que no se tiene ni el carácter ni la ilusión.



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