Open Range

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De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.



    Los vaqueros, en las películas de nuestra infancia, eran unos pendencieros que se pasaban el día en el saloon, jodiendo, o jodiendo la marrana, más borrachos que sobrios, más desafeitados que aseados. Los vaqueros venían de la nada, y se dirigían a ningún lugar. Sólo pasaban por allí  a vengarse de alguien, o a cobrar una deuda, pero en nuestra estulticia nunca nos preguntábamos de qué vivían realmente, salvo que vinieran de asaltar un banco, o de encontrar oro en el Yukón, en un golpe de fortuna. Éramos tan cortos -o yo al menos era tan corto- que nunca se nos ocurrió pensar que la palabra vaquero venía de vaca. Pero aunque lo hubiéramos pensado, no nos hubiéramos creído que esos jichos de la pistola, esos prestidigitadores del tiroteo, se dedicaran verdaderamente, pasado el fin de semana, a cuidar vacas en el monte, ataviados con la boina y la cachava.

    Ni cuando aprendimos nuestras primeras faunas en inglés, y leímos aquello tan evidente y tan flagrante de cowboy, caímos en el quid de la cuestión, y yo creo que acabé por enterarme muchos años después gracias a Río Rojo, la película de Howard Hawks, que iba de unos vaqueros que, sorprendentemente, aunque apuestos y machotes, se ganaban la vida guiando ganado por las praderas del Medio Oeste. Quizá, si de aquella hubiéramos visto películas tan ilustrativas como Open Range -que al menos se molesta en explicar el conflicto socio-laboral que desemboca en los tiroteos-, hubiéramos aprendido mucho antes que los vaqueros, cuando llegaban al pueblo a medio hacer, y entraban en el saloon tras atar a sus caballos, venían deslomados de estar trabajando todo el día, oliendo a mierda de vaca y a sangre de las manos desolladas. Una comparecencia muy poco romántica, muy poco glamorosa, que en las películas de antes preferían disimular con el montaje, y con músicas de misterio.



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Trece días

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Desde que Jesús anunció que regresaría cuando llegara el Fin de los Tiempos, cada generación ha vivido con el miedo -o con el cachondeo- de ser la última sobre la faz de la Tierra. Los profetas locos del Jordán engendraron estirpes que no han parado de dar el coñazo en los monasterios medievales, en los páramos americanos y en las páginas idiotas que ahora abundan por internet.

    Mi generación acaba de vivir un simulacro del fin del mundo, pero el coronavirus, a fecha de hoy, no parece ser el motivo que provoque el temido Advenimiento de Jesucristo. Mientras tanto, en las páginas de la purria, alguien nos recordó hace un par de semanas que el calendario de la Mayas tenía correcciones, segundas interpretaciones, y que el mundo iba a pegar un gran petardazo en forma de misil perdido de Uzbekistán, o de asteroide no detectado por los radares. No sé: nos hemos reído mucho con la tontería, aunque menos que la otra vez, que hasta hicimos una película sobre el 2012 que era una mierda pinchada en un palo. A tal bulo, tal honor.




    De milenarismos estúpidos está la historia llena, pero sólo la generación de nuestros padres puede afirmar, a ciencia cierta, que estuvo a punto de ser la última que viera un amanecer. Y es curioso, porque los libros de Historia sobrevuelan ese episodio crucial de 1962 como una anécdota más de los tiempos modernos, a la altura de los devaneos sexuales de Kennedy, o del zapato de Jrushchov en la asamblea de la ONU. Es posible que Trece días, la película, se permita algunas licencias narrativas, pero no miente cuando afirma que los huevos de todos los implicados estuvieron dos semanas sin descender de la garganta, con serias repercusiones para su salud física y mental.

    Al final, los perros rabiosos no llegaron a morder, y las gentes sensatas firmaron tablas en la partida de ajedrez. Después de tanto agobio y tanto miedo, la película termina con una escena jolgoriosa -pero suprimida- del presidente Kennedy pegándose un buen revolcón con alguna de sus amantes, para desestresar. Es mejor no pensar qué hubiera sucedido con la Crisis de los Misiles si los halcones de la Casa Blanca hubieran encontrado a otro presidente más receptivo…



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Joker


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Las librerías, desde que vivimos en el desamparo, dedican muchos metros de pared al tema de la autoayuda. Los libros que allí habitan prometen el cambio, la mejora, la redención de los pecados, si seguimos a rajatabla el recetario prescrito en su interior.

    Ante tal profusión de manos tendidas que salen de las estanterías, convendría recordar que hace más de dos mil años, en la antigua Grecia, Sócrates dijo que el mandato principal de cada ser humano era conocerse a uno mismo. Nada más. No habló de superarse, de transformarse, de introducirse en el libro de algún capullo- o de alguna capulla- para pasar de gusano a mariposa, de bicho arrastrado a pájaro volador. El filósofo encontró la paz del espíritu en la aceptación, en el reconocimiento sereno ante el espejo, que es la autoayuda más jodida, pero también más eficaz, a la que uno puede encomendarse.



    Arthur Fleck, antes de convertirse en el Joker, era un ser infeliz y neurótico. El abuelo Sigmund decía que la represión sexual era la principal causante de las neurosis, pero se le olvidó citar, en su viejoverdismo obcecado, que la distancia entre lo que uno es y lo que uno pretende ser, cuando se vuelve insalvable, también deja majareta al desgraciado más pintado.

    Estando como una puta cabra desde que tenía uso razón, Arthur Fleck soñaba con ser normal, o con llevar una vida normalizada, cuidando de su madre querida, acostándose con alguna vecina simpática, y desarrollando su carrera de cómico en los clubs nocturnos junto a la maravillosa señora Maisel… La chotadura de Arthur Fleck no le desconectaba del todo de la realidad, y aunque sufría episodios que lo elevaban por encima de las nubes, en cada aterrizaje y en cada hostiazo contra la realidad, Arthur podía reconocer que las piezas reales e irreales del puzle no terminaban de encajar.



    Y de pronto, llega el desamarre definitivo. Privado de psiquiatras y de antipsicóticos porque el gobierno ha decidido que es mejor comprarse unos tanques nuevos que prevenir la locura, Arthur Fleck se mirará una mañana ante el espejo de Sócrates, se descubrirá libre de cadenas, y se marcará un bailoteo siniestro que es el regocijo puro de quien se ha aceptado a sí mismo y ya vuela libre  de sacos de arena, como un globo de colores que asciende sin parar. La desgracia supina para los habitantes de Gotham es que Arthur Fleck, socratizado, conocido a sí mismo, es un psicópata de tomo y lomo que ya no le teme ni al remordimiento ni a la moral. Sólo a Batman, en el futuro, cuando Bruce Wayne crezca un poquito y se construya el gimnasio molón en la batcueva de su palacio.
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Parásitos

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Los pobres olemos a sopa de sobre y a ropa del Carrefour. Olemos a marca blanca, a ambientador de garrafón, a desodorante con descuento. Olemos a precariedad, a billetes contados, a salir del paso cuando rulamos por las estanterías. Olemos, casi todos, en este ciclo de la vida tan poco Hakuna y tan poco Matata,  a algo no muy distinto a lo que olíamos en nuestra infancia, porque los olores son persistentes, nos impregnan, y quizá seguimos siendo pobres en un esfuerzo inconsciente que no es pereza, ni derrotismo, sino pura coherencia, porque el olor a ricos nos extrañaría mucho al abrir nuestros armarios, o descubrir comidas raras en el frigorífico.



    Desde las lluvias de la infancia, el olor a pobres forma parte de nuestras aguas subterráneas, y  siempre aflora con el sudor del esfuerzo, y con el calor del verano. Cuando estamos entre pobres, nos disimulamos los unos a los otros, y nuestras pituitarias se reconocen hermanas de la misma clase, proletarias, aunque siempre desunidas. Pero basta con ascender un escalón o dos en la escala social -en la invitación de un amigo, o en la boda de un triunfador- y el olor te delata al instante como un intruso, como un extranjero fuera de lugar. Los que ganan la pasta gansa son animales instintivos, muchas veces despiadados, y esto del olor es un asunto primordial para ellos. Son bestias de morro afilado que huelen al pardillo, al tímido, al estafable. A la víctima. Al pobre. Nos detectan por mucho que disimulemos, por mucho que vayamos vestidos y perfumados para la ocasión. Nosotros mismos, en el alto copete, nos sentimos incómodos, y nuestra nariz no para de ventear, incómoda, como la de un perrete desubicado.

    A mí me han olisqueado dos veces en mi vida, literalmente, con cara de asco, como les sucede a estos coreanos desdichados de la película. Dos humillaciones olfativas, en la adolescencia, de dos madres que recelaban de mi amistad con sus hijos estupendos. Compañeros de colegio privado, exclusivo, donde los hijos de la burguesía aprendían los buenos oficios y las malas artes. Donde también estudiábamos, clandestinos, los cuatro chavales que veníamos de la barriada a demostrar que también podíamos clavar las integrales, y entender las sutilezas de Platón. Fue hace más de treinta años, en otra ciudad, al otro lado de las montañas, pero conservo esa sensación humillante como recién guardada en la nevera.

    Será que soy un bolivariano rencoroso, pero hoy, mientras veía Parásitos, he recordado aquellos versos  que cantaba Serrat: "Entre esos tipos y yo hay algo personal".



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La Unidad

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Aquí, en la Pedanía, hay un musulmán que hace sus recados con una furgoneta blanca decorada con suras del Corán. O eso es, al menos, lo que Yusuf explica con una sonrisa tranquilizadora cuando alguien le pregunta. En la Pedanía no hay nadie más que maneje el árabe a no ser su señora, claro, que es argelina y bastante invisible, así que nos fiamos de lo que él nos diga, a cien kilómetros del traductor más cercano.

    Pero claro: podrían ser suras que cantan al amor universal o suras que claman por iniciar la yihad en el entorno rural. Quién sabe, con esa caligrafía tan ajena a la escritura de los romanos… Pero yo, conociendo al personaje, vivo bastante tranquilo, la verdad. A Yusuf me lo cruzo a veces, cuando saco al perrete cerca de su casa y él sale con la furgoneta para ir el mercado, a vender sus baratijas, y sus cachivaches, y siempre me saluda con una sonrisa franca, cordial, que se adivina entre la espesura de la barba  Lo que el fútbol unió, que no lo separe el hombre. Y de fútbol hubo una época, cuando sus hijos aprendían conmigo los rudimentos, que hablábamos largo y tendido, diseccionando el cruyffism que a mí me amargaba la vida y a él se la endulzaba, con aquellas innovaciones tácticas que eran el no va más de la época .



    Quién sabe: quizá Yusuf nos toma el pelo y el texto que decora su furgoneta no es más que una broma para echarse unas risas en la intimidad, “tonto el que lo lea”, o “me parto el culo, si pensáis que llevo explosivos ahí atrás”, cosas así. Me imagino que algún vecino asustado, o que no le conociera lo suficiente, llamó en su día a la Policía Nacional para que vinieran a echarle una foto a la furgo, y enviar el texto a una traductora como éstas que salen en la serie La Unidad, con hiyab, y ojos muy negros, sentada en alguna oficina muy chula y acristalada de Madrid. Si esa mujer hubiera descubierto una sura incendiaria, binladeniana, a buen seguro que aquí se hubiera presentado hasta el Ministro del Interior, viendo cómo se las gastan estos tipos y tipas de La Unidad, con los geos, los coches patrulla, los helicópteros dando vueltas sobre el cubículo secreto, en un alarde de medios que desmiente -digo yo- lo que debería ser una operación ultrasecreta, de cuatro agentes de la hostia muy selectos y muy silenciosos. Pero doctores tiene la Iglesia…

    Pero nunca se vio a nadie, por estos entornos, montando una escena de película o de serie de Movistar en la casa de Yusuf. Y aquí, las ancianas, no se apean de las ventanas, ni de los huertos, y lo escuchan todo incluso de noche.



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Misterioso asesinato en Manhattan

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En su libro de memorias, Woody Allen -antes de enredarse en el morboso asunto que nos llevó a comprarlo-, cuenta anécdotas muy divertidas sobre cómo era su vida de niño, en Brooklyn, en una familia de currantes y buscavidas que parece sacada de un cómic de la época. Como la familia Trapisonda, la de aquí, la que dibujaba Francisco Ibáñez en el Pulgarcito y cuyas desventuras yo leía sin entender la crítica social que traía loca a la censura.

    Woody Allen cuenta que de niño, en los cines de su barrio, vivía fascinado con las películas que transcurrían en los áticos de la clase alta, de techos altísimos y pianos colocados en un altillo. Apartamentos de ensueño donde Fred Astaire y Ginger Rogers bailaban sorteando criadas, y criados, y mesas con champán, y amigos ociosos de la burguesía que siempre iban vestidos de etiqueta, como si nunca se cambiaran de ropa entre que venían de un teatro y se iban a una fiesta de alto copete. Allen dice que ésa es la vida que le gustaría haber vivido, decadente, golfa, como la que vivía Jep Gambardella en La Gran Belleza, suspendido veinte pisos por encima de la realidad, frente al Circo.



    Y hoy, mientras veía Misterioso asesinato en Manhattan, he descubierto, por primera vez, como un cinéfilo poco avispado que necesita las inteligencias masticadas, que los personajes de sus películas también viven otra vida ideal y envidiable que quizá sea la extensión filmada de aquellos asombros de su infancia.

    Aquí, en los asesinatos de Manhattan, y en otro montón de películas por el estilo, todo el mundo trabaja en artes creativas que satisfacen el ego y ensalzan el espíritu, y no hay nadie que se gane la vida limpiando retretes o conduciendo taxis mugrientos. Todos estos urbanitas de Woody Allen son escritores, o fotógrafos, o críticos de cine, o profesores de universidad. Pero lo más maravilloso es que nunca se les ve trabajando, como si estuvieran de vacaciones perpetuas, o fingiendo una baja laboral, o como si sus empleos fueran de ocho a diez de la mañana para poder pasar el resto del día yendo al Madison Square Garden, o a la ópera, o a tomarse un cóctel en el último bareto de moda.

    O persiguiendo criminales en excitantes aventuras que ponen un poco de picante en sus vidas, y que estimulan el sexo en las camas matrimoniales que ya van quedándose algo frías.


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Bailando con lobos

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Yo también fui un teniente Dunbar de la vida. Cansado de pelear en las trincheras, solicité un puesto en los Límites de la Pedagogía, donde casi nadie quería aventurarse. Sólo los locos, o los inadaptados, o los rarunos de cojones.

    Hace 21 años llegué a la Pedanía en un coche que ahora parecería un carromato de los colonos. La Pedanía, como el Fort Sedgewick de la película, era la última frontera educativa, con ese colegio que es como un OVNI aterrizado en mitad de un extrarradio. Pero luego descubrí que también era una frontera geográfica, sociológica incluso, el último bastión de las tierras civilizadas, más allá de las cuales sólo se extendían los viñedos y las montañas. Hasta llegar al mar… La última gran ciudad quedaba justo a mis espaldas, pero lo suficientemente lejos como para no oírla, y no sentirla, bulliciosa y fea, agresiva, llena de peligros para los incautos como yo. Descubrí, gozoso, que la Pedanía era el último claxon de los coches y el primer piar de los pájaros. La primera noche que dormí en ella también dancé alrededor de un fuego imaginario, y luego me tumbé a contemplar las estrellas, que hacía años que no contaba con los dedos de los pies, ayudando en la tarea.




    Yo, como el teniente Dunbar, también tuve que entenderme poco a poco con los indígenas, que hablaban mi idioma, sí, pero con un acento particular que siempre me obligaba a preguntarles las cosas dos veces. Los oriundos eran gentes sencillas, laboriosas,  que me miraban con gran curiosidad. Yo traía las bolsas llenas de libros y de películas, que eran artículos extraños y misteriosos, porque allí todo el mundo usaba las bolsas para traer lechugas de la huerta, y conejos de las cacerías. Cuando corrió la voz de que yo me pasaba el día tumbado en el sofá, a mi rollo, con una antena parabólica que me suministraba los regocijos, los lugareños me bautizaron como Disfrutando con Películas, y a mí, lejos de parecerme mal, casi me dio por ponerlo en una placa a la entrada de casa, como un título de abogado, o de dentista.

    No sé… Supongo que cuento todas estas chorradas, todos estos paralelismos idiotas, para no confesar -o confesar casi en la última línea- que ayer volví a llorar viendo Bailando con Lobos. “Esta vez no”, me dije. Pero no hay manera. Jodío Calcetines… Jodía banda sonora… Y jodío Cabello al Viento…

    "Soy Cabello al Viento ¿no ves que soy tu amigo, que siempre seré tu amigo?” Lagrimones, a las doce y media de la noche, como gotas de lluvia que tardarán mucho en volver a caer, porque justo a esa hora entraba el maldito verano en el calendario.



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Thelma y Louise

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La primera vez que vi Thelma y Louise, en un cine de León, en una pantalla que magnificaba los paisajes del suroeste americano, salí del cine con cara de abobado, y con un nudo en la garganta, claro. La película era… cojonuda. Un clásico instantáneo. Ridley Scott parecía un tipo nacido en Oklahoma, y no en Inglaterra, y se movía como pez en el agua -o mejor dicho, como serpiente en pedregal- por esos desiertos petrolíferos. Pero sobre todo, se movía con maestría por los desiertos morales de los hombres, que la guionista de la película, Callie Khouri, dejaba abrasados bajo el sol. Por donde cabalgaban sus palabras, no volvía a crecer la hierba de un hombre decente.



    Sólo el personaje de Harvey Keitel, el único hombre justo que Yahvé encontró en aquellos páramos, impidió que el sur de Estados Unidos fuera arrasado por su cólera divina. Salvo este buen policía, no había ni un solo personaje con polla al que poder salvar de la quema. Unos eran directamente imbéciles, otros unos mierdas, y algunos, directamente, unos violadores. La película era como una panoplia de indeseables. Como un recuento de pecados masculinos, unos más veniales y otros mortales de necesidad.

    Thelma y Louise fue la película del año, con el permiso de Hannibal Lecter. Resonó en todas las tertulias de la radio, y en todas las tertulias de los provincianos. Mis compañeras de Magisterio llevaban pegatinas de Thelma y de Louise en sus carpetas para los apuntes… Fue el pistoletazo de rebeldía para muchas mujeres que vivían atadas a la cocina, y a los churumbeles. Thelma y Louise fue la reina del videoclub, el estreno anunciadísimo en las cadenas generalistas, y yo la vi varias veces en Canal + con sus voces originales, y con sus subtitulicos de gafapasta.


    Hacía, no sé, quince años que no veía la película. Y sin embargo la recordaba casi en cada escena, en cada diálogo. Hay películas que se graban a fuego y otras que se esfuman al día siguiente. A veces es lógico, y a veces es un gran misterio… Serán la cosas del #MeToo, o que la película es muy buena, o las dos cosas a la vez, pero estas dos mujeres, Thelma y Louise, aunque todos sabemos que al final se despeñan por el Gran Cañón, todavía rulan por las carreteras, con la melena al viento.



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