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El tercer hombre

🌟🌟🌟🌟🌟

Este verano, después de visitar la casa de mi abuelo Sigmund en Viena, espero tener tiempo libre para recorrer los escenarios de “El tercer hombre”. Los que queden en pie, claro, porque ya han pasado tres cuartos de siglo y en la película se ve mucha actividad en segundo plano de obreros que desescombran.

El paseo será una obligación para el turista y un placer para el cinéfilo. He averiguado incluso que existe un museo dedicado a la película, con carteles originales y objetos que se usaron en el rodaje. Y en el altar mayor, como un dios que lo ilumina todo, la cítara con la que Anton Karas tocó aquella música inolvidable. Para los cinéfilos de provincias primero existió la música de “El tercer hombre” y luego ya la película, que veríamos por primera vez, supongo, en algún ciclo para gafapastas que patrocinaba la Caja de Ahorros. 

No me extraña que los vieneses le tengan tanto cariño a “El tercer hombre”. Al menos sale Viena, aunque un poco inclinada y fantasmagórica, y no como sucede en otras películas que la IA incluye en su lista de “Películas rodadas en Viena”, y que luego resulta que lo que se ve es mínimo, o acelerado, de tal modo que si luego descubrieras en IMDB que las localizaciones pertenecen a Palencia o a Pernambuco no te sorprendería en absoluto. 

Pero “El tercer hombre” no: aquí no hay trampa ni cartón. El portal donde se escondía Orson Welles con su gato zalamero todavía sigue ahí, en una calle de nombre impronunciable como todas las de Viena. Habrá que echarle una fotica, por supuesto. También permanece en pie el hotel donde se alojaba, y un par de cafés que son centrales en la trama. Habrá, por supuesto, que recorrer la avenida del cementerio por donde Alida Walli paseaba su desdén, y después, si no te atracan a mano armada en la taquilla, subirse a la noria del Prater donde Orson Welles veía a los hombres como puntitos rentables y prescindibles, tal como hacen los empresarios que ponen sus nidos carroñeros en lo más alto de los edificios.




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Bailando con lobos

🌟🌟🌟🌟

Yo también fui un teniente Dunbar de la vida. Cansado de pelear en las trincheras, solicité un puesto en los Límites de la Pedagogía, donde casi nadie quería aventurarse. Sólo los locos, o los inadaptados, o los rarunos de cojones.

    Hace 21 años llegué a la Pedanía en un coche que ahora parecería un carromato de los colonos. La Pedanía, como el Fort Sedgewick de la película, era la última frontera educativa, con ese colegio que es como un OVNI aterrizado en mitad de un extrarradio. Pero luego descubrí que también era una frontera geográfica, sociológica incluso, el último bastión de las tierras civilizadas, más allá de las cuales sólo se extendían los viñedos y las montañas. Hasta llegar al mar… La última gran ciudad quedaba justo a mis espaldas, pero lo suficientemente lejos como para no oírla, y no sentirla, bulliciosa y fea, agresiva, llena de peligros para los incautos como yo. Descubrí, gozoso, que la Pedanía era el último claxon de los coches y el primer piar de los pájaros. La primera noche que dormí en ella también dancé alrededor de un fuego imaginario, y luego me tumbé a contemplar las estrellas, que hacía años que no contaba con los dedos de los pies, ayudando en la tarea.




    Yo, como el teniente Dunbar, también tuve que entenderme poco a poco con los indígenas, que hablaban mi idioma, sí, pero con un acento particular que siempre me obligaba a preguntarles las cosas dos veces. Los oriundos eran gentes sencillas, laboriosas,  que me miraban con gran curiosidad. Yo traía las bolsas llenas de libros y de películas, que eran artículos extraños y misteriosos, porque allí todo el mundo usaba las bolsas para traer lechugas de la huerta, y conejos de las cacerías. Cuando corrió la voz de que yo me pasaba el día tumbado en el sofá, a mi rollo, con una antena parabólica que me suministraba los regocijos, los lugareños me bautizaron como Disfrutando con Películas, y a mí, lejos de parecerme mal, casi me dio por ponerlo en una placa a la entrada de casa, como un título de abogado, o de dentista.

    No sé… Supongo que cuento todas estas chorradas, todos estos paralelismos idiotas, para no confesar -o confesar casi en la última línea- que ayer volví a llorar viendo Bailando con Lobos. “Esta vez no”, me dije. Pero no hay manera. Jodío Calcetines… Jodía banda sonora… Y jodío Cabello al Viento…

    "Soy Cabello al Viento ¿no ves que soy tu amigo, que siempre seré tu amigo?” Lagrimones, a las doce y media de la noche, como gotas de lluvia que tardarán mucho en volver a caer, porque justo a esa hora entraba el maldito verano en el calendario.



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