Dos hombres y medio. Temporada 2

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Joan Manuel Serrat tiene una canción que es, más que una canción, un poema. Y más que un poema, un sueño de vida. En Seria fantàstic, Serrat enumera un manojo de sueños e imagina la vida fantástica que le gustaría vivir si el mundo fuera como está mandado: una existencia sencilla, de gentes amables y respetuosas, donde reina el instinto bien entendido, y puedes mearte de la risa. Y al final ganan los mejores, y heredan los desheredados. Y donde puedes ir distraído por cualquier sitio, que es un verso maravilloso de la canción, y que es una cosa que a mí me vendría de puta madre, de lo que bobo que voy siempre por ahí.



    Y ya sé que no tiene mucho que ver, una cosa con la otra, y que quizá, en la búsqueda forzada de este folio, hago una asociación de ideas entre Malibú y Barcelona con la única coincidencia de que ambas tienen un mar tras las ventanas. Pero hoy, mientras veía los episodios de su segunda temporada, me ha dado por pensar que Dos hombres y medio, a su modo cachondo y puñetero, también es la confesión de una vida soñada. La de sus guionistas, quizá, que vuelcan en ella la existencia que les hubiera gustado llevar. Y a quién no, nos ha jodido...

    Hoy me he dado cuenta, después de ver un porrón de episodios, que esa vida del pariente lejano de Serrat, Charlie Harper, también músico, pero afincado a orillas del Pacífico, es una vida como traída del Paraíso. Como si todos los personajes estuvieran muertos en realidad, pero aún no fueran conscientes de vivir en un Cielo con palmeras.  No es sólo que Charlie Harper nunca le de un palo al agua, o que sólo tenga que sonreír para conquistar a las mujeres de bandera. Es que nunca ves a ninguno de sus parientes haciendo algo provechoso: su hermano nunca trabaja, el crío nunca hace los deberes, su cuñada se pasa el día tramando enredos... Sólo la criada que le limpia la casa, y sin mucha prisa además, parece que hace algo productivo en las escenas.

    Todos los personajes de Dos hombres y medio están durmiendo, o follando, o viendo la tele, o relajando el body en la terraza, frente al mar. No existe la comida sana en casa de Charlie Harper. Todos beben café, o coca-colas, o refrescos energéticos a cualquier hora, y nadie engorda, ni se pone de los putos nervios con la cafeína. Y todos tienen, además, la envidiable capacidad de soltar siempre la frase exacta, la más divertida, la que venía justamente a cuento y no otra, para dejar al imbécil, o la impertinente, con la cara congelada. Esa gracia caía del Cielo que a otros siempre se nos ocurre media hora después, o jamás, y que nos reduce a la miseria cotidiana de los don nadies que vemos la serie.

    Seria fantàstic…



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La mentira de Lance Armstrong

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La mentira de Lance Armstrong es un documental que contiene varias películas en su metraje: la del enfermo de cáncer, la del superciclista de Marvel, la del mentiroso compulsivo... Y por último, la del arrepentido que se entrega en la comisaría de Oprah Winfrey. Las andanzas de Lance Armstrong -que además siempre ha tenido la chulería retadora de un vaquero de Texas- recorren varios géneros cinematográficos, y por eso me permito la licencia de incluirlas en estas cinefilias, que además son mías, y libérrimas, porque casi nadie las lee, y los polos opuestos del muy leído y del nada leído se juntan en estas autonomías.



    Recuerdo, como aficionado al ciclismo, las primeras andanzas de Lance Armstrong en el pelotón. Era un americano bragado, con dos cojones, implacable en las carreras de un día, pero incapaz, en las grandes vueltas, de subir los puertos con los mejores. Un buen corredor, excelente incluso, campeón del mundo de fondo en carretera, pero de ningún modo el sucesor de Greg Lemond, su compatriota que conquistaba los Tours. Un ciclista más, Lance Armstrong, en la memoria de los aficionados, sino fuera por el cáncer inesperado que casi lo mató, y del que regresó convertido en un ciclista completamente diferente: un cocodrilo de las alturas, un Fitipaldi de las contrarrelojs, el conejo Duracell en los llanos interminables… Un cambio radical. Un héroe de cómic. Un moribundo que tras someterse a una dosis excesiva de radiación se había convertido en una máquina perfecta de pedalear, Pedalmán, o Megapulmón, el 5º Fantástico del grupo.

    Un periodista de la época dijo. “O es la mayor hazaña de la historia del deporte, o es el mayor engaño de la historia del deporte”. Y al final, como muchos sospechaban, fue lo segundo. Unos tenían pruebas de su trapicheos, pero no cantaban, y sólo confesaron cuando llegaron los federales con sus placas, como en las películas. Otros, los enfermos que tomaron a Lance Armstrong por un mesías, rezaban todas las noches para que los rumores sólo fueran eso, rumores. Y otros, sin pruebas, y siempre desconfiados de los predicadores, y de los resurrectos, teníamos muchas ganas de que sus trapicheos con la EPO se demostraran de una vez. Porque a algunos, en el fondo, para qué engañarnos, nos jodía mucho que el Tour de Francia se llenara de banderas americanas en las curvas de los puertos míticos.

    Casi todo el pelotón iba hasta las cejas en aquella época, eso es verdad. Pero el americano las llevaba siempre a la moda. El alumno aventajado, y el más mentiroso.



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Rebeca

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Lo que no se dice en Rebeca, porque estamos en 1940 y bastante se insinúa ya sobre la lascivia de esta mujer, es que la primera señora de Winter, cuando su marido y sus amantes se iban a jugar al golf, aprovechaba para calzarse también al ama de llaves, a la famosa señorita Danvers, que ahora, al inicio de la película, vaga por Manderlay como alma en pena, y como cuerpo sin éxtasis.

    Lo primero que uno piensa de Rebeca de Winter, aparte de ser una bisexual intolerable para la época, es que iba tan burra que lo mismo se acostaba con hombres apuestos de la jet-set que con mujeres feuchas de la servidumbre. Cualquier cosa, con tal de apagar el fuego que la abrasaba. Pero quién sabe: tal vez, en la precuela de Rebeca que nunca se rodará, pero que a mí me apetecería mucho ver, la señorita Danvers era una mujer jovial, cantarina, enamorada del mundo, incluso guapa, y seductora, que al entrar en tratos con su divina señora transfiguraba su rostro, y sonreía a los pájaros en el alféizar de su alcoba, tras las marejadas del amor.



    Quizá el odio que destila la señorita Danvers hacia su nueva señora sólo es eso,  desinterés sexual. Nada personal. La certeza de que con esa poquita cosa de Joan Fontaine -aunque un día improbable se pusieran al asunto- nada iba a ser como antes, en el tálamo clandestino. O quizá está pirada de verdad, la señorita Danvers, como se insinúa en la película para tranquilidad de las beatas, y respiro de los pacatos, y ella se encuentra con fantasmas imaginarios por los pasillos de la mansión: el de Rebeca, y el de sus besos, y a toda la reata de señoras de Winter que allí vivieron en los siglos anteriores, vestidas con sus cosas estupendas.

    No sé: son teorías sexuales que yo me monto para aplacar el aburrimiento. Y el sentimiento de culpabilidad, porque de nuevo, ante el clásico incuestionable y venerado, me he sentido un cinéfilo de Tercera División. El farsante provincial de toda la vida… Sólo el tramo final de Rebeca ha despertado mi sensibilidad de garrulo. El resto ha envejecido mal, muy mal. Música entrometida, transparencias lamentables, diálogos de merluzos, comportamientos caprichosos… Menos mal que esto no es un blog de cine, sino un diario camuflado, y que para pastorear almas sensibles ya existen otros foros por ahí.



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El misterio von Büllow

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Cuentan por internet que Jeremy Irons, para encarnar a Claus von Bülow y mantener el misterio de su culpabilidad, interpretaba algunas escenas con cara de asesino y otras con cara de inocente. Ayer, que volví a ver la película, me fijé en el truco, y el efecto es realmente escalofriante. Nadie en estos últimos treinta años de cinematografía ha vuelto a fumar los cigarrillos como Jeremy Irons en El misterio von Büllow. A veces parece un nazi de las películas bélicas; otras, un aristócrata decadente de Visconti; y otras, en los momentos de mayor fragilidad, solo un pobre hombre azotado por el reverso de la fortuna. Esa manera de sostener el cigarro entre los dedos y de sopesar entre el humo a su interlocutor, merecía el Oscar de sobra. Aristocráticamente de sobra…



    ¿Claus von Büllow intentó realmente asesinar a su esposa? En el primer juicio, un tribunal le declaró culpable: poco después, refutadas ciertas pruebas, otro tribunal le declaró inocente. O, al menos, dictaminó que existían muchas dudas. Supongo que todos los que hemos visto la película nos moriremos con el interrogante. Sunny von Büllow nunca despertó del coma, y murió hace años en la habitación privadísima de un hospital. Claus, su marido infiel, dejó este mundo justo el año pasado, antes de estas movidas coronavíricas. Las únicas dos personas que saben lo que ocurrió de verdad en aquella madrugada ya no pueden hablar.

    De todos modos, El misterio von Büllow tiene una trama más interesante que la meramente detectivesca: la historia del abogado defensor de Claus, el archifamoso Alan Dershowitz. Un abogado progresista, liberal, al que los ricachones de yate y mansión le caen básicamente como el culo. Claus es rico, es un jeta, tiene aires de superioridad, y además es muy probable que se merezca los treinta años de cárcel que le impuso el primer tribunal. No es, ni de lejos, un “caso Dershowitz”, de esos que sientan jurisprudencia para defender al ciudadano humilde. Y sin embargo,  Dershowitz lo acepta.

    Su personaje, en la película, dice que un abogado fetén tiene que aceptar desafíos que vayan contra su naturaleza. Seguramente, la verdad sea mucho más pedestre: Dershowitz, a von Büllow, le cobró lo que no estaba en los escritos para redistribuir un poco mejor la riqueza de los americanos.



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Deadpool

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Wade Wilson es un exmilitar que trabaja como soldado de fortuna para una empresa de mercenarios. Como el Equipo A, vamos, solo que en plan llanero solitario, y además en régimen de empleado, y no de autónomo, sin poder elegir libremente sus objetivos.

    Wade Wilson, además, no es humano del todo, como sí lo eran aquellos extolais del Vietnam que estaban tan mal de la cabeza. Wilson es mitad hombre y mitad mutante, y el profesor Xavier, el general manager de los X- Men, le tiene echado el ojo desde hace tiempo. Lo que sucede es que las células todopoderosas de Wilson no terminan de dar el salto, de apoderarse del organismo, y sólo cuando sufra un cáncer, y decida someterse a una terapia radioactiva experimental, los genes que hasta entonces permanecían mudos en los cromosomas empezarán a expresarse, a traducirse en proteínas, y convertirán su cuerpo en una verdadera máquina de matar, y de soltar gilipolleces por la boca. Algunas graciosas y otras no, como los pimientos de Padrón.



    El superpoder de Deadpool reside en la capacidad vertiginosa de sus células para reponer cualquier tejido dañado. Lo que impide, en la práctica, que caiga muerto en las trifulcas con los malos. Habría que partirle en mil trozos, o enviar su cabeza al Polo Norte y el resto del cuerpo a Sebastopol. El superpoder está chulo y tal, yo no digo que no, y permite que el CGI de la película nos deje con la boca abierta reconstruyendo miembros y cerrando heridas como boquetes. Pero ya está muy visto. El otro día, sin ir más lejos, en El ascenso de Skywalker, Rey y Kylo Ren e imponían sus manos sobre las heridas y se dejaban como nuevos con la ayuda de la Fuerza.


    Me aburro con estos superpoderes tan trillados. A mí, lo que me molaría de verdad, es tener el don de la telequinesia. Como los chavales  de aquella película que sí era interesante de verdad, Chronicle. A mí me gustaría, con un solo golpe de ceja, ups, tirar de la silla al pesado que da voces en la terraza del bar y no me deja concentrarme en la lectura; descabalgar de la moto al cabronazo que pasa a mi lado con el tubo de escape recortado; levantar la mierda de un perro en el aire y estampársela en la cara del dueño que no ha hecho nada por recogerla.  Maldades así, de andar por casa, la mar de prácticas. Que no dan, ay, para una película del mainstream.



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Manson, los archivos perdidos

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Charles Manson, ante su rebaño, en el delirio sobre el delirio, afirmaba ser Jesucristo redivivo. O redimuerto, porque a veces uno se pierde en este puente aéreo de los evangelios. Yo me pregunto: si mueres, resucitas, te apareces ante los apóstoles, y luego, sin morir, te elevas de nuevo hacia el Cielo… ¿en qué estado de la vida o de la muerte regresas a la Tierra para señalar el fin definitivo de los Tiempos? Sí, queridos amigos, y queridas amigas: comprender el misterio de la Parusía es como comprender el misterio de Schrödinger y de su gato, aquel minino imaginario cuya función de onda aún no colapsada afirmaba que estaba vivo y muerto al mismo tiempo, para quebradero de nuestras cabezas.

    Pero da igual, todo esto, para el caso que nos ocupa. Porque Charles Manson, obviamente, estaba como una puta regadera, tomaba drogas, tenía visiones, y a veces, en la paz que prosigue al orgasmo, cuando se calzaba a una de sus adeptas de ojos trastornados, también decía -como nuestro exministro del Interior- que el diablo había venido a destruir su país. Dios los cría y el Demonio, tan juguetón, les junta en extraños diagramas de Venn…



    Si juntáramos a todos los locos que, como Charles Manson, se han creído Jesucristo en estos últimos dos mil años de espera, tendríamos para llenar varios cientos de manicomios, y ahora mismo, en la era 2.0 de internet, varios foros de iluminados. Y habrá muchos más, supongo, hasta el final de los Tiempos, cuando Jesús venga de verdad a enfrentarse al Anticristo, o cuando un virus más letal que el coronavirus arrase con todos sin darnos tiempo ni a criticar al presidente del Gobierno.

    Yo, por mi parte, en los 48 años que llevo sobre el planeta, puedo afirmar que he visto a un tipo haciendo milagros. Y no de tapadillo, para cuatro adeptos tarados, sino ante las cámaras de televisión que retransmitían su labor para medio mundo. No sé si el tipo es Jesús redivivo o Jesús redimuerto, pero desde luego forma parte de la sagrada familia. Nació en Móstoles, en 1981, en una familia tan humilde como la de Belén. Yo, de hecho, cuando mi hijo era pequeño, decía que en mi casa no poníamos belenes, sino móstoles, y nadie me entendía. El hombre-dios, por supuesto, es Íker Casillas. Yo le vi volar -no estirarse, no agigantarse, digo volar- de un palo a otro en el Sánchez Pizjuán, para pasmo de Diego Perotti, que cayó fulminado en el césped, de rodillas, lamentando el gol fallado y al mismo tiempo rezando, devoto, al nuevo Mesías.




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El tesoro de Sierra Madre

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En los primeros minutos del making off nos cuentan que el autor de El tesoro de Sierra Madre, la novela, es un tal B. Traven, cuya identidad aún es una incógnita para los historiadores del cine. Una gilipollez, obviamente, un recurso dramático a lo Iker Jiménez para montar una película de suspense tras la película de aventuras.

    Basta con venirse a la Wikipedia para encontrar al asesino que asestaba los teclazos contra el folio. B. Traven era el pseudónimo del escritor alemán Otto Feige, un hombre cuya vida, desnovelada y cruda, también daría para hacer una película cojonuda. Otto Feige soñaba con la instauración del Soviet de Baviera en los tiempos de Rosa Luxemburgo, pero fusilada la intentona -en lo metafórico y en lo sanguinario-, puso un océano de por medio y encontró refugio en México, donde había otra revolución socialista en marcha. Pero la revolución de México era mucho más confusa y polvorienta, con bandoleros que jamás habían leído a Marx ni a Engels porque muchos, entre otras cosas, no sabían ni leer.



    El tesoro de Sierra Madre es una historia ejemplar sobre los peligros de la avaricia. Porque la avaricia rompe el saco, y también los saquitos de oro donde los protagonistas de la película llevan su fortuna a lomo de los mulos. La película es socialismo pedagógico, la antítesis moral de lo que enseñaba Gordon Gekko en Wall Street, y sorprende que en 1948 los censores inflamados de anticomunismo dejaran pasar la película por el radar, quizá más pendientes de detectar una teta, o de que no se viera caer a los muertos en las balaceras.

    El tesoro de Sierra Madre es un canto  a la felicidad por encima de los bienes materiales, porque éstos, cuando garantizan el techo y el sustento, se vuelven superfluos y corrompen el alma. La película sólo yerra cuando afirma que el dinero cambia a las personas,  porque el dinero, en realidad, sólo las descubre. Les quita la pose, el disfraz, la vaciedad de las palabras que no cuesta nada pronunciar, y nos las muestra como Dios las trajo al mundo: desnudas de sencillez, o ávidas de oro.


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Los gritos del silencio

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Hasta hace dos telediarios, en el mundo civilizado -porque el incivilizado sigue más o menos igual- la historia la escribían los psicópatas sanguinarios. Los que asesinan sin piedad, ordenan exterminios o envían soldados a la muerte segura. Los que ni sienten ni padecen cuando empuñan la espada o firman el documento. Los que se cargaban, ya impacientes, al gobernante que gestionaba los escasos períodos de paz y reconstrucción. Napoleón decía que los soldados perdidos en una batalla se repoblaban con una sola noche de amor en París. Y se quedaba tan ancho, y tan bajito como siempre. En su mente sólo cabían fábricas de carne, y matanzas en los campos.



    Pol Pot era un psicópata latente, marginal, que se hubiera quedado en un bandolero de la selva si no fuera porque a Richard Nixon le sobraban unas cuantas bombas en los almacenes y decidió bombardear Camboya en plena guerra de Vietnam, sin venir mucho a cuento. Los americanos soltaron lastre sin fijarse mucho en lo que había debajo, y lo mismo destruyeron arrozales estratégicos que poblados enteros donde dormían sus cultivadores. Daba igual. Quizá Richard Nixon y su premio Nobel de la Paz, Henry Kissinger -que hay que joderse, con el premiado- también pensaron, como Napoleón, que una noche de amor en Nom Pen bastaría para restituir a esos camboyanos indistinguibles desde el aire, todos tan iguales, y tan pequeñitos, y con el mismo sombrero de paja para protegerse de los monzones.

    Pol Pot salió del corazón de la tinieblas, movilizó a una banda de asesinos que se hicieron con el poder, y una vez erizados los escaños con machetes y metralletas, decidió que había que asesinar a los que sabían idiomas, leían libros y llevaban gafas para corregir la miopía. O el astigmatismo. De esa locura, y de la locura previa que la causó, escribía el corresponsal del New York Times en Camboya, Sydney Schanberg. De eso, y de su amistad inquebrantable con Dith Pran, un periodista nativo que a pesar de serlo, tampoco entendía nada de lo que le sucedía a su país.





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