Rick and Morty. Temporada 1

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A uno de mis abuelos no le conocí, y el otro nunca me llevó a planetas extraños, ni a dimensiones desconocidas. Por no llevarme, no me llevó ni a la casa del pueblo, que ya no existía, porque lo había vendido todo de joven para venirse a la ciudad.

    Mi abuelo, en la mesa de su cocina, jugaba con las cartas al solitario. Era su matarratos habitual. Su otro pasatiempo era pasearse hasta al centro cívico para jugar a las cartas. Mi abuelo, como casi todos los abuelos del mundo, no sabía nada de probetas, de artilugios nucleares, de condensadores de fluzo para viajar por el tiempo. Qué más hubiera querido yo que tener un abuelo genial y borrachín como Rick, el abuelo de Morty, para escapar de la vida aburrida de León. Para hacerme invisible, visitar Marte, descubrir elixires que me hicieran irresistible para las chicas...  Pero mi abuelo tridimensional sólo sabía de sotas y caballos, de ases y reyes, que ordenaba sobre el hule de la cocina, o sobre la formica del centro de mayores.



    Cuando a mi hermana y a mí nos llevaban de visita, mi abuelo nos saludaba sin levantarse de la silla, nos hacía dos preguntas protocolarias sobre la salud y el colegio, y volvía a enfrascarse en sus partidas solitarias, en las que solía hacerse pequeñas trampas cuando el juego se trababa. Ahí aprendí yo esa expresión de “hacerse trampas al solitario”, que me gusta tanto para algunas cosas de la vida. Mientras mi abuela nos ofrecía unas pastas y un cola-cao caliente, mi abuelo se abismaba en la sucesión numérica de las cartas, como un enigma matemático de esos que ocupan la mente de Rick, aunque salvando las distancias, claro. Yo siempre tomé a mi abuelo por un simple sin conversación, sin mundo, sin saberes, pero quizá era yo, después de todo, el simple. Quizá, donde yo soló veía una baraja de Heraclio Fournier desgastada y desordenada, mi abuelo, justo cuando no le mirábamos, construía puertas dimensionales que lo trasladaban a otros rincones del universo donde a veces se le olvidaba la boina y a veces no, porque unas veces nos recibía con ella puesta, y otras no.


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Fat City

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En la película de John Huston, Fat City no es la ciudad de los gordos, sino la ciudad de los fracasados. Una película de losers, tan americanos, a los que aquí llamaríamos gente normal: tipos que en su juventud alimentaron sueños de arte o de deporte, pero que luego, en el momento decisivo, no tuvieron el talento, o la suerte, o la compañía, o ninguna de las tres cosas.

    Los protagonistas de Fat City son boxeadores del montón, lumpen de gimnasio, carne de cañón en los certámenes de pueblo. Los soldados del gran ejército de los fracasados, sobre los que luego se erige el triunfador que alza los brazos mientras suena “The eye of the tiger”. La montaña de cadáveres tras la batalla. Los espermatozoides fallidos de la vida. El cine ha contado muchas historias de espermatozoides con pegada de mulos que alcanzaron la gloria en el ring y luego cayeron al vacío derrumbados por los vicios. Casi siempre arrastrados por su propio carácter, voluble e irascible. Como les pasa también a estos boxeadores de Fat City, que se enredan en el alcohol, en la inconstancia, en la falda de la mujer inadecuada…, solo que ellos se pierden sin remedio antes de catar cualquier gloria.

    En las películas sobre el triunfo, los boxeadores que salen en Fat City apenas ocupan unos segundos de metraje. Son esos tipejos medio fofos y torpes que alimentan la esperanza temprana de quien luego será campeón del mundo. Tipos anónimos que en esas películas siempre salen en una escena de montaje frenético, casi atropellándose en las derrotas y en las caídas a la lona,  mientras giran los carteles que anuncian el próximo combate del protagonista, en letras cada vez más grandes.



    De todos modos, el boxeo, en Fat City, sólo es la metáfora de cualquier lucha por destacar y salir del anonimato. De labrarse una pequeña gloria, aunque sea provinciana, para presumir un poco en el bar ante las amistades: “Yo estuve una vez allí…” Yo mismo lo intenté una vez, con la literatura, cuando estaba fat de verdad -Fat Village en todo caso-, y me quedé en eso: en el escritor derrotado que sirvió para contrastar la verdadera calidad de los que saben narrar. Ahora, en el bar, como Stacy Keach en Fat City, cuento batallitas para rebajar la amargura de aquel fracaso.
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Ícaro

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Los pueblos civilizados ya no se hacen la guerra a cañonazos. Clausewitz -que lo he buscado en la Wikipedia y es un militar prusiano de las guerras napoleónicas- afirmaba, en sus tiempos sanguinarios, que la guerra era la continuación de la guerra por otros medios. Cuando los diplomáticos no llegaban a un acuerdo para repartirse el mundo, ellos les tomaban el relevo con mucho gusto para llenar los campos de muertos. Éste fue el consenso de las naciones hasta que finalizó la II Guerra Mundial y los mandatarios del mundo empezaron a cuestionar la sociopatía de Clausewitz. Matar extranjeros a bayoneta calada era una cosa, y liquidarlos con un misil nuclear otra muy distinta, porque eso también garantizaba la autodestrucción de quien lo lanzaba, así que hubo que poner freno a la guerra caliente, inventarse la guerra fría, y darle la vuelta al dicho prusiano para afirmar que la política debía ser la continuación de la guerra por otros medios. Esto lo dijo Foucault, concretamente, que también lo he mirado en la Wikipedia y es un filósofo francés de discurso muy complejo para los no iniciados como yo.



    Desde los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, el deporte también ha sido la continuación de la política -y de la guerra- por otros medios. Hitler quiso que la raza aria dominara los Juegos Olímpicos saltando más alto, golpeando más fuerte y corriendo más rápido. Y aunque esas imágenes suyas en el palco del Estadio Olímpico producen grima y espanto, uno piensa que ojalá hubiera quedado ahí su racismo, y su locura: en unas medallas colgadas del cuello y en unos himnos acompañando las banderas. En unas cuantas puyas maliciosas dedicadas a Jesse Owens, celebradas por los gerifaltes del nazismo que rodeaban al Führer.

    Del mismo modo, uno, cuando ve a Vladimir Putin en el documental Ícaro, tapando el escándalo del dopaje en el deporte ruso, también se indigna y se pregunta cómo es posible tanta jeta y tanta impunidad. Pero al mismo tiempo piensa que ojalá, todo su daño se quedara en eso: en unos frascos abiertos, en unas orinas adulteradas, en unos tipos que ganan medallas injustas descendiendo por una pista de bobsleigh. Que a quién narices, le importa el bobsleigh. 



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Firefox

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Firefox es una cochambre de película. La dirige Clint Eastwood, sí, pero es de otros tiempos, de cuando el monolito todavía no le había concedido la sabiduría para rodar Bird y llevarle a otro estado del arte y la conciencia. O eso, o que era un primo suyo el que dirigía las películas anteriores. O el que, ay, empezó a dirigirlas después…

    Firefox es una película de la Guerra Fría, chapucera, inverosímil, con americanos muy listos y rusos que parecen medio idiotas -aparte de ser unos psicópatas de cuidado, claro. El coronel soviético es el mismo actor que hacía de responsable de la Estrella de la Muerte en El Retorno del Jedi, y la elección de casting no debe ser en absoluto casual, porque cuando los militares soviéticos se reúnen en la sala de guerra para valorar la situación, aquello parece tal cual el alto mando del Imperio, y sólo falta Darth Vader entrando en escena con un pin de la hoz y el martillo prendido en su armadura.

    Uno, la verdad, viendo la película, no termina de entender como siendo los rusos tan cortos de mollera lograron desarrollar el Firefox, que era un caza indetectable, imbatible en los cielos, y que tuviera que venir Clint Eastwood desde su pueblo para robárselo y entregárselo al pueblo occidental, como un Prometo trayendo el fuego de los dioses. Es una gilipollez, claro, porque además, los rusos, en 1983, bastante tenían con levantar granjas de pollos para abastecer a la población hambrienta, y todo lo que destinaban a la industria militar era para construir misiles anticuados, que no hubieran llegado ni a la frontera de Polonia, de haber sido lanzados en el holocausto nuclear.




    Firefox es una obra de guiñol para niños, con la diferencia de que aquí los muñecos no luchan con palos, sino con aviones supersónicos. Una memez. Una caricatura del bien y del mal para que las gentes de Wisconsin llenaran los cines de 1983 y aplaudieran a rabiar la escena final del Mig-31 hecho pedazos. Tan satisfechos y henchidos de capitalismo como los amigos a los que invité a ver la película hace 37 años, en el cine Pasaje que da nombre a estos escritos. Mientras ellos aplaudían de pie, yo me enfurruñaba en la butaca, porque los rusos habían salido malparados de la función, y porque mis amigos, que habían entrado por la jeta, podían haberse cortado un poquito en el entusiasmo.

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Sólo nos queda bailar

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Sólo nos queda bailar… El título era irresistible, porque quizá ya sea lo último que nos quede: ponernos a bailar -a vivir, a disfrutar, a lanzarse al cuello de la vida- y que venga el fin del mundo cuando quiera, travestido de virus, de piedra galáctica, de basurero que nos ahogue.

    A los que no sabemos bailar -ni siquiera poner un pie delante del otro sin trastabillarnos - nos vale con un bailar metafórico, vicario incluso, porque ver bailar también es una forma de bailar, y el espíritu clava los pasos y los movimientos cuando se pone a su aire, sin necesitar el concurso de los músculos. La de veces que habré bailado yo en mi sofá, viendo a Fred Astaire, a Gene Kelly, a Zorba el griego en su playa de Grecia, tan grácil como ellos, tan alegre, tan reconciliado con la vida, sin mover el culo un solo centímetro. Los torpes, para sentir el vértigo y el  regocijo, no necesitamos lanzarnos al baile físico de estos georgianos en la película, por ejemplo, que se antoja una aspiración imposible con esas cabriolas, y esos brincos, y ese apoyar los pies sobre los juanetes, habida cuenta de que uno, el día de su boda, ni siquiera se atrevió con el vals de los simples, que consiste en tomar la mano y el talle de la persona amada y ponerse a girar.



    Luego, en realidad, el baile, en Sólo nos queda bailar, sólo es el telón de fondo de la homosexualidad perseguida de sus protagonistas. No prohibida por la ley -porque Georgia presume de ser un país moderno- pero sí censurada por las gentes, apedreada por los colegas, condenada por los curas ortodoxos que desde que cayó la Unión Soviética todavía no han conocido sociedad civil que los haga callar. No como aquí, que ya braman en sordina, y en iglesias particulares, cada vez más acostumbrados a que incluso su propia grey haga oídos sordos a semejantes prejuicios medievales. En Georgia, los besos entre dos hombres -o entre dos mujeres- siguen vigilados por la estupidez de la gente, y por el triángulo divino que todo lo observa, que se mudó hace años de la Península Ibérica a las estribaciones del Cáucaso.  
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La gran estafa americana

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Tengo un amigo con el que coincido en todo lo importante y en casi todo lo accesorio. Quizá por eso es mi amigo, claro. Pero hay un tema en el que no coincidimos jamás, y que a veces abre brechas que amenazan con la ruptura. Visto desde fuera, que al le gusten las mujeres así y a mí me gusten las mujeres asá puede parecer un asunto baladí, una tontería para discutir alrededor de unas cervezas. Pero los dos sabemos que hay disparidades que no se pueden tolerar, porque está en juego el honor de nuestras amadas, su reputación de mujeres sin par, y a veces, enardecidos, y hasta coléricos, heridos en nuestro orgullo, es como si combatiéramos montados a caballo, lanzas en ristre, sin levantar el culo de la terracita donde se está tan ricamente a la sombra.



    Es por eso que cuando mi amigo y yo encontramos una mujer que es Dulcinea compartida, lejos de disputarnos su amor en exclusiva, sonreímos satisfechos, porque ahí comprendemos que la amistad se remacha, y se fortalece, dos hombres anudados al mismo deseo, y casi dan ganas de pedir otra cerveza automáticamente para celebrarlo, aunque la primera todavía esté casi sin probar. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy no es del Toboso, sino de Vicenza, en Italia, porque su padre estaba destinado en la base militar, y ya hubiera sido el colmo que el señor Adams hubiese trabajado en una base americana no situada en Morón, sino en El Toboso, en los adentros de La Mancha, para que Amy, nuestra Amy, ya fuera un deseo inmortal y literario
.

     Hoy he vuelto a ver La gran estafa americana sólo por ella. La peli no está mal, y Amy es una actriz de la hostia, capaz de hacer de ángel o de demonio sólo con frotarse mágicamente la nariz respingona. Pero sobre todo -tengo que confesarlo- he vuelto a ver la película porque su belleza pelirroja me hiela la sangre, y el entendimiento, y siempre recuerdo aquello que decía Fernando Trueba en su Diccionario de cine, que uno iba al cine a enamorarse, y que lo demás -la cinefilia, y la cultura, y todo eso- era secundario.



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Medianoche en Paris

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Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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La maldición del escorpión de jade

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Los hipnotistas famosos salen con mujeres guapas porque son famosos, o porque ganan mucho dinero, pero no porque sean hipnotistas. La hipnosis es una ciencia falsa y pasada de moda. Un truco de tipos con turbante, o de psicólogos con leontina, que deja asombrados a los niños en el circo, a los crédulos en las consultas, y a los yayos en los programas de la tele, que antes, cuando yo era niño, eran muy frecuentes los números de hipnosis en el prime time, y ahora ya nadie se atreve a programar esos asombros ridículos del siglo XIX.

    Si el hipnotismo funcionara, habría hostias, por estudiarlo en la universidad, con una nota de corte que me río yo de los ingenieros de telecomunicaciones, y todos los hipnotistas, televisivos o de feria de pueblo, saldrían con pibones de mareo como Charlize Theron en La maldición del escorpión de jade, sin ir más lejos. O como Helen Hunt, que no es tan explosiva, pero que jolín, ya quisiéramos todos, mujeres así, de mucho tronío, y de mucho merecimiento.



    Alguno dirá que el hipnotismo sí que funciona, pero que los hipnotistas son tipos honrados que no aplican su ciencia fuera de los escenarios. Porque entonces, arrastrados por la tentación, ya no es sólo que pudieran seducir a mujeres inalcanzables, con un sortilegio, o con una palabra mágica -Constantinopla, o Madagascar-, violando sus voluntades, sino que, además, nunca pagarían en los comercios, conseguirían los mejores empleos, y vencerían en todas las discusiones de los bares. Los hipnotistas serían los putos amos, los reyes del mambo, los depredadores sin depredador, si no tuvieran un fuerte sentido de la ética. Pero quién nos garantiza, ay, que todos los hipnotistas, de ser cierta su ciencia, iban a regirse por el mismo código deontológico. Nada más humano ni más tentador que una facción oscura, que una secta del mal, que fuera por ahí moviendo las manos como Obi Wan Kenobi en La guerra de las galaxias.

    Digo yo que si la hipnosis funcionara de verdad, un grupo de hipnotistas sin moral ya gobernaría el mundo desde sus azoteas, o desde sus palacios, ordeñándonos como a vacas que encima dan las gracias por su servidumbre.




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