Tenet

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Christopher Nolan se ha tomado al pie de la letra aquello que dijo una vez David Simon, el de la series de HBO: “¡Que se joda el espectador medio!” David Simon lo dijo porque una vez le acusaron de ser un poco premioso en el desarrollo de sus tramas. Sus series, ciertamente, tienen cien personajes inquietos y eléctricos, y hace falta armarse de paciencia para llegar a los episodios finales, donde al final todos encajan maravillosamente. Pero Christopher Nolan va por otro lado con eso del “espectador medio”. Él ha decidido prescindir del tipo sin estudios superiores, sin inteligencia de MENSA, sin paciencia  de santo Job. Me recuerda mucho a Miguel Induráin cuando subía los puertos. Nolan de Villava ya llevaba varias películas subiendo a ritmo, dejando rezagados a los sprinters y a los fondones. En “Origen” y en “Interstellar” ya hubo muchos que dimitieron en las primeras rampas de la física, y se dedicaron a contemplar el paisaje de los valles. Ahora, en “Tenet”, Miguel Nolan ha decidido que ha llegado la hora de acelerar la marcheta, y en un repecho al 20% de paradoja temporal ha decidido que ya no le siga nadie: sólo los que van dopados hasta las cejas, en la serpiente multicolor.

    Quiero decir que “Tenet” no se entiende, y que cuando la explican, se entiende menos todavía. Qué bien habría quedado Antonio Ozores en un papel secundario, de agente encubierto de la CIA por ejemplo, explicando lo de las flechas del tiempo con su farfulla del “Un, dos, tres”: “.... ¡no hija no!”. Yo he resistido el primer acelerón -creo-, pero en el segundo he soltado un juramento en voz alta y me he dedicado a contemplar el fondo moral de los personajes. Uno está, de alguna manera inconfesable, con el malo de la película: lo malo no es morirse, sino que todo el mundo se quede aquí, viendo lo que tú ya no verás. Si nos fuéramos todos al mismo tiempo, pues bueno... De todos modos, este pensamiento misántropo, que se pude albergar dos o tres veces en la vida, sólo puede pensarse seriamente si uno no tiene hijos, y él, Kenneth Branaghosky, tiene uno, el muy cabronazo y muy maléfico...

    Lo otro, lo de que las generaciones del futuro tengan la posibilidad de mandarnos a tomar por el culo retrospectivamente, con ingeniería positrónica y retrocronológica, a modo de venganza por nuestro comportamiento medioambiental, también lo entiendo perfectamente. Faltaría más. Y estos plastas de la CIA queriendo salvarnos a toda costa... Si no fuera por mi hijo, ya te digo.



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El hombre de al lado

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Perdida ya la lucha de clases, a los pobres sólo nos queda dar por el culo. Molestar. Hacer ruido. Interrumpir. No dejar dormir a gusto alguna noche que otra. Dar picotazos por aquí y por allá, como avispas que al final caerán aplastadas por una porra. Que los ricos, al menos tengan, que rascarse la comezón. Comprarse una pomada en la farmacia. Qué menos. Lo que pasa es que ellos envían a la criada a por el recado mientras se quedan tan ricamente en el salón, haciendo sus cosas de ricos. Quizá ponerse a calcular cuánto le pagarán de menos el próximo mes, a la pobre mujer.

    En El hombre de al lado, Víctor, que es el hombre que vive en el edificio de enfrente, al principio sólo quiere abrir una ventana en su pared. Nada más. Capturar unos poquitos rayos de sol, como él dice. No le mueve el afán de joder, ni de espiar a su vecino. La lucha de clases no parece estar en su ideario. Pero su vecino, Leonardo, se toma lo de la ventana como una afrenta personal. Leonardo es un diseñador de muebles pijísimos que vive en la Casa Curutchet de Buenos Aires. Un edificio muy afamado de Le Corbusier que figura en todas las enciclopedias de arquitectura. Leonardo es un snob gafapasta que vive entre utensilios raros, escucha música dodecafónica y mantiene conversaciones sobre el ser y la nada, la tontería y la sustancia. Le quiere su esposa, le admiran sus amigos, y le llueven los encargos procedentes de Milán, donde se estilan mucho sus gilipolleces creativas.

    Leonardo -como su mujer, que es otra pija de mucho cuidado- no tolera que el vecino pueda verle a través de su ventana. No se dedica a nada delictivo, pero lo jode que un mindundi que viste chupas de cuero, mercadea con coches usados y huele a colonia barata del súper esté siempre ahí, enfrente, presente o imaginado. Leonardo vivía en una nube sin proletarios, a los que sólo veía por las calles, conduciendo su Mercedes. Pero ahora un pobre se ha sentado a su mesa, o casi, como en aquella campaña navideña de Plácido. Y Víctor siente el desprecio, el recelo...  Estamos de nuevo en Parásitos. Las dos ventanas inocentes que daban al patio de luces se han convertido en dos parapetos.




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Gambito de dama

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A mi madre, cuando yo era muy pequeño, el pediatra le dijo que yo era un retrasado mental, que era la terminología que se usaba por la época. Yo, la verdad, a decir de los que me conocieron, estaba todo el día en Babia, a lo mío, sin hablar demasiado. “Pobrecico mío”, dicen que decía, una tía mía...

    Luego resultó que aprendí a leer con mucha precocidad, y a llevar las cuentas sin equivocarme casi nunca. Yo era el orgullo de las señoritas del parvulario, que sin hacer grandes pedagogías sacaban de mí petróleo, y hasta gases naturales muy estimados en los colegios. Como por entonces la palabra autismo sólo se usaba en América, a nadie le dio por pensar que yo podía ser un Rain Man de cuando antes del estreno, tan apocado para unas cosas y tan brillante para otras. Pero esa época también llegó a su fin: a los seis años descubrí el fútbol, los cromos, los superhéroes, y me socialicé con los rapaces como todo hijo de vecino, todo el día a hostias, a goles, a quedadas, a aventuras tenebrosas por las lindes del barrio...

    Fue entonces cuando mi padre se animó a enseñarme a jugar el ajedrez. Él fue para mí lo que el bedel Shaibel para Beth Harmon. Aprendí a mover las piezas y a sortear las trampas tontas para noveles. Nada genial, por supuesto, nada de niño prodigio. Si no, no estaría aquí, escribiendo estas cosas. Mi padre me ganaba dos de cada tres veces, y él sólo era un jugador de cafetería, de mover las piezas mientras hablaba de fútbol y pedía un coñac de la marca Carlos III, que era su preferida.

    Durante la adolescencia, como Beth Harmon, pero a millones de neuronas-luz, profundicé en los secretos del ajedrez. Llegué a comprar libros de aperturas, de partidas magistrales, de posiciones a estudiar...  Lo mal-resolvía todo en un tablero de madera noble que mis padres compraron con la ilusión de mi inteligencia. Aquella impostura me duró dos o tres veranos, los que tardé en comprender que este juego endemoniado tiene más que ver con la memoria que con la inteligencia. Y yo, además, en la vida real, iba acumulando pruebas de que tampoco era muy inteligente que digamos. Una cosa eran los sobresalientes y otra, muy distinta, la conducta adaptativa. Y yo llevo desadaptado desde el día que nací.



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La teoría sueca del amor

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La teoría sueca del amor dice que la gente tiene que amarse libremente, sin dependencias económicas que introduzcan la sombra de una duda. Como en aquella película de Alfred Hitchcock... La teoría dice que las mujeres no pueden depender de sus maridos, ni los ancianos de sus hijos; ni los hijos, llegada la edad laboral, de sus padres. Así es como debe ser, por otra parte. Los socialdemócratas suecos estudiaron este asunto en los años 70 y crearon una sociedad próspera, de personas libres en lo económico, que ya sólo tenían que amarse si así lo elegían en su corazón. Una utopía de dineros y afectos que discurrían por carriles paralelos. Se acabó aquello de aguantar para comer; de fingir para cobijarte; de transigir para poder pagarte los estudios.     

    La idea no tiene ni un pero, por supuesto, pero seguramente no es original. Lo que pasa es que los suecos, como su mismo nombre indica, son suecos, y desarrollaron su ideal con tanta eficacia, y con tantos años de antelación, que salvo sus hermanos de la bandera vikinga, todos los demás países aún vienen tropezando por el camino. En el documental explican este proceso político a modo de introducción, y yo, desde mi humilde morada, vuelvo a pedir un referéndum junto a los catalanes de la estelada, para elegir libremente mi nacionalidad. El que quiera ser catalán, pues venga. Yo, por mi parte, insisto en ser sueco.

    El problema de la utopía sueca es que cuando uno, o una, ya libre de servilismos, decide libremente aguantar o no a otra persona, por lo general decide no aguantarla, porque todo el mundo ronca, o tiene manías, o le acaban saliendo pelos en sitios insospechados. Y así, al final, se va desarrollando una sociedad de personas que viven solas como islas. Ya lo predijo Michel Houellebecq en aquella novela... El mismísimo Ingmar Bergman, en cuanto pudo, se largó a vivir a una isla apartada para reconcentrarse en sus manías. Lo que pasa -y ahí es a donde quiero llegar-  es que Bergman estaba solo cuando le daba la gana, y cuando no, se traía a su nueva amante de Estocolmo para curar sus soledades. La sociedad sueca es una sociedad de solitarios, sí, pero unos son solitarios vocacionales y otros solitarios a su pesar. La gente guapa, por lo general, se puede permitir este lujo. Los demás no. También lo escribió Houellebecq en otra novela. Su teoría francesa del amor se parece mucho a la teoría de los suecos.





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Fargo. Temporada 4

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Al final todo el mundo se muere. Es impepinable. Fargo, en eso, es un reflejo de la vida. Lo que pasa es que en Fargo, en cualquier temporada, todo el mundo se muere antes de tiempo, barrido por un huracán de violencia. Llega un estúpido, o un psicópata, o simplemente se conocen dos personas que no deberían conocerse, y todo el ecosistema se desequilibra, se derrumba, y termina por extinguirse hasta el Tato, depredadores y depredados, hasta que sólo quedan las señoras que miraban por los visillos.

    En el mejor episodio de la cuarta temporada, un tornado de las planicies de Norteamérica se lleva al pistolero malo y al pistolero bondadoso, los dos juntos en el azar de una ventolera. En otras temporadas de Fargo, era un OVNI el que interrumpía la acción para impartir justicia en forma de suerte, como un crupier supertecnológico de Las Vegas. Parece una gran gilipollez, pero no lo es. El tornado y el OVNI son metáforas de la potra, de la casualidad, de la flor en el culo, perfumada o venenosa.  En eso Fargo también es como la vida: el mérito no pinta gran cosa, y la moral muchísimo menos. El 99 por ciento del éxito consiste en estar en el sitio adecuado, en el momento justo, con la jeta que se requería. Lo mismo para el amor que para el trabajo. También vale para llevarte el último iPod que quedaba en  la tienda.

    La cuarta temporada de Fargo decidió alejarse geográficamente de Fargo, a ver qué pasaba, fuera del calorcillo del hogar, y ha salido una trama pues eso, un poco gélida, un poco desabrida. Esta vez, el espectador medio, el que decía David Simon que se jodiera si no tenía paciencia para esperar un desarrollo, ha tenido que disfrazarse del santo Job, a ver a dónde iba tanto personaje principal y secundario. Tanto tipo guadianesco también. Los dos últimos episodios lo han dejado todo atado y bien atado, como no podía ser menos, en ese generalísimo de las series que es Noah Hawley. En el remate del último episodio ha tendido incluso un puente con la segunda temporada... Hubo gente en internet que lo vio venir. Yo nunca me cosco de esas cosas.




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Electric Dreams: Crazy Diamond

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El alma, de existir, tendría que ser un ente sin dimensiones, intangible. Inmaterial a tope. Más etérea que el gas,  o que el vacío incluso, porque en el vacío pueden darse fluctuaciones cuánticas que crean partículas físicas, mensurables, y por tanto ateas. El fantasma de Demócrito acecha en cada partícula subatómica que se cuela por ahí...

    El alma, entre otras cosas, no debería tener un peso. El hecho de que los creyentes sigan asegurando, para cargarse de razones teológicas, que el alma pesa exactamente 21 gramos porque lo han medido en no sé qué experimentos cuando se muere alguien -¿las camas del hospital llevan una balanza incorporada, o ponen a los muertos en una romana de patatas cuando agonizan?- va justamente en contra de su fe. La fe tiene que ser pura, metafísica en sentido estricto. Todo lo que se mida en gramos o en mililitros va a favor de los apóstatas como yo, que sólo creemos en la materia y en la carne. 21 gramos, por cierto, era una película cojonuda, aunque ya no recuerdo muy bien su devenir. Sólo que jamás he visto llorar a nadie en una pantalla como a Naomi Watts, en aquella escena, cuando a su personaje le comunican que su hija acaba de morir atropellada...

    Preferiría, la verdad, hacer un alto en la escritura. Volver a ver 21 gramos esta noche y regresar mañana con otras escritura más amena. Pero la actualidad de esta cinefilia tonta, de este deber autoimpuesto, me obliga a hablar de otro episodio fallido y tontorrón de Electric Dreams, una sci-fi de tramas que medio se comprenden, y que medio emocionan, y que por tanto medio interesan. En Crazy Diamond vuelve a tocarse el tema tan philipkadiano de los replicantes, que aquí se llaman Jills, si son mujeres, y no sé qué otro nombre que empieza por J, sin son hombres. Da igual. No se entiende nada. No se explica para qué sirven estas criaturas. De dónde vienen o a dónde van. Aquí ninguno ha visitado las Puertas de Tannhäuser, al parecer. Estos replicantes van por ahí sin alma, como yo por las mañanas, cuando me levanto, pero ellos pueden adquirirla en el mercado negro del futuro. El alma, en esta fantasía de la serie, es un gas de colorines que puede almacenarse en unas probetas sometidas al frío extremo, como la vacuna del coronavirus cuando llegue. En el episodio no dicen nada del asunto, pero estoy seguro de que ese gas, si pudiéramos pesarlo, como hacía William Hurt en Smoke, pesaría 21 gramos exactos.


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Los Roper. Temporada 1

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Los Roper es una comedia triste. Por debajo de los chistes fáciles y los chistes ácidos -porque todavía hay alguno que arranca la carcajada y aguanta con dignidad cuarenta años de erosión- está el matrimonio Roper, que es la enciclopedia ilustrada de los matrimonios infelices y fracasados. Los Roper ya no follan -si es que follaron alguna vez-, ya no salen a cenar, ya no sueñan con viajar a Mallorca cuando llega el verano. La mera idea de tener que untarse de crema recíprocamente les espeluzna. Los Roper, al menos, no se pegan, no se gritan, no se lanzan trastos a la cabeza, pero toda su jornada transcurre en un odio continuo y soterrado. Hace ya mucho tiempo que no se soportan, quizá desde que regresaron de su luna de miel en Blackpool, o en Bournemouth, algún sitio así, pero se han acostumbrado a la presencia del otro como el que se hace a un sofá que no eligió, o a un paisaje que le arruinaron tras la ventana.  

    La vida es así, piensan, y además ya se ven muy mayores para salir otra vez al mercado, a reverdecer los laureles del amor. Mildred todavía hace sus amagos adúlteros, sus intentonas más bien infantiles, porque aún le hierve la sangre por dentro, pero George es como un amigo que yo tengo, que sólo por no desvestirse, no sudar y no tener que volver a vestirse, prefiere que el pene se le marchite en la bragueta mientras mira la televisión o juega a los dardos en el pub.

    Yo era muy pequeño cuando veía Los Roper en la televisión. Era la época de las comedias clásicas de la Thames, aquella productora de la cortinilla inolvidable, con el río Támesis y los edificios emblemáticos de Londres que se reflejaban. Yo era más de Benny Hill, por supuesto, porque la cerdicolez ya me bullía en los cromosomas, y porque, además, yo ya tenía la intuición de que la vida no iba a ser mucho más que eso: hombres que deseaban mujeres, y mujeres que los espantaban como moscas. Yo,  a los Roper, siempre los veía a medio entender, a medio sonreír, demasiado adultos y alejados. Me descojonaba, eso sí, con lo de “¡Yoooorss...!”, como sigo haciendo ahora. Y sin embargo, mi realidad cotidiana estaba plagada de matrimonios como el suyo, algunos casi clavados, que yo no sabía diagnosticar porque pensaba que la vida real y la vida de la tele eran dos mundos ajenos separados por un cristal.





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The thick of it. Temporada 1

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En estos tiempos de políticas neoliberales que unos aplican con sonrisa de psicópatas y otros con gesto de resignados, el Ministerio de Asuntos Sociales de cualquier país -en The thick of  it es el Reino Unido, pero podría ser perfectamente España, o Moldavia- el Ministerio, decía, es un negociado carente de contenido, inoperante, o como mucho de corto alcance, que tiene que suavizar los golpes que propinan los otros ministerios criminales. Asuntos Sociales es una tirita de dispensario que se pone en la aorta que se desangra. Una cartera sin contenido. Un botiquín sin instrumental, o con el instrumental que llevaba el botiquín de la señorita Pepis. Un maquillaje publicitario que dice “la gente nos importa”, cuando todos sabemos que al neoliberalismo la gente se la sopla, básicamente. Asuntos Sociales es un juguete sin punta y sin pólvora que los gobiernos psicopáticos siempre regalan al ministro más tonto del Consejo, y los gobiernos resignados a la buena persona que jamás va a bajarse de su nube de algodón, beatífica, y medio lela también.

    No es casualidad, por tanto, que las trapisondas imaginadas por Armando Ianucci y sus guerrilleros transcurran en un Ministerio de Asuntos Sociales que no tiene gran cosa que  decir, con un ministro al que sólo le preocupa no perder la silla y medrar, y unos colaboradores que los días pares improvisan una medida y los días impares justo la contraria, para ir justificando el sueldo y matando el aburrimiento. Ellos saben que todo da lo mismo.

    Podría parecer que Ianucci ridiculiza a los políticos en The thick ok it. Que los exagera y caricaturiza como hizo poco después en Veep, su obra maestra del otro lado del charco. Pero no creo que sea así. En la intimidad de los despachos, donde los gobernantes se toman el café, se aflojan las corbatas y estiran las piernas en los sofás -o en las mesitas de café, como "Ánsar"- tengo por seguro que la realidad no es muy diferente de todo esto que cuentan en la serie. Cuando un político mete la gamba pensando que el micrófono estaba cerrado, nunca es para decir "qué pena me da la gente, voy a seguir luchando por ella...". Siempre es para soltar cosas como ésta:


Ministro: A veces, ¿no te pasa?… cuando te encuentras con la gente de verdad, de la calle… ¿No te pasa que miras a sus ojos vacíos y sus bocas llenas de vulgaridades…? Ya sé que la gente como ellos piensa que la gente como yo piensa así, y por eso odio pensarlo, pero es que, joder, parece que son de otra especie. Con sus camisetas, y pantalones, y viseras… ¿Por qué llevan camisetas con cosas escritas? ¿Y por qué están tan gordos, joder?

 Asesor: Ya te digo… Y tan imbéciles. 


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