Laberinto de pasiones

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Mi viaje en el tiempo -el primero que haría si Marty McFly me prestara su DeLorean- tendría como destino el Madrid de la Movida. Aterrizaría, o aparcaría, en una calle de 1980, un sábado por la noche, para entrar directamente en el garito y codearme con aquellos rebeldes que abrieron camino, que vivieron a tope, que derrocharon la alegría y el desenfreno. Me quedaría con ellos y ellas hasta que el cuerpo dijera basta, de copas, de cuchipandas, de movidas, hasta las tantas de la mañana. Y luego a empalmar, a reírme, a tentar la suerte sexual, y en un momento de respiro juntar el valor para decirles que vengo del futuro, de La Pedanía, y que los admiro, que los envidio profundamente, desde que era un adolescente provinciano. Ellos me tomarán por un emporrado, claro, y tras darme una palmadita en la espalda me llevarán al chocolate con churros, y luego al Rastro, al disco, al fanzine, a lo que surja, y luego a dormirla, o a gozarla, en la buhardilla con vistas a los tejados en el centro de España, que entonces también era el centro del mundo. 

    Sobre esa predilección histórica no tengo ninguna duda. Cuando preguntan a la gente por el viaje que harían al pasado, a todo el mundo le da por querer a conocer a Jesucristo, a 50 grados a la sombra, en Jerusalén, que seguramente olía a meados y a muertos sin desclavar de las cruces. O eso, o conocer a los Césares, que vaya gilipollez también, por lo mismo de antes, una Roma mugrienta, y maloliente, y salvaje. No sé qué se les ha perdido en esos tiempos tan cutres como mitificados.

    Yo querría estar en Madrid, en los Madriles, hace 40 años, porque siento que el calendario y la geografía me hurtaron esa posibilidad. Nací demasiado tarde y demasiado lejos. Y cuando tuve edad para ir a vivir a Madrid, porque me lo ofrecieron, verdaderamente, unos amigos muy salados, no me atreví. Además hubiera dado lo mismo: hacia 1990 ya sólo quedaban los rescoldos, los locales cerrados, los tirados de la heroína. La Movida ya era historia cuando yo pude haberla vivido. Hay quien dice que no fue para tanto. Bueno... Me hubiera gustado comprobarlo por mí mismo.





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Borat, película film secuela

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Pues no. Después de ver Borat, película film secuela queda claro que no fueron los chinos los que crearon el coronavirus en el laboratorio de Fu-Manchú. Y que tampoco lo dispersaron por el mundo aprovechando las convenciones tecnológicas y los eventos deportivos. Y es sorprendente, porque esto de Fu-Manchú era la teoría más en boga por las barras de los bares, y por los foros de internet. Es lo que pasa cuando no dejan de nevar y llover majaderías: que se acumulan y al final siempre cuajan. Qué bien manejan el aparato de propaganda esos cabronazos del otro lado... Saben que la gente, por lo general, es medio mema y que carece de formación científica. Que es vulnerable y manipulable, y por tanto, carne de reacción, de asalto capitolino.

Y no, tampoco: vistas las andanzas de Borat también queda claro no fue Bill Gates el que diseñó la vacuna para introducir en ella el control de nuestras mentes, el nanorobot de nuestra conciencia, con cuatro microchips que le sobraban por el garaje del último ordenador. También lo cacareaban por ahí gentes que yo presumía con dos dedos de frente, y resulta que sólo tenían el cabello en retirada. 2020 ha sido un año terrible para la vida social, y no sólo por el aislamiento en los hogares. Estamos como para reírnos de los americanos... Entre la América Profunda y el bar peninsular yo no veo ninguna diferencia. Espero que Sacha Baron Cohen ambiente su Borat III aquí, en la Piel de Toro, porque también hay mucho conspiranoico al que trolear, mucho indocumentado al que sacar los colores con una cámara oculta. Una jartá de risas por explotar, ahí mismo, a la vuelta de la esquina.

No. Nada de esto. Ni siquiera era cierto lo del bocata de pangolín, o lo de la sopa de murciélago, que defendíamos con ahínco los cuatro gatos apegados a la ciencia. ¡El paciente cero era Borat! Le inocularon el virus en la prisión de Kazajstán y luego lo enviaron a Estados Unidos tras dar varias vueltas por el mundo, en misión diplomática, para vengarse de todos los espectadores que nos reímos de aquel remoto país en la primera entrega. ¿Inverosímil? Entre Borat y Fumanchú, o Bill Gates, me quedo con el kazajo tontorrón. Puestos a delirar, que sea con una sonrisa.



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Robin y Marian

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El sueño de Robin es el mismo que tenía Sean Thornton en El hombre tranquilo: regresar a su tierra después de haber dado ya todos los tumbos. Renunciar para siempre a las peleas y a los guantazos. No volver a matar de pensamiento, palabra, obra u omisión. Olvidar la vanidad, aparcar la gloria, quemar la codicia. Levantar la choza, cultivar la huerta y respirar el aire verde de cada mañana. Llegar noblemente cansado al final de la jornada. Compadrear con los amigos en la taberna. Sentirse, por primera vez en muchos años, libres y sonrientes. Y hacer todo esto en compañía de la mujer amada: Robin con su querida Marian, y Thornton con su pastora pelirroja. Follar mucho, y reírse aún más. Sostenerse con fuerza y aguantarse con humor. No tener que explicar ya nada, ni que reprochar gran cosa. Quizá ni hablar: sólo entenderse con las miradas. Ése es el amor en los tiempos del reposo. Quizá el único verdadero.

    Quizá por eso me gusta tanto Robin y Marian. Porque se parece mucho a El hombre tranquilo. También porque contiene la declaración de amor más hermosa de la historia del cine, claro, y porque trabajan en ella Sean Connery y Audrey Hepburn, que iluminan la pantalla. Y porque la Edad Media, en esta película, aparece como falta de medios, como poco lustrosa y sanguinaria, que es lo que uno siempre pensó de aquellos tiempos, y no esa mierda folclórica que nos llevan vendiendo desde que se inventó el cine: la vajilla reluciente, y los castillos impolutos, y la gente recién salida de la ducha...

    Robin y Marian podría ser algo así como “un romance crepuscular”, y yo estoy ahora muy en el ajo de los romances crepusculares. Es lo que toca, cuando uno lleva casi medio siglo dando tumbos por el mundo. Tumbos modestos, de andar por las pedanías, nada de la gloria en las Cruzadas, ni de colegueos con los reyes, pero tumbos. Yo también tengo ese sueño de Sean Thornton y de Robin de los Bosques. Pero tengo que empezar por el principio. Buscar mi patria. Mi último lugar en el mundo. La Pedanía es una buena candidata. Mi Innisfree, o mi bosque de Sherwood.



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Lolita

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En la novela de Nabokov, Lolita tenía 12 años. En la película, para amortiguar el escándalo, le pusieron 14. Y para que todo fuera menos tenebroso y retorcido, eligieron a una actriz de 16 años para el papel. Una actriz que además, cuando miraba por encima de las gafas de sol, parecía tener los mismos años que el mundo desde que es mundo. No sé cuántos, pero desde luego muchos más.

    Hoy en día todo esto es inadmisible. Nadie se atrevería a volver sobre los pasos de la nínfula de Nabokov. No hay manera. Es material explosivo, radioactivo, condenatorio. Lolita es una novela que ya no puede llevarse a los sitios públicos. Siempre habría alguien que te insultaría al pasar, que te llamaría pederasta, o amigo de los pederastas, o banalizador de la pederastia. La camarera, o el camarero, te escupiría en el café antes de servírtelo. Habría conocidos que se harían los suecos al pasar y no te saludarían. La última vez que la leí la novela -y juro que no miento- yo la llevaba en la mochila con las cubiertas cambiadas, de otra novela de la misma colección, como un terrorista que fuera por ahí con las matrículas del coche cambiadas.

    La película, por supuesto, ya sólo puede verse en la intimidad. No creo que nadie tenga el valor de volver a programarla en un cineclub, en una retrospectiva, en una sesión clandestina de la tele. Al responsable le montarían un escrache, le sabotearían la proyección, le llamarían delincuente, criminal, pornógrafo de lo infantil. De todo menos bonito. A él y a todos los espectadores que sólo estaban allí para ver una película de Stanley Kubrick. Lolita sigue siendo una obra maestra, pero ya es una película muerta. De hecho, yo no debería ni hablar de ella. No, al menos, en este foro público. Sólo entre amigos, en bares ruidosos, sin nadie alrededor. Nunca sabes quién puede estar malinterpretando, sobreanalizando, wasapeando a una amiga para decirle que acaba de desarticular una banda de abusadores. Con Lolita ya sólo se puede hacer esto: mencionarla. Constatar que los tiempos han cambiado. Y que las grandes películas permanecen. Ni siquiera me he atrevido a ilustrar la entrada con una foto de Lolita. Sólo salen sus pies. Ya estoy mostrando demasiado. Escribiendo demasiado.



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El viento y el león

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La película está bien. Demasiado espectáculo, quizá, para tan poco guion. Pero es que es cine majestuoso, de pantalla grande, para espectadores de otra época. Justo lo contrario de lo que se hace ahora, cine enrevesado de paisajes muy modestos para que quepan en las pantallas de nuestro salón.

    Ojalá pudiera haber visto El viento y el león de pequeño, en el cine Pasaje, con esos paisajes abrumadores que al final eran todos de aquí -Almería por el Rif, y la Sierra de Madrid por el Parque de Yellowstone- y esas batallas a campo abierto que de niño, mucho antes de la objeción de conciencia, y del antibelicismo de la Internacional Socialista, me dejaban turulato. Pero John Milius, ay, rodó su película demasiado pronto, o yo nací demasiado tarde, y no pudo darse la coincidencia. En El viento y el león sale Sean Connery desatado, y Candice Bergen como una flor, y no me arrepiento de haber asomado el morro por curiosidad cuando recomendaban la película en los panegíricos de hace un mes. La de Connery que me faltaba, realmente.

    Habría estado bien, de todos modos, que John Milius hubiera rodado una segunda parte de las andanzas del sultán Raisuli ya entrado en años. Una en la que tuviera que enfrentarse al nuevo ejército colonial que desembarcaba en sus costas del Rif. Ya no el americano, ni el alemán, como en la primera entrega, tan organizados y tan primorosos, sino el español, el desharrapado, el reclutado a punta de amenaza en las levas de la Península. ¡El desembarco de la bahía de Alhucemas!, que estudiábamos en clase de Historia antes de la LOGSE, comandado por  el general Primo de Rivera, y subcomandado por los generales Franco y Sanjurjo, que se apuntaron a la excursión para probar nuevos métodos de masacrar cabilas antes de emprender la guerra contra el comunismo. Qué película se perdió ahí... El viento y el león 2: Raisuli contra Franco. Sean Connery retando a duelo a Juan Echanove, o a Santi Prego, ese actor que clavaba al asesino en la última de Amenábar. El vozarrón contra la voz aflautada. La nobleza contra la psicopatía. 007, contra Miniyó.




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The Crown. Temporada 4

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Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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El corazón del ángel

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El que esté libre de haber vendido su alma al diablo, que tire la primera piedra. Pero que avise, por favor, porque nos íbamos a descalabrar todos, y antes de empezar habría que buscarse un buen escudo, o un buen refugio bajo tierra. Hasta los niños pequeños -que apenas son conscientes del ser y de la nada- ya le han vendido la suya a cambio de un helado de chocolate, o de un juguete incluido en el Happy Meal. En esos berridos, en esos arranques del capricho que son la causa fundamental y nunca diagnosticada de la baja natalidad -porque quien incurre, no repite, y quien no incurre, queda avisado-va escrito el primer contrato con el demonio. Mi vida eterna a cambio de esa golosina, de ese trozo de plástico. My kingdom for a horse.

    Pero el diablo no es tan malo como lo pintan. Sólo nos concede lo que deseamos, y a los niños pequeños no los tiene en cuenta porque sería demasiado fácil esclavizarlos desde el principio. El diablo les toma el alma en cada berrinche, pero luego se la devuelve en cada satisfacción, a la espera de que lleguen deseos más adultos y más divertidos: el sexo, el dinero, el cargo, el coche, la venganza... El diablo no es tan malo como lo pintan, pero es un cabronazo con pintas en el lomo.

    No sé de qué nos asombramos, los espectadores, cuando termina “El corazón del ángel” y descubrimos lo que descubrimos. “¡Pero cómo puede ser que Fulano haya vendido su alma y ni siquiera se haya enterado!”, exclamamos indignados, y no nos damos cuenta de que nosotros mismos ya tenemos la salvación hipotecada. “Lo daría todo por conseguir a esa mujer”, dijimos una vez. “No sé lo qué daría porque el Madrid volviera a ser campeón de Europa”, o porque mi hijo salga de la enfermedad, o porque se muera ese hijoputa, o porque me toque un pellizquito en la lotería. Que cese ya, el dolor de muelas. Y en cada deseo concedido, el diablo interpreta que el alma va incluida en el precio. Y a partir de una determinada edad, ya nunca perdona.





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A la mierda el 2020

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Ahora que ya pasó, tengo que decir que el año 2020 tampoco fue tan horrible como lo pintan. Pero esto lo digo porque las desgracias sanitarias sólo han pasado rozando por mi lado. Soy consciente. El coronavirus soltó sus bombas lejos del núcleo familiar o del círculo de amistades. De momento, me sonríe la fortuna, y puedo hacer algo de cuchipanda con el año que se fue. Pero quien haya perdido un ser querido, o se haya quedado sin ingresos regulares,  tardará mucho tiempo en reconocer que el 2020 también tuvo huecos para la risa, para el orgullo, quizá para el amor verdadero.

El 2020 se me ha ido al limbo como cualquier otro, improductivo y fulgurante. Soy un año más viejo, y un año menos sabio. Si ha sido un año de mierda, lo ha sido como todos los demás. Ha sido una vuelta al sol muy extraña, rocambolesca, en lo personal y en lo universal. Pero al final haces balance y se cumplió lo que siempre digo cuando brindo por Nochevieja: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy...” Lo digo con la boca pequeña, claro, porque todavía aspiro al amor verdadero, a la lujuria ocasional, al sueño inmobiliario, al hijo autónomo y encarrilado. Pero también sé que la vida es una cabrona que negocia muy duramente sus concesiones, y de momento no sé cómo convencerla, o cómo seducirla. Quizá, simplemente, es que no me lo merezco.

Pero 2020, qué narices, tuvo sus momentos de gloria: el Madrid ganó la Liga cuando nadie daba un duro por los muchachos de Zidane. Un mes después, el Barça perdió 8-2 con el Bayern de Múnich y yo esa noche fui feliz como un niño cuando sale de la escuela, como cantaba Serrat. Mi hijo por fin encontró un piso decente donde vivir. He visto películas maravillosas. Donald Trump perdió las elecciones en Estados Unidos. La coalición socio-etarra sobrevive a pesar de todo. Eddie se perdió una vez persiguiendo a los corzos y apareció media hora después, tan campante, cuando yo ya desesperaba. Me compré una bici nueva. La historia ha dejado a nuestro rey emérito donde se merecía. Nos quitaron el fútbol en los estadios pero nos pusieron mucho snooker por la tele. Llevo media novela escrita. “The Crown” ha provocado sarpullidos en los culos británicos de Sus Altezas y Majestades. Todavía lloro de risa alguna vez. Todavía no han cancelado “La Resistencia” ni “La vida moderna”.




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