Up

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Dicen que el viaje a la vejez es el regreso a la infancia. Un pasito p’alante y dos pasitos p’atrás, como en el baile de María, que terminaba por caerse del escenario por el backstage. Quizá la canción no era así  -porque yo, la verdad, de bailar, ni puta idea- pero este remix me sirve para progresar en el relato. Cumpliendo años -decía- parece que avanzas, pero en realidad retrocedes, como en el moonwalk de Michael Jackson. Ya no sé si se puede mencionar a Michael Jackson en un post de internet.... Yo pruebo suerte y si me lo censuran, diré “el pequeño de los Jackson Five”, a ver si cuela. Decía -a ver si termino- que envejecer es un viaje circular. De la nada salimos y a la nada regresamos. Y en el medio, el paréntesis idiota de la vida. Carne cultivada en el laboratorio de las estrellas. Los curas dicen que del polvo venimos y al polvo volvemos. Viene a ser lo mismo. Hay veces -muy contadas- que los dioses hablan verdaderamente por sus bocas.

Decía Rafael Azcona que él, por supuesto, no quería hacerse viejo, pero que en cierto modo deseaba envejecer para aparcar el asunto de las mujeres. Que el juego de conquistar y seducir le perturbaba las meninges, y le despistaba de la tarea. Soñaba con volverse invisible, y hacerlas invisibles. Un baile ya des-romántico de fantasmas. La paz y el descanso. De viejo, decía Azcona, aunque parezca contraintuitivo, me sobrará el tiempo. Y yo estoy con él, como casi siempre, uno de Logroño y otro de León. Mientras bulle la sangre y navega la hormona, uno está atado al instinto, al mono, simiesco perdido. Yo no quiero que avance el calendario, pero sí quiero, ay, llegar a la neoinfancia de la jubilación, como el señor Fredricksen en Up, que una vez viudo y pitopaúsico a su pesar, descubre, en un depósito oculto, la energía que necesitaba para cumplir el sueño de su vida. Todo un contrasentido.


Up no es ni de lejos la mejor película de Pixar. Pero contiene, quizá, los cinco mejores minutos de Pixar. El amor y la muerte; la coincidencia absoluta y la despedida definitiva. “No hay nada mejor / que encontrar un amor a medida”, cantaba Sabina. No hay nada peor, también, que perderlo.



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El expreso de medianoche

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Teníamos un amiguete en la Universidad que un día, borracho perdido, nos confesó que lidiaba en secreto contra la eyaculación precoz, y nosotros, tan cinéfilos como siempre, empezamos a llamarle “el expreso de medianoche”, aunque la película de Alan Parker no tuviera nada que ver con el asunto. O bueno, sí, porque en la Universidad de León y en la cárcel de Turquía se venía a follar más o menos lo mismo: es decir, nada.

El expreso de medianoche, en la película, es el nombre figurado de la vía rápida, de la fuga carcelaria. “The midnight express”, que decían los recursos en inglés, porque sus carceleros patibularios, antes de que Turquía pidiera entrar en la Unión Europea, y sus equipos de fútbol participasen en la Champions, no entendían ni jota del idioma universal. Si lo piensas bien, la vida está llena de metáforas así, de expresos de medianoche, que pasan a toda hostia por delante de tu casa, y a veces sólo una vez en la vida. Trenes que si pudieras cogerlos te salvarían de tu cárcel particular: de la rutina, del asco, de la servidumbre. Trenes que tal vez conducen al sosiego, al amor verdadero, a una vida diferente y definitiva.

Si ayer dije que la India sería el último destino en mi periplo por el mundo, hoy, después de haber visto El expreso de medianoche, afirmo ya sin dudar que Turquía será el penúltimo. Visto cómo se las gasta su personal carcelario -cualquier equívoco idiota podría llevarte a una celda y recrear las canutas históricas que pasó Billy Hayes- sólo cogeré el vuelo de Turkish Airlines que une La Pedanía con Constantinopla para vivir una pasión turca como aquella que vivió Ana Belén, de orgasmo en orgasmo, o para reimplantarme el cabello que de momento, y toco madera, no se me cae. O al menos no se me cae de una mera alarmante, de deprimirse uno en cada viaje del peine. Todo lo demás -visitar el gran Bazar, pasear por las ruinas de Troya, recorrer la Turquía profunda donde Bilge Ceylan rodaba sus películas de turcos con escopeta– son actos aplazables, accesibles en internet, o en documentales muy educativos de La 2.




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Tigre blanco

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El último país de la Tierra que pisaré cuando sea millonario y me lance a viajar ya sin ataduras ni servidumbres será, casi con toda seguridad, la India. O la India o Bangladesh, no sé.  O quizá Sierra Leona... Da igual. Tengo tiempo para pensarlo.

En Facebook, sin embargo, para mi estupor, no es infrecuente encontrar fotos de usuarios que han viajado a la India con dos cojones, ellas disfrazadas con el sari y ellos con el dhoti, rodeados de niños pobretones pero sonrientes. O con el Taj Mahal de fondo, tan socorrido. Son fotos unipersonales, sin pareja que abrace o bese en la mejilla, de lo que deduzco que son viajes espirituales, de sublimación de los instintos. Divorciadas que quieren encontrar el camino y divorciados que se han dejado liar por las mandangas de la New Age. Después de quince días vuelven a casa, al mundo occidental, con un elefante de madera o un Buda de Lladró en la maleta, y tardan dos cafés con leche en comprender que la realidad de la carne es insoslayable, y que el río de su pueblo, aunque lleve menos agua que el Ganges, al menos está más limpio y no transporta cenizas de cadáveres. O cadáveres enteros, que se cayeron al río en un descuido en las exequias.

En mi imaginario, la India es un país de calor insufrible, mendigos por doquier, lisiados de toda condición, mosquitos y mugre, ricachones asquerosos y pobres encantados de ser pobres. Y monjas de Calcuta que te niegan la morfina para que el dolor te acerque más a Jesús. El asco definitivo. El infierno en la Tierra, quizá. Selvas peligrosas, urbes inhumanas, conductores desquiciados... El caos. Nadie que no haya perdido el seso leyendo los libros de caballería de Paulo Coelho se perdería en semejante pandemónium. La India es para los incautos, y para los indios, que ya están muy acostumbrados. ¿Todos? No. Balram, el protagonista de la película, es el tigre blanco que aparece una vez cada generación. Un renegado del sistema. Un inconformista. Un bolchevique del subcontinente que se ha dejado la coleta de Pablo Iglesias para luchar contra la casta. El primer miembro del círculo de Podemos en Bangalore. Yo estoy con Balram, desde luego, al menos en los fines. Pero desde mi sofá occidental, sin calorones ni mosquitos.






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El rey de California

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Un día del verano de 2013 pasé por Petra, Mallorca, camino de un merendero donde los mallorquines tienen por costumbre re-desayunar con ensaladilla rusa y casquerías a la brasa. Y he dicho bien, merendero, porque ellos, por extrañas razones históricas, o lingüísticas, no lo llaman almuerzo, sino merienda. Es complicado de explicar... Conducía mi cuñado, claro, porque yo no tengo carnet de conducir, pero a cambio, en pago por el billete, le iba contando divertidas historias sobre mis muchos desamores por la red. Tengo chismes para escribir tres o cuatro novelas si me pusiera a ello.

Pasábamos por Petra, digo, porque el merendero estaba situado a sus afueras, y al pasar vimos el pueblo engalanado, con carteles que anunciaban el tercer centenario del nacimiento de Fray Junípero Serra. “¿Y quién es este fraile tan famoso por aquí?”, pregunté al aire, haciendo ostentación de mi vasta incultura. Pasamos de largo, re-desayunamos (bueno, merendamos), nos fuimos a la playa, nos enamoramos de varias extranjeras de Platón, o de Plutón..., y al volver a casa busqué al fraile de Petra en una enciclopedia voluminosa. El personaje histórico no me era desconocido del todo, y resonaba en mi memoria como un conocimiento adquirido pero ya olvidado. Me quedé de piedra, precisamente, al descubrir, o recordar, que fray Junípero Serra es un padre de la patria estadounidense, fundador de varias misiones a lo largo de la costa de California. Píos asentamientos que luego fueron ciudades donde se celebra la Superbowl y se desatan los desórdenes callejeros. El campanario donde James Stewart sufría su vértigo incorregible es testimonio de aquellas andanzas de fray Junípero.

El rey de California es una película tontorrona que cuenta la obsesión de Michael Douglas -de su personaje, mejor dicho- por encontrar unas monedas de oro que los frailes españoles perdieron en su misión evangélica. El personaje de Douglas es un tipo bipolar al que su hija, encarnada por Evan Rachel Wood -y he usado mal lo de encarnada porque ella es un ángel del Señor- admira y odia a partes iguales. Es lo que tienen las personas bipolares, que son divertidísimas en las buenas pero insoportables en las malas. O los tomas o los dejas.



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El año del descubrimiento

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Mientras el príncipe desfilaba con su bandera en los Juegos Olímpicos de Barcelona, y en la Expo de Sevilla te cobraban cien pelas por un chupa-chups recalentado a 40 grados a la sombra, en Cartagena, Murcia, muy lejos del espejismo de la España efervescente -la España de oropel que luego las crisis han ido desmontando hasta dejarla desnuda de vergüenza-, la gente se quedaba sin trabajo. Y protestaba. Y salía a la calle a ser escuchada por sus políticos. 

    De aquella -joder, Murcia, quién te ha visto, y quién te ve- eran políticos socialistas, elegidos por los trabajadores que confiaban al menos en su comprensión, ya que no mucho en su eficacia.  Pero aquellos políticos eran demasiado cobardes para desobedecer a Lengua de Serpiente, que jugaba al billar en la Moncloa mientras las industrias públicas se vendían a los buitres carroñeros. Y si no eran de la clase cobarde, los socialistas, no muy distintos de los de ahora, deslumbrados por el sino de los tiempos, soñaban con vivir entre la beautiful people que tenía a Carlos Solchaga como portador de la divina palabra y de la oportunidad financiera. Despreciables los primeros, miserables los segundos.

    Sea como sea, a aquellos cartageneros de mono azul nadie les hizo ni puto caso, porque ya entonces hacerle caso al pueblo se llamaba “populismo”, y yo desde aquí aprovecho para reivindicar esta bendita palabra. Los politicastros, encastillados en sus palacios prestados, remitían a sus votantes a Bruselas, a Wall Street, a su puta madre con perdón, para que alguien sin nombre, pero con un traje muy caro, y hablando un inglés incomprensible, les solucionara el problemilla. Qué gente más molesta, la verdad, estos cartageneros sin empleo, ponerse a protestar en 1992, cuando todo el mundo nos admiraba porque éramos un ejemplo de reestructuración y modernidad.

Y al final, lo de siempre: como la masa enfurecida no sabía inglés, ni tenía ganas de viajar a Bruselas, llegaron unos antidisturbios muy simpáticos a decirles que si se habían quedado sin trabajo, o sin el trabajo de las futuras generaciones, pues ajo y agua. Que ellos también tenían que defender sus empleos y el pan de sus hijos, y que hicieran el favor de disolverse.

“Sería fantástico que no perdieran siempre los mismos”, cantaba Serrat en su himno. Pero los de siempre volvieron a perder. La lucha de clases está perdida de antemano, ya lo sabemos. Somos rojos, pero no imbéciles. Nos queda el único gozo de ganar alguna batalla ocasional. En Cartagena, 1992, Año del Descubrimiento, tampoco pudo ser.




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Bajocero

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Antes estas películas sólo las hacían los americanos. Los norteamericanos, digo. Los estadounidenses, quiero decir. Maldita sea: la doctrina Monroe me traba la lengua al hablar. Cuando yo era pequeño decíamos “una de americanos”, o “una americanada”, cuando íbamos al cine o nos poníamos los sábados frente a la tele, y eran películas como ésta, molonas, sin mucho trasfondo, a pura persecución y a puro tiroteo, como Bajocero, que la han rodado entre Segovia y Guadalajara con unos hielos invernales que no tienen nada que envidiar a los de Denver o a los de Kansas City. Ya era hora de reivindicar la estepa nacional para rodar un thriller de la ruta 66, aunque casi toda la película transcurra de noche, y entre la niebla.

Mi teoría es que antes no rodábamos estas películas porque nos tomábamos a cachondeo nuestra propia policía. Cómo hacer una de buenos y malos cuando nuestros maderos vestían de marrón desvaído, llevaban un boina en la cabeza y lucían un bigotón pos-franquista (o franquista del todo, que ahí sigue alguno puesto) que los hacía parecer guardias de opereta, casi de auto sacramental, medio turcos o medio mexicanos. Y claro: con esas pintas nadie se atrevía a rodar una película como Bajocero, que demanda una credibilidad, una modernidad, unos fuerzos y cuerpas de seguridad del Estado (como dijo la ministra con su lengua también trabada) que nos recuerden en algo a Los hombres de Harrelson metidos en acción. Ahora ya se puede. Desde hace algunos años, la Policía Nacional parece otra cosa, con los bigote rasurados, el pelo corto y el aire atlético de los uniformados. Y las uniformadas. Y cómo impone, precisamente, ese uniforme azul casi al borde de lo militar, y esos coches patrulla que ya se nos han hecho familiares de tanto rondar por ahí. Antes te cruzabas con un coche de Pascuas a Ramos; ahora, con el coronavirus, te cruzas con cuatro o cinco todos los días, y eso ha creado, quieras o no, una familiaridad, un cierto colegueo en la distancia.

Así que cuando ves a la Policía Nacional enredada en una película como Bajocero ya no te sorprendes de nada, y te dejas llevar por el respeto debido a la autoridad. Javier Gutiérrez no se parece gran cosa a Charles Bronson, pero  ni falta que le hace.





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Los bingueros

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Si Andrés Pajares y Fernando Esteso hubieran nacido, pongamos por caso, en Salt Lake City, hoy los tendríamos por unos comediantes excelsos, de época dorada, de retrospectiva continua. Pero nacieron en Madrid y en Zaragoza, que son dos secarrales ibéricos venidos a más. Y además tienen apellidos muy rústicos, de andar por casa. George Cukor dijo una vez que José Luis López Vázquez podría haber ganado tres Oscars si hubiera trabajado en Estados Unidos. Es probable. Nunca valoramos lo nuestro. Denigrar el cine de barrio es una pose que te da marchamo de moderno y liberal. Ligas más y todo. Pero yo, que me considero progresista, pero no progre, me niego a seguir esta maledicencia. Es obvio que las películas de Pajares y Esteso son casposas y rancias. Podríamos sacarles cien peros si nos pusiéramos a la labor de denigrarlas. Yo mismo, a veces, me siento sonrojar con algunos chistes, con algunos destapes improcedentes. Pero qué le vamos a hacer: éramos así. España era así. Sus cineastas también.

No voy a decir yo, como George Cukor, que Pajares y Esteso hubiesen aspirado alguna vez a ganar los Globos de Oro -bueno, Pajares quizá sí- pero joder, qué buenos eran. La de risas que les debo. Hay dos escenas en Los Bingueros que podría repetirlas hasta la tantas de la madrugada en el DVD, sin parar de reír, si mañana no hubiera que levantarse para ir a  trabajar. Porca miseria.... La primera cuando llegan al bingo de pardillos y Antonio Ozores que les explica el mecanismo de la ganancia. La segunda cuando ganan su primer bingo y ya se creen que todo el monte es orégano, verde como los billetes de mil de las antiguas pesetas.

Pero mañana hay que levantarse para ir a trabajar, ya digo, porque esto del juego ya sé yo sin probarlo que no es la solución para hacerse rico y dedicarse por entero a la novela, y a la bartola, y a la Bartola. Lo dice el personaje de Andrés Pajares al final de la película, cuando comprende que él y su compinche sólo están haciendo el panoli, y descuidando a sus mujeres:

-          Esto del bingo al final es como todos los juegos: sólo vale para el que tiene dinero y le importa un rábano perderlo.

Tendría que apuntárselo como slogan el pobre ministro Garzón, que ahí sigue, luchando contra los molinos de viento.




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Sinuhé, el egipcio

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El que esté libre de haber tropezado con una piedra llamada Nefernefernefer que tire eso, la primera piedra. Todos somos Sinuhé el egipcio. Je suis Sinuhé. Tendré que poner una bandera de Egipto en la foto de perfil -así, de trasfondo desvaído- para declarar mi solidaridad con el pobre trepanador enamorado. Pero no caigamos en el victimismo. Al otro lado del espejo, en el reverso femenino de la blogosfera, están las mujeres que se quejan de tropezar con cabronazos con pintas en el lomo, que según mi abuela eran los peores del ecosistema. Si la bella Nefer, por ser triplemente hermosa y malvada, era apodada Nefernefernefer, ¿cómo se dirá, me pregunto, cabronazo-cabronazo-cabronazo en egipcio antiguo? ¿Cómo se dibujará su nombre, en los hieráticos jeroglíficos?

Qué le vamos a hacer... La selva del amor es así, plagada de peligros, y el que no ha sido mordido por una serpiente ha sido golpeado por un simio desbocado. La gracia está en levantarse, en olvidar, en seguir hacia delante, buscando el amor verdadero, que los gurús de la autoayuda siempre anuncian muy próximo, a punto de caer, lo que produce mucha desconfianza en el usuario. Como le pasó al propio Sinuhé, que luego conoció a dos mujeres maravillosas que en parte le redimieron, aunque sus tiempos eran tan salvajes, y tan faltos de penicilina, que ambas se fueron antes de tiempo, cuando el amor ya parecía que sí, que echaba raíces. Ya al principio del relato, Sinuhé explica que el significado de su nombre es “el que está solo”. Y solo se queda, efectivamente, en cumplimiento de la profecía. Me pregunto qué cojones querrá decir Álvaro en germánico primigenio, mientras miro el paisaje tras la ventana.

La novela de Mika Waltari es una obra maestra. La he releído estas mismas navidades. No ha perdido ni un ápice de su cinismo. El mundo sigue como estaba, y Sinuhé, viajado en el tiempo, podría llegar más o menos a las mismas conclusiones. En la película, por añadidura, salen actrices hermosísimas, del Hollywood clásico e irrecuperable, y aun así, todo es mortalmente aburrido, ridículo en ocasiones, como era de esperar en un peplum de cartón-piedra. Como la película está dirigida por Michael Curtiz, uno espera que en algún momento, para animar el cotarro, aparezca Humphrey Bogart regentando una taberna donde se toque el arpa y se practique el juego ilegal. El Amenofis’s Café, quizá. Pero no.



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