Palm Springs

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El bucle temporal existe. Yo doy fe de ello. Parece una cosa de las películas, de Atrapado en el tiempo, de Palm Springs, de algún episodio disparatado de Rick & Morty, pero en este lado de la pantalla también se confabula la física cuántica para producir jaulas invisibles de las que no se puede salir. Recorridos de Escher, o ruedas de hámster. Paredes invisibles en las que rebotas para regresar una y otra vez al mismo despertar. 

Yo mismo me levanto todas las mañanas en el mismo lado de la cama, con la misma pesadilla en la bruma, y voy calcando los pasos del día anterior, y del otro, y del otro... La ducha, el café, la tostada, las noticias del día -que son otro ejemplo de bucle temporal-, Eddie meneando la cola pendiente de su paseo... Y así hasta que llega la noche, apago el televisor y me voy a la cama con el mismo quejido de huesos ya predoloridos, ya precincuentones, y allí, derrotado, empiezo a soñar con el mismo fantasma que nunca me deja en paz. El de los ojos verdes. El inconsciente, a su modo, también es otro bucle temporal.

Podría ser peor, desde luego. Mi bucle diario es aburrido, pero confortable. Desesperanzado, pero llevadero. En él no hay felicidad, pero tampoco dolor ni tragedia. Un ver pasar las nubes que por un lado ansía el cambio y por otro lo teme como al demonio. Al rescate podría llegar la salvación eterna, pero también la condena definitiva. Quién sabe. Cuando llegue la desesperación intolerable, quizá sólo haga falta un arrojo de tipo valiente. Arriesgarse, tirarse del trampolín al vacío cuántico, a ver qué pasa. O hacer como la chica enamorada de Palm Springs, que después de mucho hacer el gamberro, y de mucho suicidarse sin resultado, decide aprovechar la repetición exacta de los días para estudiar cursos avanzados de física, y encontrar una salida del laberinto mientras su amante, más simple que un pirulí, hombre al fin y al cabo, sólo piensa en nuevas maneras de hacer el amor con ella.

La otra solución -que no es la valentía ni el estudio- es esperar a que se disipe la bruma como hizo Bill Murray en Atrapado en el tiempo. Y en la espera, como él, aprender a tocar el piano, y aprovechar para conocer a fondo a la mujer de sus sueños, para que el día de la liberación no haya negativa posible.



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Contagio

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Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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Noticias del gran mundo

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A veces, cuando veo a Eddie tirado en el sofá, aburrido en el encierro que separa sus paseos, me pregunto si esta vida es la más adecuada para él. Eddie, a su modo, también es un kiowa de las praderas, un ente salvaje que un día apareció abandonado en un camino, como la niña Johanna que se encuentra Tom Hanks camino de sus lecturas. Conmigo Eddie tiene la comida asegurada, el agua, el calor, el paseo puntual por el monte. Hasta sanidad privada, tiene, el muy jodido. Otros perros de por aquí jamás salen sin correa, o languidecen atados en las fincas. Ay, si uno gozara del poder de mover objetos con la mente... Milana bonita.

Puede que sea una sandez, pero a veces siento con pena que éste no es su lugar: que él sería más feliz vagabundeando, libre como un indio, cazando durante un rato y luego tirándose a la bartola en cualquier lugar, a la sombra de un árbol, o al solete de unas hierbas, saludando con el rabo a los que se acerquen a saludar.

A veces también siento que La Pedanía no es mi lugar, aunque la glose de vez en cuando en las fotografías. Siento que me pasa como a Tom Hanks en la película, que tampoco se encuentra a sí mismo. Él, como yo, ha emprendido un vagabundear por la geografía que ya dura demasiado, sin atreverse a detener el carromato. Él sabe que su lugar en el mundo es San Antonio, pero le faltan las agallas, le tiembla el pulso, y le carcomen los recuerdos. Yo, por mi parte, sé que mi sitio está en el mar, en el Norte, como si las olas me llamaran, y la lluvia fuera mi elemento. Pero nunca he tenido el valor de rehacer el petate, de embarcarme en tierra para llegar hasta la orilla.

Afortunadamente, para seguir procrastinando en mi decisión, tengo las estadísticas de mi lado. La Pedanía del siglo XXI es un lugar mucho más prometedor para la longevidad que el Far West del siglo XIX. Hanks, en la película, en un viaje de pocas semanas, tiene tiempo de enfrentarse a varios tiroteos, a un tornado, a un accidente de carromato, a un brote de cólera, a una maldición atravesada que le lanzan los kiowas... Le pasa de todo. Le roza la muerte en demasiadas ocasiones, y al final concluye que ya es hora de dejar de hacer el indio, siendo el, además, anglosajón, y excapitán de los ejércitos. Casi nadie llega a viejo en el Far West, y hay que tomar las decisiones importantes con más celeridad. Yo, de momento, sigo aquí, rascándome la barriga, deshojando la margarita, agarrado como un gilipollas a la esperanza de vida que marcan las estadísticas.



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Mindhunter. Temporada 2

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Todo este periplo por los psicokillers empezó con Hannibal Lecter. Al menos para nosotros, el mainstream, el público de provincias que luego refrescaba las emociones en el videoclub.  Contigo empezó todo... Cuando Anthony Hopkins -repeinado, relamido, con ojos de lunático y ademanes de aristócrata- dijo aquello de que se había comido el hígado de un fulano acompañado de habas y un buen Chianti, produjo un terremoto en la platea que todavía andan recogiendo en los sismógrafos. Los asesinos, de pronto, podían ser tipos cultos, refinados, de trato exquisito, como aquellos nazis que escuchaban una sonata de Schubert después de enviar trenes al campo de exterminio.

El doctor Lecter no era un asesino de El Caso, ni un escopetado de Puerto Urraco. Cuando en la siguiente escena se compadeció de Clarice Sterling porque ella tenía pesadillas con los corderos, el asesino empezó a caernos “bien”, para nuestra sorpresa y nuestra vergüenza, y la gente de Hollywood, que olfatea nuestros instintos confesables, pero mucho más los inconfesables, que son los que al final compran las entradas o se abonan a las plataformas, descubrió el filón que treinta años después todavía anima ficciones como Mindhunter -aunque Mindhunter, curiosamente, esté basada en unos hechos truculentamente reales y científicos. Nos puede la fascinación por el mal, y la empatía absurda, y las ganas de entender.

Mindhunter, en realidad, no procede de la estirpe de Hannibal Lecter, sino de aquel personaje secundario que era el mentor de Clarice Sterling en el FBI, y que soñaba con ser algo más que su mentor... Jack Crawford era el estudioso de las mentes perturbadas que se lanzaban a matar. El especialista en tipos raros que encontraban la satisfacción sexual en el asesinato compulsivo. La sexualidad humana, por reprimida, es rara de cojones, y en el extremo del barroquismo están estos monstruos que luego, en el cara a cara, custodiados por la policía, parecen la mar de salados y razonables. Aquel Jack Crawford de El silencio de los corderos que le miraba el culo de reojo a Clarice Sterling podría ser perfectamente el agente de Holden de Mindhunter: el científico de la perversión, asomado al abismo del ser humano.



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My Mexican Bretzel

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Sospecho que si este experimento fílmico titulado My Mexican Bretzel -a medio camino entre el cine, el documental y la filmación en Super 8 de Abraham Zapruder- lo hubiera firmado un hombre, y no una mujer, las críticas vendrían con menos estrellas, y con adjetivos más ponderados. Vivimos una época de discriminación positiva hacia el cine que ruedan las directoras, y eso, como cualquier discriminación positiva, tiene su lado bueno y su lado malo. El lado bueno son películas como Nunca, casi nunca, a veces, siempre, que quizá, de otra manera, sin el empujoncito de una crítica entusiasta, se me hubiera despistado del panorama general. La mejor película que ha pasado en meses por mi televisor... Pero el karma del cinéfilo es insoslayable: la glotonería, la dispersión, el afán de estar al tanto de casi todo, hace que por cada perla que uno encuentra en la playa, luego se corte el pie con un plástico que flotaba. Por cada hallazgo, un tropiezo; por cada noche soleada, un aguacero deprimente. 

My Mexican Bretzel tiene gracia durante los primeros quince minutos. Y tiene gracia porque uno ya veía informado del juego de mentiras y verdades: la directora, Nuria Giménez Lorang, encuentra unos videos caseros filmados por su abuelo, monta las escenas y luego les pone un subtítulo que cuenta una historia que nada tiene que ver con las imágenes, como si usted cogiera el vídeo de su boda, le quitara el sonido, y con el divorcio ya consumado, le diera por subtitular maliciosamente a los personajes que por allí desfilan, vaticinando el desastre y la falta de concordia.

El problema es que son las once de la noche, viene uno derrotado del día, y el primer bostezo insobornable se abre paso a través de la garganta. Las imágenes son bonitas; algunos subtítulos, también; pero esto no da ni para hacer un mediometraje. A uno se le va el pensamiento hacia este abuelo tan rico que vivía en Suiza, que con una cámara en ristre hizo turismo por toda Europa mientras mi abuelo A se dejaba la salud en la fábrica de vidrio y mi abuelo B vendía pollos en un mercado. Yo me apellido Martínez de segundo; esta chica, Nuria, Lorang. 




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V de Vendetta

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El fascismo no ha muerto. Sólo estaba de parranda. Cuando veíamos a los nostálgicos del III Reich avanzar en todos los países europeos, aquí, en la excepción española, donde todo llega con décadas de retraso, lo mismo la modernidad que la fatalidad, nos preguntábamos: ¿dónde está esa gente? ¿No vota? ¿Se ha extinguido de muerte natural? ¿La modélica Transición pilotada por Campechano I les ha reformado las entrañas? ¿O es que esa gentuza -los racistas, los golpistas, los falangistas de pueblo, los matones, los camisas pardas al servicio de los evasores fiscales, los machistas, los analfabetos de la historia -vota con la nariz tapada a la gaviota que se caga? Y era lo último, sí, como todos nos temíamos.

El franquismo sociológico estaba ahí, agazapado en la calle Génova, en las tertulias de la COPE, en los exabruptos de Federico, esperando su oportunidad. Llevaban cuarenta años esperando al Mesías; y el Mesías, con su barbita bíblica, y su mirada de iluminado, apareció entre los fieles, señaló al demonio de color rojo, y reagrupó a las huestes para proseguir el combate. De momento, a golpe de voto. Luego ya veremos... El Mesías sólo tuvo que disipar los complejos y las mariconadas. "Soy facha, sí, ¿qué pasa?", es la nueva desvergüenza callejera.

El fascismo siempre vuelve. No es un movimiento puntual, sino una marea de la historia. En esto también hay bajamares y pleamares. No lo inventó Mussolini en un rapto de locura: él sólo se subió a la ola. El fascismo es un asunto inscrito en los genes: tiene sus raíces en el miedo instintivo, y en la ausencia de reflexión. Y la mayoría de la gente es así. Lo raro es que no saquen muchos más votos. Que no arrasen. Todavía queda mucho franquismo sociológico por aflorar. La cosa pinta jodida: el virus no se va, la pobreza se extiende, el cabreo se inflama... Crece el orgullo nacional, como si los testículos y los ovarios rojigualdas fueran de una biología especial. Quizá la preferida por Dios. La bandera ondea cada vez en más balcones. Ya nos vamos pareciendo a la América profunda. Sólo nos falta el rifle y la espiga en la boca. Convenía ver “V de Vendetta” para recordar todo esto.




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Brawl in Cell Block 99

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En las películas de mi infancia, al indio que se caía del caballo nunca se le oía el crujido de los huesos al romperse. Al vaquero herido en el OK Corral nunca se le veía el agujero de bala en el estómago, ni le salían espumarajos de sangre por la boca. Al maleante reducido a golpes nunca le veíamos el ojo reventado, o el brazo dislocado, o el pie apuntando en una dirección imposible. Atropellaban a un gángster en la venganza siciliana y jamás oíamos el sonido del cráneo reventando contra el asfalto. Algún gorgoteo de muerte, quizá, en El Padrino, que ya era una película “ultraviolenta” de los años setenta, no apta para todas las sensibilidades. En las películas bélicas, los que eran  alcanzados por la metralla o por la onda expansiva simplemente pegaban un brinco y caían al suelo como muñecos de trapo, desmadejados, sin que los brazos, o las piernas, o la cabeza misma, se desgajara del cuerpo dejando un pozo petrolífero en el lugar de la inserción. 

En las películas de Primera Sesión o de Sábado Cine, que fueron nuestro primer contacto con la violencia de la tele, los seres humanos no tenían órganos por dentro, ni huesos, sino felpa, borra de muñecos. La violencia no sólo era ficticia -de actores que eran suplidos por especialistas en las escenas más peligrosas -sino que además era una violencia incruenta, desgrasada, y desangrada. Quizá por eso, todos los niños de mi generación -salvo los más raros del vecindario- éramos unos belicosos perdidos, todo el día recreando batallas y escaramuzas, en la percepción idiota de que la violencia no olía, ni sonaba, ni reverberaba en escenas vomitivas que daban mucho asco.

Tuvieron que venir estos cirujanos del mondongo como S. Craig Zahler -y mucho antes que él los Tarantino, o los Carpenter, o los David Cronenberg- para hacernos ver, no sé si con buenas o con malas intenciones, no sé si porque están perturbados o porque son unos pedagogos de la realidad, que cuando tipos como este Bradley Thomas la se pone a repartir estopa, o se la reparten a él, se produce una cacofonía asquerosa de vísceras y osamentas. Un placer culpable. Un apartar la mirada de vez en cuando. Un entrever por los dedos. Una pose y una incógnita. Una valentía idiota. Un entretenimiento culpable, pero del copón.




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Cómo sobrevivir en un mundo material

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Cómo sobrevivir en un mundo material es un título engañoso, falsamente dualista. Porque el mundo sólo es materia, y el espíritu sólo es materia que sueña con no serlo. El carbono y el hidrógeno, los muy tunantes, que aspiran a trascenderse en el éter... Una pamplina metafísica. Miseria de protones que sueñan con vivir por encima de sus posibilidades. Afirmar que el mundo es material es como afirmar que la piedra es pétrea, o que la carne es cárnica. No hay más cera que la que arde, vino a decir el abuelo Karl de Tréveris. Marx nos enseñó la verdad indudable del materialismo dialéctico: la vida es materia, y la materia es cognoscible, asunto científico. Y todo lo demás -la fantasía, lo inmaterial, el mundo platónico de las ideas- sólo es el pedo que nos tiramos para hacer un poco de terapia. Necesario, ma non troppo. No era exactamente así, ya lo sé, pero yo me entiendo.

Supongo que lo quieren decir los distribuidores españoles -porque el título original, Kajillionaire, no va por los derroteros de la filosofía- es que vivimos en un mundo “materialista”, en la acepción de superficial y rastrero, de interesado y bursátil. Una selva capitalista de todos contra todos, y sálvese quien pueda. La mar salada de los tiburones y las pescadillas: los ricos, que nos devoran, y los pobres, que nos devoramos a nosotros mismos, mordiéndonos la cola. Si van por ahí los tiros, entonces sí, el título tiene cierta lógica, porque la película cuenta las tribulaciones de la familia Jenkins para sobrevivir en el mundo hipercalórico y ultraegoísta  de California. Unos estafadores profesionales que en vez de emprenderla con el ricachón se aprovechan del incauto, o del despistado. Qué lejos queda de California el bosque de Nottingham.,..

Lo que no tiene perdón de Dios -de la idea de Dios, mejor dicho- es que la materia más hermosa del Universo, Evan Rachel Wood, la única conformación molecular que podría aspirar a ser inmaterial y divina, aparezca en la película con unas greñas densísimas, materiales a tope, que enmascaran su belleza sobrenatural. ¿Para qué? ¿Para aspirar a ganar un Oscar? Evan Rachel Wood está más allá de estos materialismos.




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