Pajares & CIA

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En las estanterías, donde la videoteca, guardo dos películas perpetradas por Andrés Pajares y Fernando Esteso. No presumo de ellas, pero tampoco las oculto. Forman parte de mi educación sentimental, aunque no sean muy educativas que digamos. Pero son curriculum vitae de este cinéfilo provinciano. Y además son muy divertidas, qué narices. Una es “Los bingueros”, y la otra, “Yo hice a Roque III”. Son lo único que se puede rescatar de esta filmografía tan polémica y superada.. Las otras películas no las aguanto ni yo, y eso que tengo -creo- bastante sentido del humor, y que comprendo -creo- que las películas tienen un contexto histórico que quizá no las justifica, pero sí que las explica.

Digo esto -y es el punto central de cualquier tertulia que trate de Pajares y Esteso- porque sus películas son indudablemente zafias y cochinorrras. Machistas o machirulas. Las dos que yo guardo en mi casa son las más presentables ante las amistades. Las más refinadas dentro de la obviedad. En un par de escenas puedes hacer como que no has visto, como que no has escuchado, y seguir con la sonrisa tonta el resto de la función. “Centauros del desierto” va de un tipo racista que escupe cosas inadmisibles hoy en día y sin embargo es una obra maestra del western. “Los bingueros” y “Yo hice a Roque III” quizá no sean unas obras maestras de la comedia, pero creo que ustedes entienden por dónde voy.

Más allá de los argumentos puntuales, las películas de Pajares y Esteso siempre van de dos fulanos que quieren  hacerse millonarios y en la aventura se encuentran con muchas mujeres que se despelotan ante sus narices sin exigencias del guion. Una simplicidad de macho ibérico, de salidorro de la Transición. Lo curioso es que en aquella época estas películas eran para progres porque había adulterios y se veían tetas a gogó. Pero ahora sólo podrían reivindicarlas los votantes de VOX, que son muchos e influyentes. Yo las reivindico en lo que tienen de risa, de astracanada, de retrato de una época superada. Yo entiendo a las feministas que cargan contra ellas. Pero también quiero que ellas me entiendan a mí. 







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El callejón de las almas perdidas

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“El callejón de las almas perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo mientras caminamos.

Se me ocurren un par de directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale trastabillada o desenamorada de los locales...  Uno de esos directores, por cierto,  también es mexicano, González Iñárritu, que cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande.  Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.

Lo que viene a contar “El callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El palito y el caramelo.

Hoy, por ejemplo, ha regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...





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La mujer del aviador

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La semana pasada empecé a leer “Justine”, la primera novela del Cuarteto de Alejandría. Y yo, que siempre pongo caras de actores y de actrices a los personajes, elegí el rostro de Marion Cotillard para encarnar a esta mujer que es la amante de todo quisqui pero la mujer de ninguno. Sin embargo, mientras leía, yo mismo no estaba muy contento con la elección de doña Marion: el nombre de Justine me había empujado casi sin remedio al universo de lo francés, y ahí, buscando a la mujer de cabellos morenos y rasgos judíos que describe Lawrence Durrell, se me coló Marion Cotillard como una solución de urgencia para no demorarme demasiado en los párrafos

Así he avanzado más o menos dos tercios de novela, fascinado por la escritura pero incómodo con el cásting, hasta que hoy, viendo “La mujer del aviador”, he encontrado el rostro perfecto para encarnar a esta mujer liviana que no va rompiendo corazones, sino desmontándolos pieza por pieza para que no vuelvan a funcionar. Justine, como el personaje de Marie Riviére en la película, es la mujer que se entrega sin darse; la lianta; la inabordable. La que se deja querer justo hasta la raya de su capricho. La que va de cama en cama pero no deshace ninguna en realidad. La que es capaz de acostarse con un amante mientras piensa en el siguiente que vendrá y al mismo tiempo, con otra parte del cerebro preservada, es capaz de evocar un amante perdido entre las brumas de Alejandría. O de París. Justine, como Anne en la película, es la mujer que presta su cuerpo pero jamás concede  su alma misteriosa. Una trampa mortal. Un laberinto hecho de antojos y de traumas.

Por lo demás, “La mujer del aviador” es otra película de Eric Rohmer que trata de aclarar las lindes de los amores, como una topografía de lo sentimental. Sexo verbal entre franceses y francesas. ¿Dónde está el límite entre los celos y el recelo; entre la preocupación y la posesión; entre el sexo y la jodienda; entre la entrega y la independencia? ¿Entre el amor y el divertimento?





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Los celos

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Donde hay amor, hay celos. Y quien diga que ama sin sentir celos miente. O no ama.  Un amor que no teme perder a su amante es un medio amor, o es una nada. Un pasar el rato, un divertirse. Un saltar de flor en flor.

Pero los celos, para que el amor no enferme de suspicacia -lo cantaba Elvis Presley en “Suspicious mind”- tienen que viajar muy diluidos en la sangre. Yo diría que en un porcentaje parecido al de los oligoelementos, que son esos minerales imprescindibles para vivir pero que apenas tienen peso en el organismo. Moléculas que vienen y van cargándonos de energía, pero livianas y casi indetectables. Así deberían de ser los celos: necesarios, pero solo cognoscibles en un laboratorio. O en una visita al psicólogo de confianza. Los celos deberían ser un leve temblor en la tripa y ya está; una radiación cósmica de fondo. Un leve incordio, pero también un recordatorio de que seguimos enamorados y cabalgando en la madrugada.

Los celos, cuando se desatan, son una reacción química de alta energía que siempre termina con la explosión de Chernóbil. Un fallo en el sistema de refrigeración hace que los neutrones se desacoplen, choquen con otros núcleos y liberen una nube de energía incontenible que levanta la tapa de la cabeza. Es un mecanismo que puesto en marcha ya no tiene remedio tecnológico. No al menos en el siglo XXI. Quizá nuestros bisnietos ya sean capaces de curarlo todo con una pastilla.

Luego, lo curioso, es que esta película titulada “Los celos” no va de celos en realidad, sino de realidades palmarias. De cuernos dolorosos y prominentes. Louis es un hombre despreciable que se acuesta con cualquier mujer que se cruza por su vida, y Claudia, que lo sabe, porque él tampoco disimula demasiado, sufre en silencio sus traiciones. Pero esto, ya digo, no son celos, sino constataciones. Un manipulador y una víctima. Y para más inri, una realidad habitacional que tampoco ayuda demasiado. Una buhardilla sin luz y con humedades. Quizá una metáfora de su relación.





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Spencer

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No me interesa nada “Spencer”. Como no me interesa nada el personaje de Lady Di, “la princesa del pueblo”. La princesa de los plebeyos, querrán decir. Educada para casarse con un lord, o con un empresario de la City, Diana tuvo la inmensa suerte de casarse con un príncipe de Gales, que era el único que había. Es cierto que el cuento de hadas se tornó muy pronto en relato de Lovecraft: Diana sufrió, lloró, fue tratada como a una incubadora con piernas que sonreía a las multitudes. Su Alteza, el Útero Paridor. La cara sonriente de los Palurdos Medievales, ese grupo musical... Esto es lo que cuentan en la película de Pablo Larraín a modo de pesadilla.

Pero Lady Di se rehízo, vaya que se rehízo, porque los ricos también lloran, pero cuando hay pasta gansa lloran mucho menos y durante menos tiempo, y en lugar de enamorarse de un hombre del pueblo para sanar su corazón -un maestro de Primaria, por ejemplo- decidió que lo mejor era colgarse del brazo de un multimillonario que era dueño de no sé cuántos imperios comerciales. Fincas y palacios, caballerizas y playas privadas. Otro príncipe del pueblo. Otro “Candle in the wind”. Hay que joderse.

No me interesa “Spencer” porque todo esto ya lo supimos por los periódicos cuando sucedía. Y porque además ya nos lo habían re-contado en “The Crown”, que es esa serie ejemplar con muchos más refinamientos. Y alguno dirá: “Si no te interesaba la película, ¿pa` qué te metes a torear, Manolete?” Pues porque yo, queridos lectores, y queridas lectoras, me debo a mi gente, a mis cinefilias particulares, que entretienen mi asueto y me dan argumentos para escribir. Yo, por ejemplo, me debo a Pablo Larraín, aunque a veces me salga rana y no príncipe de las pantallas. Y me debo -muy mucho- a Kristen Stewart, que siempre sulibeya mis instintos, aunque aquí la hayan disfrazado de aristócrata británica con un acento impostado, y haciendo gestos raros con el cuello. Kristen está incómoda, impropia, para nada un viento fresco o un retrato peculiar. Bueno: peculiar sí. 





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Star 80

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Si Paul Snider volviera de entre los muertos no tendría más argumentos que exponer que la mató porque era suya. Un razonamiento de australopiteco venido a menos. Y que me perdonen los australopitecos  “O mía, o de nadie, sí, ¿qué pasa?”, nos diría Paul Snider mientras se repeina otra vez la coronilla y se ajusta la huevada. El raciocinio cebollino. La cejijuntez de la mirada. La culminación asesina del machomán de las galaxias.

Y el machomán de las galaxias, para nuestro sonrojo evolutivo, es una especie que nunca está en vías de extinción, como demuestra que este crimen de “Star 80” lo vemos casi a diario en los telediarios del siglo XXI. Y da igual la clase alta que la clase baja; las mansiones de Hollywood que los pisos de extrarradio. Da lo mismo oriundos que emigrantes; gente resalada que gente retorcida. Inteligentes que bobos. Es igual. Los machomanes son como los estúpidos que describió Carlo Cipolla en su libro celebérrimo: una plaga bíblica y universal.

Sí, queridos amigos de “El hombre y la tierra”: el chuloputas se reproduce sin parar porque siempre encuentra quien escucha sus gilipolleces genéticas, y sus galanterías engominadas. Y es un poco incomprensible en ocasiones. A veces estos tipos son silenciosos, escurridizos, y no se les ve venir hasta el final. Son guapos, educados, intachables... Pero estos ejemplares de los que hablamos, como el tal Paul Snider de la película -y ay, también, de la vida real,  lucen plumas multicolores, y se gallean como bípedos implumes. Se les ve venir a la legua. La misma Dorothy Stratten quedó deslumbrada por la “sofisticación” de este imbécil palmario que la sedujo mientras pisaba el acelerador de su buga.  Pobre mujer... La inexperiencia de la vida. Y el amor, que es ciego.



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El Pepe, una vida suprema

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En la tradición judía, los lamedvovniks son los 36 santos que en cada generación de los hombres salvan el mundo. Los 36 justos que con su virtud laboriosa, y con su ejemplo silencioso, impiden que Dios destruya el mundo avergonzado de sus criaturas.

Si hiciéramos una encuesta rápida, de las de andar por casa, todo el mundo se atribuiría ser un lamedvovnik. Que levante la mano quien no se crea la más bondadosa criatura de su barrio, o de su entorno laboral. De su familia. De su pareja. De cualquier actividad en la que participe. Que no se tome a sí mismo por la única oveja blanca que pasta en el rebaño. Todos nos creemos  distintos, tocados por el dedo divino.

El cálculo del número 36 procede de la cábala judía. Algunos rabinos admiten que los justos podrían ser unos pocos más o unos pocos menos; si el concepto es válido, la numerología  no importa tanto. Pero lo que está claro es que aquí no hay medallas para todos. 8.000.000.000 - 36 es una cuenta que deja mucha gente en la cuneta. Yo, por supuesto, para ir avanzando en el cásting de “Operación Triunfo”, no me tengo para nada por un lamedvovnik. Justo soy lo justo; y buena persona, pues según con quién, y para qué.

A lo largo de mi vida -hablo del mundo real y provinciano- sólo he conocido un par de personas que podrían llevar en su espalda el peso del mundo, el destino de nuestra salvación. Ellos, por supuesto, no eran conscientes de su alta responsabilidad. Ni siquiera se darían por aludidos si alguien les gritara “¡Eh, lamedvovnik!” por la calle. Porque esa es la primera condición que impone la tradición: no saber que lo eres. Vivir en la ignorancia de tu desempeño. Así se impide que el espejo te devuelva una imagen narcisista que todo lo arruinaría.

Pepe Mújica es un lamedvovnik. Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo, que cree que lo es, no.





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Amante por un día

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Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia, que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a quienes hacen escolásticas con el lenguaje.

Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto. Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias. A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.

Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película- es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce el terremoto.





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