Sombrero de copa

🌟🌟🌟

El sombrero de copa ya está pasado de moda. Ahora las clases pudientes se ponen gorras de béisbol para celebrar sus aquelarres, como atestiguan los hijos de Logan Roy en “Succession”. Pero hace años, en las películas de época, el sombrero de copa era el distintivo de las clases altas, burgueses o aristócratas, que se juntaban a la entrada de las óperas y de los teatros para medirse las pollas -ellos- y las joyas -ellas. El abuelo Sigmund opinaba -y si no lo opinaba le quedaría de perlas la afirmación- que el sombrero de copa era un símbolo fálico, una erección de autoestima que se elevaba sobre el cerebro menos usado por los hombres. 

De pequeño veías un sombrero de copa en la tele y te decías: esto es una película distinguida, de gentes refinadas y ambientes exclusivos. Champán, bailes de salón, Fred Astaire y Ginger Rogers bailando como ángeles enamorados... Nada que ver con el neorrealismo italiano, o con el neorrealismo de León, donde todo eran  voces de verduleras y eructos de borrachuzos. Pero luego, en la adolescencia, empecé a leer “El Jueves” y comprendí que el sombrero de copa era un signo de opresión tan simbólico como la cruz de los curas o la  bandera de los yanquis. Los capitalistas que allí se dibujaban -panzudos, sonrientes, con el puro en la boca y el sombrero en la testa, siempre tramando una nueva guerra o una nueva explotación- estaban inspirados en estos mismos hijos de puta que protagonizan “Sombrero de copa”, y que allá por la Gran Depresión, mientras la plebe se quedaba sin trabajo y comía las uvas de la ira, acaparaban dólares y tierras para garantizar el lujo de sus familias.

Los únicos que se salvan en esta función -porque además la película es mala con avaricia, tonta hasta el paroxismo- son, por supuesto, esos dos ángeles con alas en los pies, que ajenos a la lucha de clases se persiguen por los salones en su baile prenupcial.  




Leer más...

Una bonita mañana

🌟🌟🌟


En “Una bonita mañana”, los ojos se me van todo el rato a Léa Seydoux. Nos ha jodido, con su belleza sin par. Pero no es sólo por eso... Max, mi antropoide interior, que se pasa el día entero columpiándose en el neumático pero luego presta mucha atención a las películas, envidia mucho a este suertudo que finalmente a conquista, el tal Clément, que además de ser cosmobiólogo -imbatible- es un tipo guapo de verdad -más imbatible todavía. Es el rollo que se gasta, y la barbita, y las poesías que escribe a Léa por el WhatsApp.

Max es un tonto del culo que no asume nuestro paso por el tiempo. Él es mi Ello freudiano, la instancia mental que solo conoce la inmediatez de los instintos. Y mientras haya instintos -y yo, medio provecto y todo, todavía tengo instintos que me erizan la piel- Max piensa que el tiempo de la juventud sigue presente y nunca caduca. Pobre mentecato... Pero también es verdad que esta mía es una edad rara y ambigua. Ni joven ni anciano. Un poco ajado, sí, o más bien cansado, como si ya casi todo me rebotara o me resbalara. No falto de apetitos, pero sí desconfiado de los mismos. Deseoso, pero también deseoso de no desear ya nada. No sé si me explico... 

En cualquier caso, todo esto es muy complicado para Max, que carece de pensamiento abstracto y se deja llevar por sus entusiasmos de animalico. Mientras él fantasea con la conquista de una mujer parecida a Léa Seydoux -en La Pedanía no las hay, pero internet es tan ancho como Castilla-, yo, Faroni, que soy propiamente el Yo de mi psicología, el que vive consciente de mi edad y de mis prestaciones, me fijo más en el personaje del padre, ese profesor de Filosofía aquejado por un síndrome raro que ya no le deja leer ni apenas razonar. Hay algo que se me remueve por dentro cuando Léa tiene que hacerse cargo de la biblioteca que su padre acumuló y no sabe qué hacer con ella. “Regálala, o tírala”, le aconsejan, y ella rompe a llorar porque en esos libros es como si residiera el alma de su padre. 

Mientras Max se acaricia sus partes simiescas, yo pienso en mi hijo cuando tenga que gestionar todo esto que me rodea en el salón. Soy tan joven y tan viejo... Like a Rolling Stone.






Leer más...

La loba

🌟🌟🌟


Si el otro día vi a Olivia de Havilland en “La heredera”, hoy he visto a Bette Davis en “La loba”. Dos señoronas de mansión burguesa y norteamericana. Se diferencian en que la primera es una víctima de los hombres y la segunda una fustigadora de los mismos. Pero se parecen en que las dos terminarán sus días más solas que la una, la primera escarmentada del amor y la segunda porque el amor es un sentimiento que le resbala por el escote. 

En realidad todos los espectadores llevamos una parte de la heredera y una parte de la loba, y así, poco a poco, vamos labrando nuestro destino solitario.

En los años 40 la damas de la escena no se quejaban de tener pocos papeles o de que fueran insulsos y de relleno. Solo en el western o en el género bélico se veían desplazadas para que los vaqueros y los marines chuparan pantalla y de paso el sempiterno cigarrillo. Pero en los dramas y en las comedias ellas eran la costilla de Adán respondona e incluso mandona. “La loba” superaría con creces el test de Bechdel que ahora condena o salva la decencia feminista. A saber: en la película hay dos personajes femeninos (Loba y Lobezna), mantienen conversaciones enjundiosas entre ellas (vaya  que si las mantienen) y hablan sobre algo distinto al amor por un hombre o por los hombres en general (mamá, eres una puta avariciosa; hija, eres una niñata de mierda).

Por lo demás, “La loba” serviría para ilustrar este libro que ahora mismo estoy leyendo sobre los mecanismos de la herencia. En él hay un capítulo dedicado a los peligros de la endogamia: dos genes recesivos se encuentran frente a frente en un cromosoma, se saludan muy educados pero extrañados por la coincidencia, y a partir de ahí montan un estropicio en forma de enfermedad mortal o de tara sin remedio. 

Si el autor del libro pone como ejemplo la mandíbula de los Habsburgo, Wiliam Wyler, en la película, pone como ejemplo la avaricia desenfrenada de la familia Hubbard, que es una saga de esclavistas sureños muy dada al matrimonio entre primos y primas, por aquello de salvaguardar las herencias y de no mezclarse con los defensores de los negros. Pura gentuza, como se ve. 





Leer más...

The Offer

🌟🌟🌟🌟🌟


Será la casualidad, pero hoy mismo, al terminar de ver “The Offer”, he leído que la ciencia ha vuelto a demostrar el entrelazamiento cuántico entre partículas. Es decir que: cuando dos cosas del mundo subatómico están muy conectadas entre sí, da igual la distancia que las separe, y aunque vaguen por puntas opuestas del universo, lo que le hagas a una repercutirá automáticamente en la otra. Es un misterio, sí, un pensamiento contraintuitivo, y por eso Albert Einstein se tiraba de los pelos y se los dejaba así en las fotografías, incapaz de asumir con la razón lo que le gritaban las matemáticas.

El entrelazamiento cuántico no tiene continuidad en nuestro mundo macroscópico, que es el mundo de las películas y los trabajos, los partidos de fútbol y los cafés a media mañana. Pero sí así fuera, sería la jubilosa confirmación de que existe, por ejemplo, el amor verdadero, y de que dos personas que se entrelazan en una cama ya vivirán enredadas el resto de sus vidas, siempre pendientes la una de la otra. 

El entrelazamiento cuántico también explicaría esta curiosa relación que yo mantengo con “El Padrino”, pues ambos nacimos en la misma madrugada del año 1972. Lo he consultado en internet y es verdad: “El Padrino” y yo tenemos exactamente la misma edad, y por tanto la misma carta astrológica. Mientras yo nacía después de los dolores, la película celebraba su premier en un gran cine de Nueva York. Es esa misma premier que se recrea en un episodio de “The Offer”, y que a mí me conmueve porque gracias al misterio cuántico es como si yo mismo participara en el evento, berreando entre Francis Ford Coppola y Albert Ruddy, Robert Evans y Marlon Brando, también muy nervioso por el futuro que me aguardaba.

Quiero decir que las erosiones que le van cayendo a la película son las mismas que me van cayendo a mí. Claro que a ella la pueden restaurar y a mí no... Y que cuando una serie le rinde homenaje, en cierto modo me siento aludido y halagado, aunque contrariado por el paso del tiempo. Aunque yo naciera al otro lado del océano - a las 4 de la madrugada que allí eran las 10 de la noche- me siento parte de esta familia cuántica. De la famiglia. 




Leer más...

Lawrence de Arabia

 🌟🌟🌟🌟


Dicen que la elipsis más famosa de la historia del cine es la del hueso lanzado al aire que se transforma en la nave espacial de “2001”. Puede ser. Pero cuando Lawrence enciende una cerilla en El Cairo y de pronto se enciende el sol en el desierto -y qué sol, además, esa mezcla psicodélica entre el naranja y el amarillo- también te quedas turulato en el sofá. Han pasado 61 años y el efecto sigue tan fresco de puro caluroso. 

Yo vi una vez “Lawrence de Arabia” en pantalla grande -creo que cuando estrenaron la copia restaurada- y me pareció que los años no habían pasado por ella. Ahora, veinte años después, hay cosas que me chirrían un poco, pero son peccata minuta en comparación con los grandes momentos: lo de la cerilla, y la toma de Aqaba en una bahía de Almería; Lawrence danzando encima de los vagones y el espejismo que se convierte en Omar Sharif cabalgando por las arenas. Y sobre todo: ese Consejo Nacional Árabe que al final de la película, tras la toma de Damasco, es incapaz de ponerse de acuerdo porque una tribu controla el agua y no la cede, y otra los generadores de energía y lo mismo que te digo, y es como ver a la izquierda española tratando de sumarse al proyecto de "Suma". 

Yolanda Díaz, por cierto, tiene una nariz muy propia de los arábigos.

Mi cinefilia es esta memoria pedante, y también este vicio cotidiano. Pero también es un álbum de recuerdos: unas fotografías más queridas que las de la propia biografía, porque estas últimas caducan, con el tiempo se vuelven dolorosas o intrascendentes, y a veces toca hacer limpieza en los almacenes. mientras que Lawrence cabalga por las dunas del desierto como cabalgará siempre por las circunvoluciones de mi cerebro.

Solo cuando aparece Obi-Wan Kenobi disfrazado de príncipe Faisal se me cae un poco el tinglado de la jaima. Yo sé que ese hombre es sir Alec Guinness, y que lo ficharon porque era un actor muy querido por David Lean, pero yo, que descubrí “Lawrence de Arabia” mucho después de “La guerra de las galaxias”, no puedo evitar que los desiertos se me enreden. A veces pienso que estamos en Tatooine y que los moradores de las arenas van a sumarse a la rebelión contra los turcos. 





Leer más...

La heredera

🌟🌟🌟🌟


La heredera en cuestión es Catherine Sloper, la hija del doctor Sloper, una neoyorquina del siglo XIX que viste con corsés y miriñaques incluso pasea por su casa. Me acordé de Carlos Pumares cuando se reía de aquel cardenal de “El Padrino III” que era asesinado en su propio palacio vestido como tal, a las tantas de la madrugada, sin haberse puesto el pijama para tomarse el cola-cao o recibir la compañía sexual de la dolce vita vaticana. 

Peccata minuta, en todo caso, lo de Catherine Sloper y su vestuario fuera de lugar. Cosas de las viejas películas, que a veces, en su afán de recreación, para que se viera la labor de vestuario y el diseño de producción, no estaban muy pendientes de estos detalles que ahora nos rechinan. “La heredera” es un clásico cojonudo, insospechado, que yo enfrentaba con el dedo ya apretando el botón de los bostezos. Yo quería, en esta semana de Pasión, a modo de penitencia por mis muchos y horrendos pecados, proseguir por aquí este miniciclo dedicado a William Wyler, que es un director que sale muy citado en los libros de conversaciones con Billy Wilder. Primero porque los dos eran amigos -ambos exiliados centroeuropeos y residentes en Hollywood-, y segundo porque mucha gente los confundía por el apellido y enredaba la autoría de sus películas. Cuenta Billy Wilder que ellos mismos se llamaban entre sí señor Monet y señor Manet, para hacer la gracia y compararse con aquellos dos pintores del impresionismo francés. 

Y al final, ya ves, la película me gustó, y tuve que tragarme mis prejuicios de cinéfilo moderneta. El tema central de “La heredera” es que por el interés la quería don Andrés. En este caso no Andrés el del dicho popular, sino el caballero Morris Townsend, un petimetre descarado que ha puesto el ojo en los 10.000 dólares de renta anual que ella disfruta por cortesía de su padre. Catherine es una mujer poco inteligente, feúcha, con muy poco mundo recorrido. Y lo peor de todo: una enamoradiza que dice sí al primer interesado en sus favores. Carne de cañón para los desalmados que no le hacen ascos a un polvo sin deseo, pero bien remunerado. 



Leer más...

Close

🌟🌟


“Conócete a ti mismo...”, predicaba Sócrates por las calles de Atenas. Lo dijo 2.500 años antes de que estos dos chavales se hicieran inseparables y luego ya no. 

La prédica de Sócrates, perogrullesca, pero de una sabiduría inigualada, todavía resuena en nuestros oídos. Y sin embargo, ay, somos muchos los sordos, los necios, los empecinados en desconocernos. Y así nos va, claro. No existe peor defecto que no conocerse. Que elegir al tuntún, llevado por la presión o engañado por la publicidad. Bueno, sí, el mío: conocerse y no hacerse ni puto caso. Saber qué es lo más conveniente para uno -y lo mismo hablo del menú del día que de las jodiendas del amor- y sin embargo tomar el camino torcido, o el que está lleno de barro, aun a sabiendas de que ese camino no es el escogido por la lucidez. Es como una pereza del buen juicio, como un extravío bobo de la voluntad. Como un afán de autojoderse vivo, a ver hasta dónde llega la tontuna. ¿Será, acaso, una ruta desviada y laberíntica hacia el socrático autoconocimiento? Es el consuelo que me queda.

Me pasa igual con el asunto de la cinefilia, que no es tema baladí para mi vida. Más bien capital y trascendente  Una buena película me cura la tristeza del domingo, que es inabarcable; una mala película termina de hundirme en la miseria. Rematar la semana con una sonrisa o con una emoción sincera puede borrar todo lo anterior: la soledad, el tiempo perdido, la inanidad de casi todo... Este domingo pasado yo pude haber visto otra cosa: seguir con “The Offer”, o insertar un clásico garantizado en el Blu-ray. Pero no: me dejé llevar -y ya van cien, o cinco mil- por estos culturetas que defienden el cine europeo a capa y espada, y que presentan cualquier nadería como una “obra maestra de los sentimientos”. Terrible expresión que suele enmascarar la cursilería, la sensiblería, la afectación. La pornografía pringosa del alma.  Y yo lo sé, lo sabía, pero me dejé llevar... Si mi carne sexual es débil, mi carne neuronal es puro blandiblú. 




Leer más...

Vacaciones en Roma

🌟🌟🌟🌟🌟


A los hombres en general no les pone mucho Audrey Hepburn. A mí sí. Ellos prefieren curvas, excesos, mondongos... Yo, en cambio, prefiero sutilezas, esbelteces, radiografías divinas de los suspiros.  No estoy hablando del encanto de Audrey, de su dulzura, de sus aires de princesa -y más aquí, que hace de princesa del país Ignoto. No. Lo que yo digo es que ella me pone, me excita, me gusta cantidad. Es ese cuerpo de bailarina truncada, y ese cuello longilíneo, y ese rostro que cuando sonríe te nubla la vista y cuando llora te devasta el corazón. No quisiera escribir que Audrey está muy buena porque me parece un piropo vulgar y fuera de sitio. Pero lo está.  

Pero tranquilas, y tranquilos, que no me sobo en el sofá mientras la contemplo. Mi deseo por Audrey, aun siendo sexual, muy sexual, pertenece a una sexualidad sublimada, ¿Amor, incluso? Puede que sí. Pero yo estoy con Woody Allen cuando dice que el amor más limpio también tiene que ser el más sucio. No sé... Habrá que convocar un concilio vaticano para discutir estas sutilezas de la metafísica.

En “Vacaciones en Roma” hay unos cuantos fotogramas en los que Audrey se rompe de guapa, de ángel adorable pero carnal. Por un momento, antes de lanzarme a la escritura, temí estar cometiendo un delito al componer estos versos, pero internet -ese invento del diablo que quizá enreda con las fechas para la condenación de mi alma- me aclara que Audrey ya pasaba de los veinte cuando encarnó a la princesa Ana. En la vida ficticia podría ser mi hija, pero en la vida real podría ser mi abuela.

Para que se produzca el romance de la película se dan dos circunstancias: que la princesa se escapa del palacio y que es tan guapa que sólo un hombre como Gregory Peck se siente capaz de enamorarla. Creo que una vez quisieron hacer un remake con nuestras princesas de Borbón -las antiguas, digo, la Elena y la Cristina- y los guionistas no pudieron pasar de la primera página. ¿A quién iba a enamorar la primera, con su cara de..., y la segunda, con su altivez de...? Puede que con la infanta Leonor, que es la de ahora, se lo estén repensando. ¿Ya ha cumplido los 18...? Espera que lo miro.





Leer más...