Cites. Temporada 1

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En el año 2015, cuando se estrenó “Cites” en la televisión de Cataluña, todavía no estaba muy bien visto esto de ligar por internet.  No al menos en la España Vaciada. Lo sé porque yo me apunté a finales del año 2016 y me acuerdo de cómo me miraron los amigos cuando les dije que me había suscrito a Tinder, y a Meetic, y a la Virgen de la Encina, patrona de estos lugares, a ver si obraba el milagro de un arrejuntamiento. 

Me llamaron de todo, y me insinuaron de todo, y ya recompuestos del patatús, me dijeron que era mucho mejor probar con el método clásico: comparecer a las tantas de la mañana en los últimos bares del lugar, copa en mano y camisa abierta, a ver si algún resto de la madrugada se avenía a empezar una historia de amor tan corta como la noche o tan larga como la vida. Pero como yo soy muy tímido y además no tengo pecho lobo para presumir, decidí quedarme en las aplicaciones y esperar. El primer amor tardó mucho en llegar porque uno vale lo que vale -más bien poco- y porque además el valle de La Pedanía es tierra de paganos, dura de pelar, y aquí todavía no han llegado los profetas para explicar que no pasa nada si la vecina se entera o si el primo te mira raro. Que no pones en riesgo la honra del apellido endogámico si alguien te descubre buscando el amor fuera de los pubs o de las colas del supermercado.

Entre unas cosas y otras, llevo casi siete años entrando y saliendo de este mundo de las citas. Las tres veces que lo abandoné juré, enamorado, que jamás volvería a entrar. Que ya no volvería a necesitarlo. Como cuando apruebas una oposición y crees que nunca más pisarás la Universidad. Pero juré en vano, claro, porque luego la vida tiene sus propios argumentos y no hay otro remedio que acatarlos. Tuve citas catastróficas, de risa y de miedo; algún beso se perdió por ahí; un polvo, una vez, y dos relaciones que casi acabaron en matrimonio. Con papeles y todo... Quiero decir que yo mismo podría trabajar en “Cites” de guionista o de asesor, aunque el amor en La Pedanía y sus alrededores no tenga mucho que ver con el amor en Barcelona, siempre tan locuaz, tan sonriente, tan falto de prejuicios... 





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El puente sobre el río Kwai

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Antes de encontrar su retiro definitivo en los desiertos de Tatooine, Obi Wan Kenobi pasó por el planeta Tierra para participar en las otras guerras de nuestra galaxia. 

En el frente asiático de la II Guerra Mundial, Obi Wan adoptó el nombre de coronel Nicholson y se puso al servicio de Su Majestad del rey de Inglaterra. Obi Wan no podía ir con los nazis porque sus uniformes se parecían demasiado a los uniformes del Imperio Galáctico. Ni tampoco con los japoneses, porque los cascos rituales de los samuráis le traían a la memoria el casco respiratorio de Anakyn Skywalker, su más querido y perdido alumno, al que prefería desterrar de su recuerdo. 

Eso que el coronel Nicholson lleva durante toda la película no es un bastón de mando, sino la espada láser camuflada. No puede usarla para pelear porque daría demasiado el cante y alertaría a los seres humanos de su procedencia cuasi mágica y extraterrestre. Pero tenerla entre sus manos le confiere seguridad en sí mimo y le reafirma en sus valores innegociables de caballero Jedi. Es por eso que el coronel Nicholson se muestra tan cabezota durante toda la película, imperturbable ante las amenazas del coronel Saito o ante las sugerencias de sus compañeros en la oficialidad. Ellos, por supuesto, no saben que el reino del coronel Nicholson no pertenece a este mundo, y que él no le teme a las balas no porque sea un valiente, o un inconsciente, sino porque las balas solo atravesarían su carne mundana para pasar a un estado espiritual que lo haría todavía más poderoso.

Esa es la razón de que al coronel Nicholson no le haga ni puta gracia aquel famoso chiste de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”. El coronel Nicholson posee unos principios tallados en mármol, y cuando se pone a la tarea, se pone, y lo mismo le da que el puente sobre el río Kwai obre a favor del esfuerzo de guerra japonés. Para Obi Wan lo primero es la disciplina de la tropa, y el orgullo del trabajo bien hecho. El bien por el bien, como le enseñó su maestro Qui-Gon Jinn. 

(Al final de la película parece que el coronel Nicholson muere, pero no es verdad. Solo es un truco de Jedi).





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Barry Lyndon

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Una voz interior -la más tocacojones y desalmada que poseo- me iba susurrando todo el rato que “Barry Lyndon” se ha quedado un poco vieja y parsimoniosa Me repetía, la muy víbora y analítica, que un 10% del ADN de Martin Scorsese hubiera venido de perlas -las perlas de la condesa de Lyndon, por ejemplo- para aligerar su excesivo minutaje y no ir perdiendo fuelle con el paso de las décadas. Pero yo, a esta voz interior, cuando se pone a rajar sobre según qué películas del santoral, prefiero no hacerle caso y enmudecerla con el soliloquio que habla de la belleza inmortal de los clásicos. Porque mira qué es bonita, “Barry Lyndon”, como una sucesión de cuadros expuestos para el paseante de su museo... Yo, por supuesto, también tengo mis niños mimados, y mis niñas consentidas, y aunque soy consciente de sus muchos defectos no permito que nadie se meta con ellos en mi presencia, aunque sea una voz propia que nace de mis viejos instintos de cinéfilo.

En cualquier caso, las tres horas de “Barry Lyndon” encajaban como un guante de seda en las tres horas largas de esta siesta casi veraniega. Hay poco que hacer en La Pedanía entre las cuatro y las siete de la tarde, cuando más aprieta el sol y no corre un soplo de aire por las callejuelas. Esto, por supuesto, no es la Irlanda civilizada de Redmon Barry, donde el verano es apenas una molestia pasajera. Esto es el trópico trasplantado a un valle perdido del Noroeste Peninsular, rodeado de montañas que impiden la ventilación y multiplican la sensación de encierro en una prisión. 

Cuando Marisa Berenson apareció en mi televisor aletargada en su bañera, semidesnuda, esperando que la vida se pusiera en marcha más allá de los muros, me he sentido como reflejado en un espejo, yo que también yacía lánguido en mi sofá, desnudo de cintura para arriba, esperando que el sol dejara de filtrarse por las lamelas para anunciar que ya iniciaba su descenso a los infiernos, donde repostará el calor necesario para seguir molestando mañana por la mañana. 





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El león en invierno

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Mis películas son el ducado de Aquitania; mis libros, el reino de Escocia. Mis ejemplares de “El Jueves, el país de Gales, y mis cómics de la niñez, el condado de Anjou. Irlanda sería este ordenador portátil, y Normandía, mi televisor de 42 pulgadas sin 4K. Estos serán los bienes reales que dejaré al mundo cuando yo muera. Ni joyas ni tierras, ni coches ni posesiones. Ni siquiera un apartamento en tercera línea de playa en Torrevieja, Alicante. Será todo tan cutre, tan mueble y tan inútil, que no creo que nadie quiera rapiñarlos tras celebrarse mi funeral. 

Ahora que estoy vivo -o al menos coleando- no existen conjuras entre los allegados para asesinarme y luego repartirse los despojos. Yo, el rey de estos dominios, Álvaro I de León, tuve una esposa legítima en la juventud y varias amantes queridas en la madurez, pero de estos retozos en las alcobas solo emergió un descendiente conocido: Alejandro, el Delfín, que será llamado Butra I de La Pedanía cuando reine. Él será mi heredero universal, primogénito y unigénito sin competencia. No me pasará como a Enrique II Plantagenet, que tuvo hijos como el que tiene cuervos para sacarle los ojos. En mi caso, el hijo único fue una decisión filosófica y luego ya irreversible, tras recibir el tijeretazo del urólogo. Así que Butra I reinará sobre mis estanterías del Ikea como heredero universal y también algo fastidiado. Porque nada de lo mío le servirá: el no lee lo que yo leo, ni ve lo que yo veo, y los soportes físicos de las películas ya le serán más un estorbo que una herencia. Nada vale nada, o está desfasado, o es demasiado personal, así que terminará vendiéndose en un rastro, en el mejor de los casos, o pudriéndose en el contenedor de la basura inclasificable, en el peor. 

Cuando yo muera, este humilde reino de mis posesiones desaparecerá como si nunca hubiera existido. El imperio material que he ido acumulando se repartirá entre cien casas ajenas y cien basureros distintos. La República Independiente de Mi Casa no perdurará. No figurará en los libros de historia. No habrá juglares que la canten, ni monjes que anoten su leyenda. 




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Monstruos, S.A.

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En el año 2023 “Monstruos, S.A.” ya es otra empresa occidental deslocalizada. Después de que Sully y Wazowski descubrieran que las risas de los niños -les niñes, sí, joder- son más energéticas que los lloros, la empresa aún tuvo sus años buenos arrancando carcajadas. Pero la curva de la natalidad, tan flácida como los penes en decadencia, obligó a desmontar el tinglado para trasladarlo a un país que ahora mismo no logro encontrar en internet, pero que seguramente será Nigeria, o Indonesia, o la India de los hindúes, donde todavía nacen niños como conejos. Países muy cálidos y calenturientos, de 40 grados para arriba, donde el pobre Sully sufrirá de lo lindo con ese pelaje más apropiado para latitudes polares o alturas himaláyicas.

Mientras “Monstruos S.A.” desmantelaba sus instalaciones para buscar la fuente de la edad, “Monstruos S.L.”, que obtiene la electricidad asustando a los ancianos, multiplicaba por diez sus beneficios y abría nuevas fábricas aquí mismo, en los restos del imperio, maquillando las cifras terribles del desempleo. El miedo de los ancianos es solo la mitad de energético que el miedo de los niños, porque los viejales ya vienen curados de espanto y además tardan más tiempo en reaccionar. Pero ya hay tantos que superan el pavor energético de los chavales, y además cada vez viven más, y más lozanos. El Ministerio de Sanidad trabaja en secreto para el Ministerio de la Energía, asegurando que esta fuente de suministro prolongue la duración de sus baterías.

Si nadie ha oído hablar de “Monstruos S.L.” es porque no opera con ese nombre cara al público. Antes, cuando gobernaba el PP, se llamaba “Telediario de La 1”, pero ahora que gobiernan los venezolanos se llama “Informativos de Antena 3”. Porque las teles parecen teles, pero no lo son: son succionadores de miedo. A los viejos de España les tienen acojonados entre la parálisis de las pensiones, la amenaza de los menas, los socialcomunistas de la Moncloa y la escasez de gambas en Andalucía. Uno de cada mil muere automáticamente de un infarto, pero los 999 restantes contribuyen a que yo pueda enchufar este mismo ordenador a la corriente.




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Carlos Pumares

Carlos Pumares era de derechas en lo político y conservador en lo cinéfilo. Nada que se hubiera rodado después de 1980 le complacía. Pero hoy, cuando me he enterado de su muerte, se me ha roto una venita. Porque a Pumares le debo gran parte de esta cinefilia que nunca me abandonó. En los mejores momentos el cine es la celebración de mi vida; en los peores, mi sustento emocional. 

Yo mamé la cinefilia porque mis padres eran muy aficionados. En mi casa las películas eran tan sagradas que no se podían ver mientras se cenaba. Y eso, quieras o no, te marca. Mi padre, además, trabajaba en un cine, y aquella platea gigantesca, gratuita para los familiares, era el huerto a la fresca donde la familia pasaba el verano, y también el cineclub calentito donde se curaban las heladas.

De todos modos, mi cinefilia se pudo haber perdido en la adolescencia si no fuera porque en Antena 3 radio, después de José María García, venía Carlos Pumares con su “Polvo de estrellas”. Y como yo era un estudiante de lento razonar y método horroroso, que se quedaba hasta las tantas despierto con los libros, a partir de la una y media dividía la atención entre las asignaturas estúpidas y las clases de cine que Pumares impartía con su pedagogía tan poco académica y gritona.

Pumares era un tipo imprevisible, muy poco complaciente con el oyente, que hacía el programa que le daba la gana porque los dueños se lo permitían y porque solo tenía un patrocinador -El Corte Inglés- que allí anunciaba los estrenos en VHS. La guerra de Pumares contra sus propios oyentes, pelmazos y descarados, convirtió el programa en un talking-show con el que solías partirte el culo de risa. Ahí empezó la época del descojone, pero también la decadencia del programa.

La magia duró, en todo caso, los años decisivos de mi formación. Pumares sería un bufón y un hombre de derechas, pero te contagiaba su pasión casi eucarística por el cine. En el instituto nunca tuvimos un profesor Keating que nos hiciera amar la literatura, pero tuvimos, al menos, aunque fuera por las ondas hertzianas, uno que nos hizo amar las películas hasta el fin de nuestros días.

Gracias por ello, don Carlos.






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Futurama. Temporada 11

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1 En el año 3023 ya podrán verse todas las series de la tele habidas y por haber. La tecnología del futuro, indistinguible de la magia, nos las chutará directamente en las neuronas aun a riesgo de volvernos locos. O tan tontos como Fry... Pero da igual: las habremos visto, y ya podremos participar en todas las tertulias sin miedo a sentirnos marginados.

2. En el futuro, los bitcoins seguirán siendo una estafa financiera, pero la gente ya estará más prevenida y nadie le hará caso al tatatatataranieto de Matt Damon cuando salga en un anuncio tratando de engatusarnos. Hay que tener mucho morro, Matt, jolín.

3. Amazon ya no se llamará así, sino Mamazon, pero para el caso patatas. En el año 3023, el almacén central se expandirá sin control gracias a la nanotecnología de su propia estructura arquitectónica, y se hará más grande que el propio planeta, y que el Sistema Solar, y ya finalmente que el Universo entero, conteniéndolo bajo su infinita esfera de reparto a domicilio. Mamazon será una empresa tan inmensa, tan inabordable, que se convertirá en el mismísimo Dios Todopoderoso y ya nunca más volveremos a saber de ella.

4. Papa Noel será sustituido por una recreación robótica, regida por la Inteligencia Artificial. El 24 de diciembre del año 3023, Papa Noel 2.0 se chalará como se chaló HAL 9000 a bordo de la Discovery 1, y en vez de repartir regalos hará matanzas entre los niños buenos que dormían en sus camitas, esperando su llegada. Ho, ho, ho!!!

5. Las pandemias serán una noticia habitual en el telediario, sin tanta trascendencia como ahora. Entre que viviremos en un basurero global y que ya habremos entrado en contacto con seres de otros planetas, aviados estamos. Los extraterrestres serán seres macroscópicos que traerán sus propios virus o generarán zoonosis sin cuento. Nosotros mismos inundaremos los planetas cercanos con nuestras enfermedades, como hizo Cristóbal Colón en América. 

6. En el año 3023, gracias la nanotecnología y a la mecánica cuántica, recrearemos universos en miniatura idénticos al nuestro. Habrá un miniyó viviendo dentro de una cabeza de alfiler. Nos sentiremos dioses creadores, pero poco después descubriremos que somos el miniyó de otro superyó que nos observa.





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París, distrito 13

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Ser joven, ser guapo y vivir en París es ganar el Premio Gordo en la lotería de la sexualidad. La fórmula perfecta para vivir de cama en cama y de flor en flor. Cuando en la Ciudad del Amor se juntan la belleza del cuerpo y el esplendor en la hierba, pasan cosas tan epicúreas como las que suceden en “París, distrito 13”, que en el vernáculo francés se titula “Les Olympiades”. 

Les Olympiades es un barrio modesto, alejado del centro de la ciudad, pero el influjo erótico de París llega hasta el último confín de su ayuntamiento. De sus ayuntamientos... A veces, cuando sopla el viento del Norte, el perfume de París trasciende los límites administrativos y se expande por el resto de la nación, llegando incluso a traspasar los Pirineos en días muy festivos y señalados. Es la ola del amor, que a veces coincide con la ola del calor. Cuando ambas se juntan todo es sudor y dificultad para dormir. No son los niños los que vienen de París, sino el influjo de procrearlos. O de fingir que se procrean.

En el prólogo de “Justine”, Lawrence Durrell rescataba una famosa frase del abuelo Sigmund: “Todo acto sexual es un proceso en el que participan cuatro personas”. Y aquí, en la película de Jacques Audiard, se entremezclan tantos cuerpos sucesivos o paralelos a la hora de follar, digitales o carnales, que la cifra se nos queda muy corta para explicar la cacofonía de órganos y sentimientos.

Michel Houellebecq afirmaba en una novela -también ambientada en París- que en todas la relaciones serias hay que acostarse la primera noche. Y yo lo suscribo. Pero eso no quiere decir que acostarse la primera noche signifique tener ya una relación seria. El tiempo dirá... Y de eso va, por ir resumiendo, “París, distrito 13”: de una pareja de jovenzuelos que la primera noche descubren algo diferente a todo lo anterior, pero no aciertan a definirlo porque están acostumbrados a que el sexo es como las fiestas de los amigos: hoy en tu casa, mañana en la mía y pasado a saber dónde.




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