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Si Miriam Maisel, en “La maravillosa señora Maisel”, era una pija de Nueva York que triunfaba en los clubs nocturnos de los arrabales, Cheyenne Toussanint, en “Étoile”, es una arrabalera de París que triunfa en el mundo muy pijo de los ballets. Son dos historias complementarias, como de ida y vuelta, cada una el reverso cómico de la otra.
Esta vez, sin embargo, el matrimonio Palladino no ha apostado por Cheyenne como apostó en su día por Miriam. “Étoile” es una serie magnética cuando esa actriz llamada Lou de Laâge aparece en pantalla: su mala hostia, su desparpajo verbal, su anarquía al mismo tiempo reprensible y estimulante... Su belleza también, claro. Y sus pasos de baile, como de hada gimnástica, aunque supongo que una doble la sustituye en los momentos más comprometidos. Da igual. El personaje de Cheyenne Touissant te apabulla y te enamora; te secuestra y te descoloca.
Por eso no acabo de entender que los Palladino -en un error que ya es marca de la casa- se desparramen en historias secundarias que carecen de interés. Uno está deseando todo el rato que vuelva Cheyenne al escenario. Y si es posible, acompañada en las réplicas por Luke Kirby, ese actor que cuando desaparece de la trama también estás todo el rato deseando que regrese. Es esa sonrisa de medio lado, y esa vis cómica que sólo tienen los privilegiados de la comedia.
“Étoile” es una serie desequilibrada e imperfecta, como un bailarín en una mala tarde de verano. Pero lo bueno es tan bueno que al final te quedas hasta el último episodio. Podría tirarme el rollo y decir que me acerqué a la serie porque me interesaba mucho el mundo de la danza, pero no es así. De hecho, en Movistar, acaban de liberar el canal Mezzo y cada vez que lo sintonizo y veo un ballet pulso el botón de “Guía” para ver cuándo ponen una sinfonía o un quinteto para piano. La danza no es mi rollo, y sin embargo, viendo “’Étoile”, me iba acordando todo el rato de Nanni Moretti en “Caro Diario”, cuando decía que su sueño verdadero siempre había sido aprender a bailar.
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