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Corre por ahí el bulo de que sólo en castellano existe una
expresión genuina para describir la “vergüenza ajena”, y que el
resto de los idiomas civilizados se refieren a tan incómoda sensación como la spanish
shame, a falta de un recurso más potable. Pero es eso: un bulo lingüístico.
Un chiste de filólogos quizá. Basta con darse una vuelta por internet para
comprobar que todos los idiomas tienen una expresión propia para definir este
cosquilleo visceral que está a medio camino del malestar y la risa, de la
empatía y la condena.
El sentimiento de vergüenza ajena es universal porque todos
tenemos unas neuronas llamadas espejo que son el último grito de la evolución.
Unas funcionarias muy eficaces que se encargan de ponernos en el lugar del otro
para entender lo que hace, o lo que dice, y aprender de este modo a imitar sus
aciertos y evitar sus errores. A sentir, en la medida de lo posible, lo mismo
que siente el semejante: la alegría y la pena, el dolor y el placer.
Con-padecer. Ellas, las neuronas espejo, son las que obran la magia del cine.
La excitación del porno. Ellas nos indignan cuando vemos sufrimiento en un
telediario. Ellas trabajan incansablemente para entender emocionalmente al
amigo que se confiesa, a la pareja que abre su corazón. Son las neuronas de la
empatía. La habitación para los huéspedes, dentro de nuestro cerebro egoísta y
calculador.
Gracias a ellas también puede uno descojonarse viendo la serie Vergüenza, que es una comedia corrosiva, hiriente, que
no todo el mundo puede soportar. Vergüenza es como el picante en la
comida, o como el agua a medio escaldar en la ducha. Hay que tener callo para
soportar tanta metedura de pata, tanta gilipollez, tanto desvarío ridículo de sus
personajes. Yo se la he recomendado a un par de amigos que al segundo episodio me
han dicho que no, que basta, que han intentado reírse pero la carcajada se les ha
quedado atravesada en la garganta. Que pa’mí, la tontería, que soy capaz de reírme con estas
cosas. No les he perdido, porque son buenos amigos, y saben de mis gustos
particulares, pero durante meses han puesto en cuarentena cualquier recomendación
cinéfila o seriéfila nacida de mis escritos. No les culpo. Vergüenza no
es una serie para todos los públicos. Hay que tener algo de misántropo, de puñetero.
Ser un poco Diógenes en su tonel. Tener la sospecha fundada de que todos, en
realidad, damos un poco o un mucho de vergüenza ajena. Pero que, como les
sucede a los personajes de la serie, no nos enteramos, o preferimos no
enterarnos.
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