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Existen dos teorías que explican este deseo súbito de los
millonarios por lanzarse a la carrera espacial. Hablo de teorías a largo plazo,
para dentro de doscientos o trescientos años, no de lo que está sucediendo
ahora, que no es más que la vieja competición de a ver quién la tiene más larga
y consigue mear más lejos, tan básica y tan de hombres. Si lo sabre yo, cómo somos
los hombres...
Lo que están haciendo ahora estos tipejos podridos a millones
-el Musk, el Branson y el Bezos, que dichos así, la verdad, parecen la
delantera poco temible de la Cultural y Deportiva Leonesa- es alardear de que son
muy listos en lo suyo y además muy listos en lo de no pagar impuestos. Es tan incalculable,
tan obsceno, el dinero que le escatiman a los estados donde operan, que ya no
saben ni qué hacer con él, si tirarlo en fiestorros o encender Montecristos con
un fajo, así que han preferido construirse un pene de la hostia con el que alcanzar
las estrellas y experimentar la ingravidez de los miembros. El abuelo Sigmund podría
haber escrito un bonito tratado sobre todo esto...
Luego, a medio plazo, en una empresa que seguramente
alcanzaran a ver nuestros hijos, estos tipos, recauchutados o replicados, pondrán
en marcha un negocio de viajes espaciales -del que también pagarán los
impuestos mínimos, o ninguno- cuyo broche serán los cruceros que nos darán una
vuelta por el sistema solar como la nave Avenue 5 de la serie, con la
misma sencillez con la que ahora los barcos nos dan un voltio por la bahía de Santander
o por la ría de La Coruña.
Pero no perdamos el objetivo final de todo esto: los ricos, a
la larga, cuando la Tierra ya sea un basurero o un horno microondas, se
largarán, y fundarán una ciudad cojonuda en el espacio para ellos solos, como
aquella Elysium de la película donde Jodie Foster gobernaba con mano de hierro.
O eso, o fundarán una colonia más allá de la Luna para encerrarnos a todos y
quedarse ellos aquí, tras engañarnos con que saltaban.
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