Cómo meterse en un jardín

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Al final vamos a terminar todos locos. Pero si prefieren usar otra palabra, vamos a decir que terminaremos todos neuróticos o maniáticos. Entregados a la contemplación del propio ombligo. Solos de estar solos y solos de que ya nadie nos entienda. Dos soledades a elegir, como los bolígrafos BIC. El pirado naranja y el pirado cristal.

Mi locura futura -eso lo tengo muy claro- será muy parecida a esta que padecen los personajes de la serie, que consiste en no distinguir la realidad de la ficción. Otros se vuelven paranoicos, delirantes, amargados, budistas, runners de los senderos... La locura consiste, precisamente, en meterse en un jardín y ya no saber cómo salir. Yo, por mi parte, siempre tan original, me perderé en las películas. Cada vez me costará más regresar a la vida cuando empiecen a pasar los títulos de crédito. De hecho, ahora mismo, a punto de cumplir los cincuenta años, ya padezco esos paréntesis inquietantes, que a veces duran horas y no producen efectos secundarios, pero a veces persisten semanas enteras y te meten en confusiones muy tragicómicas.

Lo cierto -ya puestos a confesar- es que vivo en este puré psicológico desde que era un niño. Desde que salí de ver “La guerra de las galaxias” y empecé a mirar a los cielos por si aterrizaba el Halcón Milenario pilotado por Chewbacca y Han Solo. Así que me da que esto es una enfermedad crónica y persistente, que sólo se cura con dosis muy altas de realidad. Pero la realidad -es lo malo que tiene- no se puede respirar mucho tiempo sin que termines tosiendo o envenenado, así que vuelves a las películas como el yonqui a su jeringuilla, o el ludópata a su tragaperras, entregado de nuevo al vicio de no saber, de dejarte mecer por una endorfina que te flipa o por unos colorines que te atrapan.

El cine te vuelve loco, sí, pero no te desangra los bolsillos, ni te mina la salud si haces ejercicio cuando te levantas del sofá. Porque luego, en el mundo real, da lo mismo que vayas confundiendo lo que viste con lo que te encuentras: el corazón se pone en marcha y las grasas se movilizan. Y los músculos lo agradecen.