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He visitado el Museo del Prado tres o cuatro veces en mi vida. La primera a los 14 años, en un viaje de fin de curso que también era el fin de la EGB. Yo iba muy ilusionado, con ganas de admirar los cuadros que estudiábamos en los libros. Pero no pude disfrutar nada porque los curas me hicieron responsable de que mis compañeros, la mayoría unos macacos y unos inconscientes, no se perdieran por el laberinto de pasillos, o no se aproximaran a las pinturas para dejar su rúbrica en forma de dedazos manchados de chocolate.
Sabiendo que yo era el encargado de vigilarles, me putearon de cien maneras
diferentes, los muy resalados. De aquella visita solo recuerdo haber vislumbrado en un escorzo del cuello “Las meninas"; suficiente para comprender que aquello no era un cuadro, sino una ventana de luz abierta al siglo
XVII.
No recuerdo haber visto
entonces “Las Pinturas Negras” de Goya. Me hubiera acordado, desde luego, incluso
ocupado en hacer de segurata o de cazador de caballos.
Las oscuridades de Goya las descubrí diez años más tarde en otra visita ya
voluntaria, de hombre medio formal y medio adulto, con mi sueldo de funcionario
y mi aspiración matrimonial. Me impactaron... No voy a decir que como las
pinturas del señor Pinkman, desde luego, que en el cuento de Lovecraft y en la adaptación de Guillermo del Toro provocan verdaderos cortocircuitos en la
mente, de volverse uno literalmente enajenado. No, claro que no. Pero sí es
cierto que miras esos cuadros de Goya -y tengo ganas de volver a mirarlos no
tardando- y sientes que estás accediendo a eso que el señor Pickman
llama “los recovecos oscuros del ser humano”. La locura que unos desarrollan en
acto y otros, los más afortunados, usted o yo por ejemplo, solo llevamos en
potencia. El mismo monstruo que asolaba a Leolo Lozone y que él espantaba
soñando a todas horas.
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