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The night of

🌟🌟🌟🌟

Cada segundo que vivimos es uno de los muchos probables que se ofrecen. La carretera está plagada de alternativas y de sugerencias, a veces para tomar atajos y a veces para despeñarte por un barranco. Casi siempre para marear la perdiz y terminar más o menos donde estabas. Si acaso, para ir de mal en peor perdiendo una batallita cada vez o la guerra en un único bofetón. Casi nunca, ay, para tachar un sueño pendiente de la agenda.

Si nos ponemos en plan mecánico-cuánticos, los futuros alternativos son infinitos y resultan agobiantes si los piensas. Lo que pasa es que no solemos hacerlo porque conducimos distraídos y no prestamos atención a los millones de señales que marcan los desvíos. Sólo de vez en cuando nos vemos obligados a abandonar la ruta prevista para internarnos por otra carretera. Es entonces cuando decimos que me mudé, o me enamoré, o cambié de trabajo, o lo encontré, o me han diagnosticado una cosa muy jodida... Creemos que somos nosotros, pero siempre es el destino, disfrazado de libre albedrío.

La vida decide por nosotros y siempre vamos a remolque. La fortuna hace el trabajo y la voluntad se atribuye todo el mérito. Es el manual de los tontos. La vida es imprevisible y te acecha en cualquier esquina. Que se lo cuenten al bueno de Nasir Khan, el muchacho de "The night of", que un día tomó prestado el taxi para irse de parranda por Nueva York y acabó en comisaría acusado de violación y asesinato en primer grado. Nasir aparcó el taxi en el lugar equivocado y dejó subir en él a la chica equivocada. Si te ofrecen droga y además eres un buen muchacho, tienes que decir que no, como recomendaba Maradona en el spot.

Pero si te ofrecen droga y sexo al mismo tiempo -y quien te lo ofrece se parece mucho a la chica de tus sueños- estás jodido de verdad. En la selva en la que vivimos, el polvo del siglo no puede traerte nada bueno si te lo regalan por la jeta. O te están liando o te estás dejando liar. La ficción, como la realidad, está llena de ejemplos pedagógicos.




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El irlandés

🌟🌟🌟🌟

Cada vez que les veo reunidos -a Bobby, a Joe, a Pacino, al señor Scorsese que les dirige en la penumbra- siento que participo en una cena con los viejos amigotes. Ellos, en el colegio, me sacaban casi treinta cursos de ventaja, y yo, para forzar el equilibrio universal, llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine o para ver películas en mi salón. En mis muchos salones, en mis muchos destinos… 

Estos atorrantes, tan reales y tan ficticios, son las amistades más longevas que conservo. Pero no las más profundas, eso no, porque ellos son muy celosos de su vida privada y no suelen cotillear los excesos de la fama. Nuestra amistad no da para convertirlos en padrinos de mis hijos ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando ya no para de llover.

“El irlandés”. esta vez, lo reconozco, les ha salido demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Confieso que he interrumpido tres veces la sesión del mismo modo que San Pedro negó tres veces a Jesús en un pecado que algunos exégetas consideran mortal de necesidad. Me he levantado una vez para mear, otra para abrir el frigorífico y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar o a debatir el derrotero de la trama. 

En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecados contra el séptimo arte. Los cines eran lugares sagrados y las imágenes allí expuestas merecían el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo jamás llegaron las homilías en latín subtitulado y los in-files consumían alimentos muy ruidosos y ajenos a las hostias consagradas. Es por eso que terminé apostatando de la misa dominical y siempre he visto “El irlandés” en la República Independiente de mi Casa, donde uno, la verdad, tampoco acaba nunca de concentrarse entre los estímulos del teléfono y las preocupaciones que a veces zumban como mosquitos o como balas de una traición inesperada. 









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Ripley

🌟🌟🌟🌟🌟


Hace unos meses, al poco de estrenarse “Ripley”, arribó el barco pirata a La Pedanía con un cofre que contenía sus episodios. Pero yo entonces estaba empachado de ficciones y me preguntaba, además, qué sentido tenía otra versión de Tom Ripley en las pantallas. Para los cinéfilos de mi generación ya existía un Tom Ripley canónico, insustituible, que fue aquel Matt Damon con cara de no haber roto nunca un plato. Como mucho algún himen, y puede que un par de culos alegres. Así que desdeñé el género y me decanté por otras ficciones que no dejaron más huella que estos escritos tontos que fosilizan al instante.

Pero uno escucha los podcasts, y lee las revistas, y capta las confidencias, y “Ripley”, incluso después del verano que todo lo derrite, seguía muy vivo en las conversaciones. El otro día regresó el barco pirata y ya no tuve dudas de descargar su mercancía. Me picaba la curiosidad. Los fotogramas en blanco y negro de Andrew Scott prometían una maldad nueva y reconcentrada. Ese actor tiene algo muy torvo en la mirada... Ya nunca podremos leer un relato de Sherlock Holmes sin imaginarnos a otro Moriarty que no sea él. 

Tom Ripley, en origen, era un tipo indescifrable y muy distinto: joven, con sex-appeal, capaz de hacer dudar a los hombres y de torcer voluntades en las mujeres. Andrew Scott, en cambio, ha perdido pelo y ya no le quedan muchos años para entrar en la aplicación de Ourtime. Estaba claro que su Ripley iba a ser muy diferente del concebido por Patricia Highsmith: uno al que se le venir de lejos y ni aun así puedes esquivarlo. También hay malvados así, magnéticos por pura maldad, irresistibles porque te puede la curiosidad y desmantelas las defensas. 

Ahora que he terminado de ver “Ripley” ya puedo afirmar que es la serie del año. La temporada final de “Succession” ya tiene sucesora. Eso sí: en “Ripley” siempre pierden los millonarios. Tom Ripley se los va cargando por el camino. Es otro método para ascender en la escala social, aunque no para redistribuir la riqueza: apropiarse de sus identidades. Suplantarlos como vainas extraterrestres que duermen bajo sus camas. No sé qué hubiera pensado el camarada Lenin de todo esto. 




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