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De chavales, en la calle, cuando jugábamos a los superhéroes, la mayoría soñaba con volar por encima de los edificios imitando a Supermán. Otros, los menos, preferían dar hostias al estilo de La Masa, o estirarse como Mr. Fantástico para encestar canastas imposibles. Y al final de la fila, donde los borregos descarriados, estábamos los que añorábamos una visión de rayos X para verles las bragas a las chavalas. Eran otros tiempos, sí...
Yo, además de los rayos X, siempre quise tener los poderes telequinéticos de Carrie, que no era una superheroína de los tebeos sino un personaje de Stephen King que luego protagonizó una película. Carrie se vengó de los que la habían humillado moviendo objetos mortales con la mente, sin apenas despeinarse. Una venganza bestial, a cara descubierta, en las antípodas de esta vendeta sofisticadísima que perpetra la psicópata de “Black Mirror“.
A mí me molaba mucho la telequinesia porque con ella podías vengarte de los abusones desde el más recóndito de los anonimatos. Con el arte de la telequinesia -moviendo solo una ceja o girando levemente el cuello como hacía Sissy Spacek- ya podías pincharles una rueda de la bici a veinte metros de distancia, o el balón de reglamento, o hacerles un agujero en el pantalón para que se pasearan por el patio con el culo al aire y fueran el hazmerreír ya eterno de los cotarros.
Ah, la dulce venganza... Yo entiendo en parte a esta tarada de "Black Mirror". De qué sirve un superpoder como el suyo -que es, por cierto, el superpoder definitivo, la elección continua del futuro más favorable para uno mismo- si no puedes dejar las cosas en su sitio con ciertos personajes. Es el exceso vengativo, y no la venganza en sí, que es justa y honorable, lo que convierte a esta mujer tan parecida a Nicole Kidman en una sádica irritante. La Ley del Talión es lo más recomendable en estos casos: devolver puya por puya, maledicencia por maledicencia, estafa por estafa, mentira por mentira... Gol anulado por gol anulado. De nada sirve ser el Emperador del Universo si no puedes permitirte esos pequeños desahogos. Yo, en eso, le doy toda la razón.
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