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Cuando en 7º de EGB llegó la fiebre del baloncesto a nuestro colegio, yo me hice de Los Ángeles Lakers sin haber visto jamás uno de sus partidos. La culpa la tuvo un enterado que conocía el percal de la NBA –no sé cómo, en aquella época sin partidos televisados- que aseguraba que mi gancho de derecha le recordaba al “skyhook” de Kareem Abdul-Jabbar. Fue así, sin conocer de nada al bueno de Kareem, como sentí una conexión instantánea con él, casi una comunión mística entre el caballero Jedi y su padawan aplicado al otro lado del mar.
Un año después, el hermano Pedro, alias HP, que era nuestro “coach” en la selección escolar y además un fascista de mucho cuidado, me afeó que yo emulase a un tipo que había abjurado del cristianismo para pasarse a las huestes de los sarracenos:
- Usted, señor Rodríguez, siempre se deja seducir por los malos ejemplos -me decía HP refiriéndose al baloncesto y también a más cosas del ámbito político o literario.
Sus palabras, por supuesto, reforzaron mi idolatría por Kareem y mi querencia por Los Ángeles Lakers, que en realidad eran dos devociones más platónicas que otra cosa. Una fe sin hechos, sin pruebas tangibles, que se sostenía únicamente en los flashes televisivos y en las fotos a todo color que publicaba la revista “Gigantes”. Kareem, en sus páginas, reinaba sobre todos los demás pívots de la NBA con su gancho inalcanzable y yo sentía que algún día podría tocar el cielo como él.
Tuvimos que esperar hasta 1988 para empezar a ver partidos completos de la NBA en TVE, con aquellos comentarios tan estimulantes de Ramón Trecet, el musicólogo de la radio. Fue entonces cuando descubrí -para apuntalar mi devoción por los Lakers y hacerla ya inquebrantable- que las cheerleaders del Forum de Inglewood eran las bailarinas más guapas y sexys de la civilización occidental: un ejército de chavalas que no conocían el defecto físico ni el error en la coordinación. Un coro de ángeles al que años después quisieron deportar al Cielo para salvar nuestras almas de pecadores.
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