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Al contrario que Paul Giamatti en “Eulogy”, yo no
guardo ninguna fotografía de mis amores extinguidos. Ni de los que ellas
cancelaron ni de los que yo mismo cancelé. Es mejor así. Lo recomiendan en
varias webs del desamor y yo sigo fielmente su consejo.
El personaje de Paul Giamatti es un sentimental al que
se le retuerce el corazón cuando abre sus cajas de zapatos. Pues mira: él se lo
ha buscado. El almacenaje es un error de manual. Sólo sirve para refocilarse en
el dolor o para descubrir errores mayúsculos e irreparables. Lo mejor en estos
casos es la tolerancia cero con los recuerdos. Yo, por ejemplo, no conservo ni
fotos alegres ni fotos tristes. Ni siquiera aquellas -una de cada veinte- en
las que salía medio guapo para luego reaprovecharlas. No guardo fotos en el
ordenador, ni en el teléfono, ni en el OneDrive... Mis nubes sólo admiten
amores en desarrollo. El puro presente. Mi pasado, cuando se quema, no produce
ni humo: es una de las ventajas del mundo digital.
Mi objetivo final es que los recuerdos se diluyan y
que las caras se emborronen. Yo sería el cliente más entusiasta de esa tecnología
prodigiosa que se anunciaba en “¡Olvídate de mí!”: una extirpación quirúrgica
de la memoria. Pagaría lo que fuese -es un decir- para que no quedara ni rastro
de los amores extinguidos. Como si nunca hubieran existido. Un agujero negro
que yo luego podría achacar a un hostión con la bicicleta o a una melopea de
campeonato. Una amnesia extraña pero de beneficios incalculables para la salud.
Al traidor ni agua: ése es mi lema. Porque al final
todos los amores terminan en una traición. La tuya, o la suya, o la compartida.
Las promesas de amor eterno deberían estar prohibidas por la ley y sin embargo
seguimos escupiéndolas porque la carne es débil y el espíritu se ve obligado a
disimular.
Sin fotos puedes olvidar poco a poco el rostro que te
apuñaló. Sin fotos, el rostro que apuñalaste tampoco puede reprocharte ya nada.
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