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The Quiet Girl

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En “El sentido de la vida” sale un matrimonio católico que cría docenas de hijos casi en la indigencia. Un día el padre regresa del trabajo para anunciar que le han despedido, y que como ya no puede alimentar a sus hijos, donará sus cuerpos a la ciencia que experimenta con los vivos. Los chavales protestan, e incluso le abuchean, y le preguntan por qué no se ha cortado la polla antes de llegar a tales extremos. Pero el padre, orgulloso de su catolicismo, les ordena desfilar por la puerta camino de los laboratorios.

Como "El  sentido de la vida" es una comedia de los Monty Python te ríes mucho con la escena. Su remate, además, es el descacharrante número musical de “Every sperm is sacred”. Pero en la vida real, o en la vida ficticia de otras películas, estas cosas ya no tienen tanta gracia. En “The Quiet Girl”, por ejemplo, esta familia de católicos irlandeses no tiene hijos por docenas, pero sí demasiados para los ingresos que se les adivinan. El pater familias, además, no es el cachondo de Michael Palin, sino un tipo desastrado, alcoholizado, que pasea entre sus hijos como quien pasea por el huerto esquivando las lechugas. Puede que el papa de Roma sonría satisfecho ante tanta proliferación de cristianos, pero los espíritus sensibles sabemos que ese hogar es un agujero negro de la felicidad. Casi un crimen organizado contra esas pobres criaturas del Señor.

La chica callada del título es Cáit, una niña reservada, triste, pero atenta a todo lo que sucede. Sus padres, desbordados por el nacimiento de un nuevo bebé -y cómo se relame otra vez, en sus dependencias privadas, el papa de Roma- deciden enviarla con unos familiares lejanos para que pase el verano y no dé mucho la tabarra. Me acordé de pronto de aquellos niños saharauis que hace años venían a La Pedanía a disfrutar de la vida en Occidente: las piscinas, las ludotecas, la vida alegre de las terrazas. Los chalets impresionantes que estos paisanos se gastan gracias a las ayudas de Bruselas. Yo les veía disfrutar y me alegraba. Pero al mismo tiempo imaginaba su regreso a los campamentos del Sáhara y se me torcía la sonrisa. 



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