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El origen del planeta de los simios

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De vez en cuando, mientras veía “El origen del planeta de los simios”, se me iba un ojo hacia Eddie, al que tengo casi en la línea visual de la tele. A la una o’clock, en el reloj de los miitares. Cuando tiene frío o se asusta por los ruidos del viento, Eddie se acurruca a mi lado como en las fotos de las postales; pero si no, prefiere aovillarse en el otro sofá, como un perro-gato independiente, libre para rascarse las orejas o para cambiar de posición. 

El contraste entre César, el simio superinteligente, y Eddie, el perrete disfuncional, me hacía reír por los adentros. Porque Eddie -en lo que no deja de ser otro prodigio de la ciencia- tiene más pelos que neuronas. Pero como tiene un millón de pelos el número de neuronas le vale para ir tirando por la vida. Le sirvió de pequeñín para hacerse el simpático y ser adoptado por este escribano, que era lo principal. A partir de ahí, con encontrar los cuencos en la cocina, anticipar la hora del paseo y saber regresar al camino cuando se pierde persiguiendo gamusinos, todo el trabajo neuronal ya es para él un exceso energético y una demostración de vanidad. Porque Eddie no es tonto: es que no necesita más.

En los interludios de la película, que son muy pocos porque hay mucha acción y mucho argumento filosófico, yo imaginaba cómo sería Eddie si nuestra veterinaria -esa chica pelirroja a la que me gustaría visitar más veces sin que Eddie se pusiera enfermo- le enchufara una dosis experimental del AZ-112, el medicamento prodigioso. Sería la hostia, tener un Eddie superlisto -quizá el futuro líder del Planeta de los Perretes- que entendiera muchas cosas que ahora no entiende. Por ejemplo que le pongo la correa no porque sea mi esclavo, sino para que no le pillen los coches; y que ha tenido mucha suerte en la vida en comparación con esos perros maltratados por mis vecinos. Hijos de puta... Y que el viento en las ventanas sólo es viento, y no un mal espíritu que nos visita. 

Pero sobre todo, que con su inteligencia recién estrenada supiera expresar lo que pasa por su cabecita: dolor, o tristeza, o aburrimiento. Porque a veces le entiendo, pero a veces no, y me pone triste que la barrera evolutiva nos separe como extraños.





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Succession. Temporada 4

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Hace dos años fue el Mandaloriano quitándose el casco ante Grogu; el año pasado, Saul Goodman y Kim Wexter fumándose un cigarrillo en la prisión. Todos los años tienen un momento seriéfilo que permanece en el recuerdo. Cuando ya no recordemos nuestro nombre ni el nombre de nuestros hijos, la mente, que es traicionera porque se queda con lo banal y olvida lo importante, seguirá recordando el final envenenado de “Succession”. Incluso desmemoriados, una mezcla de pena y asco por estos personajes seguirá revolviendo nuestras neuronas. 

Los revolucionarios franceses inventaron un calendario alejado de los santos y las santas -esos enajenados, y esas esquizofrénicas. Los sans-culottes llamaban a los días con los nombres de los frutos y de los pájaros, pero no dudo que en el siglo XXI hubieran instituido el Día de la Serie para celebrar que una ficción de nuestras vidas termina con un episodio redondo, y que gracias a ella nos hemos formado como personas, nos hemos entretenido como monos, y nos hemos informado de cómo viven las gentes ajenas a nuestra experiencia: en este caso, los hijos de puta -y las hijas de puto- que realmente dirigen las democracias tras la falsa cortina de las elecciones. Es decir: los que ponen la pasta, los que chantajean al presidente, los que controlan los telediarios, los que ponen a Ana Rosa Quintana -en Estados Unidos se llama Ann Rose Fith- para dirigir el voto de las amas de casa y los tontos del culo.

2023 ya será para siempre el año en que conocimos al sucesor (¿o sucesora?) de Logan Roy. Ha sido un parto larguísimo, pero todos los héroes de la antigüedad, y todas las semidiosas de las sagas, nacieron de partos complicados y atravesados. 2023 también será el año en el que se despedirá Miriam Maisel de nuestros televisores, y yo lloraré mi amor imposible por ella, tan lejos en la distancia y en el tiempo. Pero eso será dentro de unas semanas, cuando me reponga de este adiós que no será más que un hasta luego. “Succession” ha terminado, sí, pero la magia del píxel, del servidor remoto en el desierto, la tendrá siempre disponible para recuperarla.



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La última noche

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Yo también tendría que planificar un último día si tuviera que entrar en la cárcel mañana por la mañana. Con los amigos, con la familia, con T... O no: puede que renunciara a cualquier despedida para quedarme en la cama yo solito, encerrado en mi habitación. Rumiar en silencio mi nueva condición. Hacerme a la idea. Llorar todo lo llorable. Limpiarme bien el culo. Salir a la calle solo para que Eddie hiciera sus necesidades. Serían nuestros últimos paseos por La Pedanía.

Por ahí empezaría la comezón de mi responsabilidad: buscarle a Eddie un nuevo dueño. Como también hace Edward Norton en la película cuando le caen siete años y un día de prisión y al echar las cuentas comprende que ya nunca volverá a verlo. Para Eddie sería un traspaso definitivo, y no una simple cesión hasta el final de temporada. O no, quién sabe, porque en la cárcel yo me portaría bien, sería un tipo amable y condescendiente, de los que nunca monta broncas y se encierra a leer tan ricamente en su celda. Así que a lo mejor, con suerte, solo cumpliría dos o tres años de la pena impuesta por el juez. O por la jueza. Un castigo relacionado con el bolchevismo, seguramente, con la apología justiciera de la lucha de clases. De ser así, cuando saliera de la cárcel Eddie aún tendría 10 u 11 añitos y nos quedarían muchos senderos por recorrer, y muchos sofás por compartir.

Tengo un amigo que consultado sobre este tema me respondió: “Yo, la última noche, me la pasaría follando”. Y parece un buen plan, no digo que no, como cuando en las películas va a estrellarse el meteorito y todo el mundo se lanza al desenfreno. Pero no sé si mi pito reaccionaría bien ante tan estresantes circunstancias. Demasiada presión, aparte del futuro negrísimo. Un polvo de despedida, si se tuerce, puede ser la cosa más triste del mundo. Pero también sé que hablar por mi pito es como hablar por boca de un completo desconocido. El pito sigue lógicas extrañas, y jamás se comporta como uno espera con la voz de la razón. Mientras no me traicionase dentro de la cárcel, vamos bien.





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Succession. Temporada 3

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Los Roy son inteligentes, monstruosos, divertidos, avariciosos. Son la familia de moda en la televisión y en las tertulias. Descienden directamente de los Colby, y de los Carrington, pero son más hijos de puta que todos aquellos juntos. Pero vamos: mucho más. Para empezar porque son más inteligentes, y más sofisticados. No son tan básicos ni tan venales. Los Roy son despóticos y crueles. Muy peligrosos. Son la escoria del mundo. La hez de la Tierra, aunque vivan a muchos metros de altura, en sus palacios de cristal. Ellos nunca pisan el suelo: siempre hay un monovolumen que les espera a la puerta del latrocinio, una limusina, un helicóptero, un jet privado... Un yate de la hostia, mucho más grande que el de Florentino Pérez. Los Roy sí que podrían fichar a Mbappé, o a Haaland, o a los dos a la vez, pero luego no sabrían qué hacer con ellos. Así de irónica es la vida.

Si es verdad lo que se dice en los evangelios, mucho tendrá que encogerse el camello, o que ensancharse el ojo de la aguja, para que los Roy puedan entrar en el Reino de los Cielos. No tienen alma, ni escrúpulos, ni nada que se le parezca. Son tragicómicos, pero te hielan la sonrisa cuando hablan. No respetan ni a su padre ni a su madre. Y viceversa... Primero la pasta y luego el beso. Se odian con cordialidad. Son personajes de Shakespeare trasladados a Nueva York, pero personajes de los chungos, de los poco recomendables: navajeros con maletín, y corsarios con corbata. Asesinos silenciosos. Traficantes de esclavos. Sociópatas que toman vinos con Isabel Díaz Ayuso cuando pasan por Madrid. Los Roy se parten de risa cuando la presidenta hace chiribitas con los ojos. Son unos cabronazos redomados. Y la hija, Shiv, aunque esté muy buena, una cabronaza redomada... Y luego está esa otra, la de las gafas, que no es de la familia, pero que es otra arpía sin entrañas.

Esta gentuza es la enemiga del proletariado. Mi enemiga. Son esclavistas, racistas, supremacistas... Indestructibles. Son viciosos, rijosos, antojadizos, vengativos... Implacables. Me entretienen, y me fascinan. Pero les odio. Les deseo lo peor, aunque no sirva de nada. A ellos y a sus trasuntos de la realidad.




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Succession. Temporada 2

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El apellido es el destino, y no tiene remedio. Da igual que corras, que reniegues, que sueñes con provenir de otra familia... El apellido es como la sombra, como el careto. En “Léolo”, Léo Lauzon fantaseaba con no ser hijo de su padre, que era el portador de la demencia, y para ello llegó a imaginar que su madre se había caído sobre el esperma de otro hombre apellido Lozone, en Sicilia, para fecundarla con otro destino que no fuera la locura y el manicomio. Y no lo consiguió, claro, porque el apellido forma parte de ti, y viaja contigo a todos los lados. Y aquí, en España, viajamos con dos, a diferencia de los anglosajones. Así que fíjate...

Desconozco si el apellido se puede cambiar en el registro civil, como hizo Homer Simpson cuando se rebautizó como Max Power. Lo mismo soñaba, en otro episodio, su hija Lisa Simpson, cuando comprendió que el apellido Simpson era una condena de por vida. Si todo está en los libros (como decía aquella sintonía) todo está, también, en Los Simpson... Pero ya digo que no hay remedio: ni para Homer, ni para Lisa, ni para nadie. Ni para el pobre Léolo. Ni para mí... El apellido es mucho más que una sucesión de letras, que una etiqueta genealógica. El apellido son los genes, y los genes -al menos de momento- no se pueden extirpar en una mesa de operaciones, o en un blanqueamiento administrativo. Hay que apechugar.

Succession, en realidad, despojada de las hojas exteriores, de los insectos voraces y los pulgones parasitarios, es una lechuga habitada por un solo hombre, Kendall Roy, que es el único Roy que desearía no apellidarse como su padre. Kendall tiene una hermana arpía, un hermano psicópata y un hermano tonto del culo. El gen de los Roy, dependiendo del cruzamiento, provoca daños irreparables en el feto. Pero en el caso de Kendall algo se torció en la embriogénesis, y al nacer se encontró con unos escrúpulos en el estómago que le hacen dudar, y recelar, y le vuelven medio humano a nuestros ojos. Medio humano, he dicho... Kendall preferiría no tener esas excrecencias morales, como los demás. Pero los escrúpulos, como el apellido, tampoco se pueden extirpar.  



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Succession. Temporada 1

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Hace años, en Mallorca, la familia Rodríguez se coló en un club de golf para ver cómo vivían los ricos, que son esos ladrones que viven del sobreprecio de las cosas y de la plusvalía de nuestro esfuerzo. En León hay ricachones, pero no ricos de verdad, como estos indeseables que salen en “Succession”, y sentíamos curiosidad por conocerlos en su hábitat natural. Corría el rumor de que allí, hasta las ocho de la tarde, podías tomarte una caña sin ser discriminado por tu origen plebeyo. Si guardabas unas mínimas normas de urbanidad -que nosotros manejábamos con cierta soltura- podías sentarte en su terraza para disfrutar de las vistas privilegiadas de la bahía, y del verde inmaculado de los greenes. Del aire purificado que se respira donde no hay pobres pegando voces o dando por el culo.

    El rumor era cierto: aparcamos nuestro Ford Fiesta en el rincón más alejado del parking y nos adentramos en las instalaciones sin que nadie nos detuviera. Los ricos que nos topábamos iban a lo suyo, con sus palos de golf, sus polos Lacoste, sus gafas de sol, y nadie nos dijo ni media palabra ni llamó al segurata. Ya sentados, una camarera guapísima -de origen escandinavo como poco- nos atendió con exquisita cortesía sin cuestionar nuestra evidente desubicación. Nuestras ropas del Carrefour resaltaban como cardos en un campo de rosas, pero las cañas estaban cojonudas, y sólo costaban veinte céntimos más que en el bareto de la esquina  A nuestro lado, los ricos resudaban tras patearse los dieciocho hoyos del campo, pero era un sudor muy distinto al nuestro: una cosa casi floral, sin amoníaco, ecológica y natural. En la terraza del club se respiraba… dinero. Y bienestar. La mansedumbre de quien tiene las espaldas cubiertas y el futuro asegurado.

    Antes de ser expulsados del Paraíso Terrenal, pasamos dos horas deseando que aquel estatus social alquilado no terminara jamás. Rezando para que no apareciera nadie de nuestra clase social jodiendo la marrana, ahora que éramos ricos por un rato, y queríamos disfrutarlo con tranquilidad. Dos horas más allí sentados y nos hubiéramos convertido en esos cabronazos de “Succession”. Daba hasta miedo.










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