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Étoile

🌟🌟🌟🌟


Si Miriam Maisel, en “La maravillosa señora Maisel”, era una pija de Nueva York que triunfaba en los clubs nocturnos de los arrabales, Cheyenne Toussanint, en “Étoile”, es una arrabalera de París que triunfa en el mundo muy pijo de los ballets. Son dos historias complementarias, como de ida y vuelta, cada una el reverso cómico de la otra. 

Esta vez, sin embargo, el matrimonio Palladino no ha apostado por Cheyenne como apostó en su día por Miriam. “Étoile” es una serie magnética cuando esa actriz llamada Lou de Laâge aparece en pantalla: su mala hostia, su desparpajo verbal, su anarquía al mismo tiempo reprensible y estimulante... Su belleza también, claro. Y sus pasos de baile, como de hada gimnástica, aunque supongo que una doble la sustituye en los momentos más comprometidos. Da igual. El personaje de Cheyenne Touissant te apabulla y te enamora; te secuestra y te descoloca. 

Por eso no acabo de entender que los Palladino -en un error que ya es marca de la casa- se desparramen en historias secundarias que carecen de interés. Uno está deseando todo el rato que vuelva Cheyenne al escenario. Y si es posible, acompañada en las réplicas por Luke Kirby, ese actor que cuando desaparece de la trama también estás todo el rato deseando que regrese. Es esa sonrisa de medio lado, y esa vis cómica que sólo tienen los privilegiados de la comedia.

“Étoile” es una serie desequilibrada e imperfecta, como un bailarín en una mala tarde de verano. Pero lo bueno es tan bueno que al final te quedas hasta el último episodio. Podría tirarme el rollo y decir que me acerqué a la serie porque me interesaba mucho el mundo de la danza, pero no es así. De hecho, en Movistar, acaban de liberar el canal Mezzo y cada vez que lo sintonizo y veo un ballet pulso el botón de “Guía” para ver cuándo ponen una sinfonía o un quinteto para piano. La danza no es mi rollo, y sin embargo, viendo “’Étoile”, me iba acordando todo el rato de Nanni Moretti en “Caro Diario”, cuando decía que su sueño verdadero siempre había sido aprender a bailar.




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West Side Story

🌟🌟🌟


A los treinta minutos nadie se atrevía a decirlo, pero nos estábamos aburriendo como ostras. Cuando la película nos mola hay comentarios, suspiros, movimientos continuos de piernas. Un baile estático en el sofá. La mente se concentra, pero el cuerpo queda vivo, absorbiendo las emociones para convertirlas en energía cinética. Pero cuando la función no es de nuestro agrado cae un silencio tenso, de cuerpos reposados o paralizados, en el que nadie se atreve a decir nada por no meter la pata. ¿Y si al otro le está gustando y le rebajamos el entusiasmo con un comentario negativo?

Pero eso era al principio, cuando apenas nos conocíamos. Ahora ya sabemos, ya intuimos, aunque siempre sea T. la primera en romper el silencio. Ella es más espontánea, más atrevida, mientras que yo, meseteño del gesto estoico, sufro las hemorroides en silencio, por aquello de la cinefilia gafapasta, y del compromiso con el arte, y todas esas zarandajas que me roban tiempo de vida.

Esta vez, sin embargo, los dos protestamos al mismo tiempo: yo la miré, ella me miró, y en los ojos nos leímos el mismo mensaje: “Pues será todo lo West Side Story que sea, pero jolín, me estoy durmiendo...”. Un muermo, la verdad. Nos rehicimos un poco cuando Tony canta a la belleza de María en el callejón, “I've just met a girl named Maria”, que es una canción preciosa que nunca pasará de moda. T., además, se llama María, y también tiene el pelo negro, y largo, y una voz prodigiosa de americana nativa, mientras que yo, falseando un poco la arquitectura, podría pasar por un yanqui bien estirado y alimentado. Quiero decir, que la canción parecía escrita un poco para nosotros, y eso nos emocionaba.

Pero después volvía el conflicto callejero, la cruz de navajas, y justo antes del baile más famoso decidimos aparcar la película para otro día. El aplazamiento de T. se hizo, con los días, definitivo; pero yo, ayer, con su permiso, me asomé a hurtadillas para ver al menos el número de “América”. Y tengo que decir que vale por la película completa. Una pura gozada. Un prodigio. Desde ahí, hasta el final, aun queda otra hora larga de ejercicio tan virtuoso como plomizo.





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