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Despierta la furia

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Será lo que sea, el Dioni, nuestro querido Dionisio, que ni sabe cantar ni presentar un programa de la tele, pero cuando trabajaba de segurata perpetró el último acto revolucionario de nuestra historia. Él no robó los millones para suministrar armas a la revolución, ni para pagar las fianzas de los camaradas, sino, más bien, para pasárselo en grande en las playas de Brasil, rodeado de caipiriñas y mulatonas. Pero da igual: a veces la intención no es lo que cuenta, sino el acto en sí, mondo y lirondo, y cuando al Dioni se le peló el cable aquella mañana, cogió el dinero del  furgón y dijo entre dientes aquello de: “¡Hala, a tomar por el culo!”, se convirtió en el último bolchevique español justo antes de que cayera el Muro de Berlín y ya todo volviera a ser lo mismo de siempre: bancos despojando a los plebeyos a golpe de comisión, de interés abusivo, de rescate gubernamental, que mira que tienen recursos y guardaespaldas, los muy... Hay mil maneras -pacíficas, digo- para que los ricos roben a los pobres, y sólo una, o una y media, para que los pobres les devuelvan el golpe.

Poco después de su histórica fechoría, Joaquín Sabina le dedicó una canción inolvidable, a la altura del Bella Ciao en lo simbólico, que yo todavía tarareo entre los montes. Sabina decía del Dioni que había tenido un par, y que sí había que llevarle una bocata con lima a la prisión, pues que se le llevaba, que era de justicia poética. La canción fue un éxito instantáneo, y la gente, gracias a ella, estaba cada vez más con el ladrón y menos con los ladronados. Pero a partir de ahí todo fue silencio en el mundo de la cultura, y ni una mísera película le dedicaron los cineastas. El Dioni cayó en el olvido carcelario hasta que un día reapareció como una estrella -de poco brillo y tal, pero una estrella- en nuestra televisión.

Más de treinta años después de todo aquello, alguien le contó a Guy Ritchie que aquí había una historia de la hostia, olvidada por nuestra propia cinematografía. Pero Guy Ritchie, claro está, no se iba a conformar con poner un único ladrón, y un único furgón, y resignarse a no meter algún tiro en la función...





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Snatch. Cerdos y diamantes

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En mi colegio también había un gitano rubio como éste que encarna Brad Pitt en la película. Juan José de Tal y Tal, de ojos azules, y con anillos de quincalla. Me acuerdo perfectamente de sus apellidos pero no quiero sacarlos aquí, en escritura pública, porque no tengo los permisos necesarios. Qué habrá sido de él, me pregunto, ahora que treinta años después le he recordado.... ¿Se preguntará él, alguna vez, qué ha sido de mí, de aquel empollón de las gafas, de aquel madridista sin remedio?

    Qué habrá sido, en realidad, de todos aquellos chavales… Dónde estarán, aquellos 41 fulanos que hicimos la EGB codo con codo, ocho años en las trincheras de los pupitres, como quintos de la mili, juntos como hermanos y miembros de una iglesia, la del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde el Cielo de los clérigos reaccionarios. Sé que unos quintos  han muerto de cáncer; que otros se ganan el pan como pueden; que a otros les va de puta madre por la vida… Pero no sumo más de diez conocimientos ciertos, apenas un cuarto de aquellas biografías que se quedaron en León, o se dispersaron por el mundo.



    Qué habrá sido de Juan José, de Juanjo, que tampoco era un gitano en realidad, sino un merchero, un quinqui, como este personaje de la película. Juanjo era un chaval impredecible, tan jovial como peligroso, que venía del barrio de Corea -que no sé por qué lo llamaban así-, un arrabal chungo, de marginales, de drogatas, de gente sin trabajo conocido. Con Juanjo lo mismo te descojonabas de la risa que luego te soltaba un puñetazo, como estos que arrea Brad Pitt en la peli, a mano descubierta. A mí una vez me partió la nariz de un hostíón, por una discusión tonta sobre un gol. Luego, el maestro, en clase, le soltó un bofetón que le hizo caer del pupitre. Recuerdos…. 

    Eso fue antes de que Juanjo empezara a llevar navajita, en el pantalón del vaquero, como estos canallitas de Snatch. Cerdos y diamantes. A veces nos la enseñaba, medio sacándola del bolsillo, con una sonrisa que nos dejaba helados. Los dos últimos cursos ya nadie se arrimó a él. En clase en convirtió en un fantasma; en el barrio nos lo cruzábamos a veces, cuando iba y venía de Corea, a sus cosas, cada vez más perdido en su mundo sospechoso, sin saludar a nadie. Qué habrá sido de él…

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