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The Wire. Temporada 3

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Para los que hemos visto The Wire y la tenemos puesta en un altar -o al menos en proceso de beatificación- la muerte de Stringer Bell está a la altura de otras muertes memorables que convirtieron la pantalla en un velatorio virtual, como la muerte de Chanquete, o la decapitación de Ned Stark, con nosotros allí presentes, en el sofá, con la lágrima cayendo, y la respiración suspendida, sobrecogidos por la sorpresa de un desenlace inesperado.

Stringer Bell, como otros muertos muy llorados, no era precisamente un tipo recomendable, pero al menos, en la tercera temporada, intentaba salir del círculo vicioso de las esquinas cuadriculadas. Se le veía una parte de carne, en el corazón de piedra. O quizá nos engañamos, y todo era “only business”. Stringer era un gánster, un asesino vicario, un tipejo con el que era mejor no cruzarse por si sus intereses y los tuyos entraban en conflicto: una mujer, o un porcentaje, o una subvención del ayuntamiento...  Pero de algún modo retorcido, casi simiesco, Stringer nos caía bien. A las mujeres -he hecho una encuesta a mi alrededor, como cantaba Javier Krahe- porque su físico las turuletaba, y su voz las sulibeyaba. Y a los hombres, pues un poco por lo mismo, pero por razones de imitación, de aspiración a su estatus de depredador:  porque le veías desenvolverse en los barrios bajos o en los despachos de los senadores y tu ego machuno deseaba copiarle los andares, y las gravedades, y apuntarse lo antes posible a un gimnasio para adquirir ese cuello-toro y ese pecho-gorila.

La tranca -que también adivinamos portentosa- ya sería cuestión de someterse a cirugía, y eso siembra la duda, y estremece la billetera.

Yo, por mi parte, he vivido tres temporadas enamorado de la ayudante del fiscal, la mujer pelirroja de la que ahora mismo, la verdad, no recuerdo el nombre. Será que cada vez que sale en pantalla la sangre me golpea los tímpanos... Sí sé, en cambio, el nombre de la actriz que la interpreta, Deirdre Lovejoy. Cada vez que lo veo escrito en los títulos de crédito, al inicio de los episodios, me entra como un relax y como una excitación, todo al mismo tiempo, no sé si me explico.



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The Wire. Temporada 2

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La vida está llena de carteles prohibitivos. Algunos son razonables y otros meros caprichos del mandamás. Algunos nos los tomamos en serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al prohibido entrar sin mascarilla, llevamos años recorriendo una exposición apabullante de arte simbólico, de semiótica amenazante. Cruzando la acera, en el otro pabellón, hay una exposición de lenguaje permisivo -permitido esto, y tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.

Uno de los carteles que más me jode la vida es ese de “Prohibido el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la entrada al trasiego de las mercancías, cuando en verano me acerco a los mares. A mí lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus grúas gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes, verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo sería feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruzándome con marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me facilitan la vida vienen de ahí, de un contenedor pintado de azul, o de rojo, que surcó los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ahí vino este ordenador en el que escribo, la tele donde veo las películas, posiblemente el sofá, los pimientos del Perú, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro, el flexo de la mesita, la antena parabólica que capta mi felicidad... Los DVD y los pinchos de memoria.

Y también, cómo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas, los coches de lujo, que son el intríngulis de la segunda temporada de “The Wire”. Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien cordeles que jamás se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada de nadie, o casi nada: sólo el oficio de los profesionales, que dan el callo en todo momento: los policías, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.



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The Wire. Temporada 1

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Llevamos tanto tiempo hablando de “The Wire” que ya hemos perdido la perspectiva de los años. Yo por lo menos. “The Wire” lleva en la cartelera catódica veinte años, que son un tercio de vida si tienes mala suerte, o un cuarto, si la fortuna te sonríe. Sea como sea, un buen cacho de existencia. El gol de Iniesta ya empieza a coger el color sepia del gol de Zarra y sin embargo, cuando Camacho gritaba afónico en el televisor, ya hacía dos años que “The Wire” había terminado su andadura en la HBO, las cinco temporadas completas, y se iba posicionando en el top 5 espiritual de todos nosotros. Cuando “The Wire” dejó de ser soporte físico y ascendió a los cielos del wifi, empezó a convertirse en mito y religión. Y desde entonces que no hemos parado de alabarla...

Tenía miedo de ver la primera temporada. A veces la leyenda no resiste una visita. Todos los católicos, por ejemplo, sueñan con viajar en el tiempo a la Palestina de Cristo, como en Caballo de Troya, pero no sé cuántos regresarían al siglo XXI con su fe intacta. La narración de los evangelistas y la realidad de los hechos puede ser tan chocante como demoledora. Algo así me temía yo con “The Wire”: una especie de desacralización, o de mundanidad. En el primer episodio te das cuenta de que los teléfonos móviles son todavía unos cacharros antediluvianos y poco generalizados. Por eso, precisamente, se andan con tanto lío en las escuchas... Hay teles cuadradas, y ordenadores con Windows 95, y los detectives hablan mucho de cómo se ha puesto la cosa con las detenciones en comisaría, al hilo del 11-M. Es, directamente, el mundo del ayer.

Pero la narrativa, ay, permanece intacta. Te entra por los ojos y por los oídos a los quince minutos de parloteo, y ya te relajas del todo y disfrutas como un enano. La serie resiste, vaya que si resiste. Es más: campea victoriosa. Las jetas de todo este casting pluscuamperfecto conforman algo así como una esfinge de Giza que mira al puerto de Baltimore, imperturbable. El viento y la sal todavía no han producido rasguños detectables.

Hay nariz para muchos años.




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