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Después de echar el polvo
del siglo, Victoria le pide a James Garner la prueba de amor definitivo:
-
Mira, cariño: todo el mundo piensa que soy
un hombre. Y como tú vives enamorado de mí y siempre caminas a mi lado, todos
te consideran homosexual en un mundo despreciable donde la homosexualidad sigue
siendo anatema de los curas y escándalo de la sociedad. Pero yo, querido, no
puedo desvelar el secreto de mi identidad porque este trabajo de transformista me
da de comer, así que te lo voy a preguntar una sola vez: ¿estarías dispuesto a
soportar la vergüenza pública, el señalamiento de los demás, la burla y la
chanza, la condena y el desdén, sabiendo que por la noche yo te espero en la
cama con la realidad innegable de mi cuerpo de mujer?
Y James Gardner, que no
se esperaba tal desafío en el plácido deshincharse de su miembro, entra de
repente en el mar proceloso de las dudas. Sopesando pros y contras se hace la
picha un lío, y al final, para jugarse la decisión a cara y cruz, se lanza a
las calles de París en busca de una señal divina que decida por él.
Y yo me pregunto, antes
de condenar su cobardía o su pusilanimidad: ¿cuántos habríamos dado un sí
instantáneo a la proposición de Victoria y cuántos habríamos vagado por la
madrugada atenazados por el miedo? ¿Cuántos de los que nos consideramos gayfriendlys,
tolerantes, ecuménicos, para nada homófobos y casi nada machistas,
aguantaríamos en nuestras propias carnes las miradas que nos señalarían?
“Víctor o Victoria” se ha
quedado muy vieja en su sentido del humor -los resbalones, los golpetazos, las tartas
que vuelan y las señoras que chillan- pero aguanta el tiempo como una campeona cuando
habla de cuestiones de identidad. Es una película muy moderna, como rodada antes
de ayer. Plantea cuestiones que hoy mismo podrían salir en la edición dominical
de los periódicos, alabando lo mucho que hemos avanzado pero denunciando el
trecho larguísimo que nos falta por recorrer.
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