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Cinco metros cuadrados

🌟🌟🌟

La pareja que arruina su vida en Cinco metros cuadrados compra un piso de mierda a varios kilómetros del centro, en mitad de un secarral inhóspito, en una urbanización que está todavía por diseñar. Firman una hipoteca a pagar en 40 años, y dan una entrada de varios miles de euros que reúnen sableando a varios familiares, y pidiendo anticipos a los jefes del trabajo ¿Y todo esto por qué? Por una terraza de cinco metros cuadrados que prolonga las prestaciones del salón y da título a la película. Una terraza minúscula e impracticable desde la que se ve, a tomar por el saco, más allá de los matorrales y de las naves industriales, un trocito de mar azulado. El sueño pequeño-burgués de vivir junto a la costa, de presumir ante las amistades, de tomarse una cervecita fresca y unas aceitunas con anchoas mientras se filosofan tonterías con la mirada perdida en el horizonte de los mares.


            Es el mismo sueño perturbador, pesadillesco, que hace años nos invadió a todos los españolitos, en la costa y en el interior, en los pueblos y en las ciudades, en los regadíos y en los secanos... La misma psicosis colectiva que nos llevó a pagar a precio de oro, y con el dinero que no teníamos, pisos de calidad bochornosa que nos vendieron como de lujo, o como de primeras calidades, engatusados como niños idiotas por la cocina bonita, por la luz del salón, por el vestidor en el dormitorio que sería la envidia de las visitas y el rabia-rabiña de las cuñadas. Pisos que luego se caían a trozos, que chorreaban goteras, que eran invivibles por culpa de los vecinos y de sus ruidos constantes.  Pisos que vividos por dentro no valían ni la mitad de lo pagado. Ni la cuarta parte. Cárceles hipotecarias. Jaulas de encierro voluntario. Decepciones que luego ya no se podían rectificar, ni vender, ni dejar de pagar. Un simple lugar donde recogerse por las noches, y mirar cualquier chorrada en la televisión. Pero eso sí: un piso propio.




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Casual Day

🌟🌟🌟🌟

Veo, en la sobremesa, llevado por el hilo conductor de Juan Diego, otra comedia vitriólica que lleva por título Casual Day. Viene a ser una versión hispánica de las películas americanas de ejecutivos, con sus puñaladas traperas, sus ambiciones materialistas, su enriquecida y miserable vida de acumuladores de capital, sólo que aquí se ponen ciegos a chuletones y a vinazo de la tierra, no a caviar ni a champán francés. Tampoco aquí las putas son como las de Manhattan, rubísimas y de lujo, sino bielorrusas de segunda categoría que malviven en el puticlub del pueblo. Juan Diego hace de jefe de toda esta camarilla. De puto jefe, más bien, carcamal de colmillo retorcido que hace y deshace a su antojo dentro de la empresa. Es un hijo de puta memorable. Y su segundo de a bordo, Luis Tosar, tampoco le va a la zaga. Llegas a dudar de que estos dos señores, Juan Diego y Tosar, no sean así en la vida real. Lo bordan, lo clavan. Todos conocemos a un hijo de puta que nos supera en jerarquía: a nuestro profesor, a nuestro jefe, a nuestro entrenador, y son así, como los recrean estos dos actorazos, aterradoramente exactos: la sonrisa, falsa; la educación, exquisita; el discurso, petulante; los escrúpulos, ausentes; las intenciones, maléficas; las motivaciones, espurias; los remordimientos, nulos; las arengas, ridículas.

            Me ha vuelto a gustar mucho, Casual Day. Más que la primera vez. Hay películas que, como el buen vino, maceran en el recuerdo y van cogiendo cuerpo y trascendencia. Se quedan ahí, en la cabeza, durante meses, o durante años, dando vueltas por el inconsciente, depositando su semilla de sabiduría. Y luego, cuando las vuelves a ver, no sólo recuerdas tal escena, o tal diálogo, o lo guapa que era tal actriz, sino que reconoces la película como propia, como si te hablara en tu mismo lenguaje. Porque ya es, realmente, parte de ti, de tu aprendizaje, de tu discurso neuronal. De tu modo de pensar, y de vivir.






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