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Peaky Blinders. Temporada 1

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La resaca de la I Guerra Mundial fue la gran oportunidad perdida para hacer la Revolución. La revolución mundial, digo, la fetén, la que hubiera puesto todo el sistema patas arriba, con los soldados que regresaban de las trincheras cargados de razones y adiestrados en las armas, y no esa que finalmente triunfó en la Rusia de los campesinos hambrientos y los marineros del Potemkin, que fue una conquista más simbólica que fructífera, más sangrienta que liberadora.

El mismo Karl Marx, al que Lenin tuvo que adaptar a las circunstancias de su terruño, hubiera preferido que el socialismo triunfara en un país industrializado y comerciante,  para que los proletarios se repartieran la riqueza de las fábricas y los barcos, y no el pan con serrín que lo soviets distribuyeron penosamente en los planes quinquenales. El abuelo Karl soñaba con una revolución en Alemania, que era su tierra natal, o en Gran Bretaña, que es la patria de los Peaky Blinders. En Alemania estuvimos a punto, pero Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron traicionados por los socialistas tibios y sonrosados. Ahora esas traiciones te cuestan el ostracismo parlamentario, pero entonces te costaban el fusilamiento contra una tapia...

En Gran Bretaña, según cuentan los historiadores, también hubo intentonas, contubernios, huelgas masivas que amenazaron con invertir la pirámide de la riqueza. Pero faltó lo de siempre: unidad. Mientras los comunistas arengaban en las fábricas, los Peaky Blinders, que hubieran sido una fuerza de choque cojonuda, unos bolcheviques corajudos, prefirieron sacar tajada particular de sus habilidades. Entregados al día a día de ser los mafiosos de su pueblo, optaron por ser unos amorales que lo mismo se entendían con la policía de Winston Churchill que con los terroristas del IRA. O con los comunistas mismos, si eso era conveniente para el negocio. Les daba igual. En los ojos azules de Cillian Murphy no se refleja ninguna ética verdadera: sólo el egoísmo ancestral que defiende el acervo genético de la familia.





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Locke

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Ahora que se han puesto de moda los biopics sobre británicos egregios -Alan Turing, el matemático, Stephen Hawking, el astrofísico, William Turner, el pintor-, alguno puede pensar que Locke es una biografía del filósofo inglés que estudiábamos en el BUP. Aquel tipo que metió la pata hasta el corvejón cuando negó la existencia de los conocimientos innatos y lo confió todo a la experiencia, a la educación, a la pedagogía machacona... Ahora las personas informadas ya saben que lo que Natura no da Salamanca no lo presta, y que quien viene al mundo con el cerebro desestructurado, y las perchas del conocimiento demasiado endebles, se pierde sin remedio en los vericuetos del sistema. 

    Pero no: Locke responde al apellido de Ivan Locke, contratista contemporáneo del hormigón armado al que la vida, en un terremoto imprevisto que aquí no se puede desvelar, se le desploma como lo haría uno de los edificios gigantescos que él mismo construye. Si el otro día era Brad Pitt quien dentro de un tanque luchaba por su vida en los campos de Alemania, hoy es Tom Hardy quien a los mandos de un BMW también muy guerrero lucha por su dignidad en las autopistas británicas de la noche. Y hasta aquí puedo leer, y mira que me quedo parco, y que me asaltan los remordimientos de la vagancia, pero es imposible hablar de esta película sin destriparla, sin dejar malhumorados a los incautos lectores que todavía no la hayan visto... Que mi pereza en hablar sobre Locke, que a otros indignará, a ellos les satisfaga.




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