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Babylon

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En una sala de cine -con la oscuridad, las palomitas, la obligación de amortizar el dinero apoquinado- puede que “Babylon” sea otra cosa. Como película no sé, pero como espectáculo acepto que es la hostia al cuadrado: una orgía exuberante de imágenes. También una asquerosidad innecesaria donde solo falta el señor Creosota echando la pota; y Diana, -la de “V”, no la de Gales- comiéndose un roedor de aperitivo. En el cine, además, Margot Robbie saldrá el cuádruple de grande, qué digo, saldrá multiplicada por cien, y ocupará todo el espacio sexo-visual cuando baila puesta de coca con ese peto de albañil. 

“Babylon” está hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Chazelle ha rodado un clásico como Dios manda. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas: todo es carísimo, y la gente habla, y mastica cosas que ronchan, y los teléfonos móviles están todo el rato en funcionamiento. Da igual que los silencien: vibran, y los consultan, y te distraen de la pantalla. Además, en las provincias nunca subtitulan las películas, y yo estoy muy mal acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rotulicos en castellano.

Así que he visto “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, en una tele de 42” que no le hace mucha justicia a toda su pirotecnia. Porque la peli -vamos a decirlo ya- desbarra, autocombustiona, se va por los cerros de Hollywood. Y allí todo es más excesivo y demencial que en los cerros de Úbeda. La mar de divertido. Una orgía perpetua donde se queman los billetes recaudados en taquilla. Para los ricos, cualquier década de cualquier siglo son los locos años 20... 

El mayor problema de “Babylon” es que dura demasiado. Tres horas en el sofá de casa no hay quien las aguante. Todo dura una eternidad hoy en día: las series, las películas, los partidos de fútbol estirados por el VAR. Antes podías programarte un poco el día: veo la película y luego leo un rato o paseo por el monte. Ahora te sientas en el sofá y ya no sabes cuándo vas a levantarte.




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