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Babylon

🌟🌟🌟


En una sala de cine -con la oscuridad, las palomitas, la obligación de amortizar el dinero apoquinado- puede que “Babylon” sea otra cosa. Como película no sé, pero como espectáculo acepto que es la hostia al cuadrado: una orgía exuberante de imágenes. También una asquerosidad innecesaria donde solo falta el señor Creosota echando la pota; y Diana, -la de “V”, no la de Gales- comiéndose un roedor de aperitivo. En el cine, además, Margot Robbie saldrá el cuádruple de grande, qué digo, saldrá multiplicada por cien, y ocupará todo el espacio sexo-visual cuando baila puesta de coca con ese peto de albañil. 

“Babylon” está hecha para verla en el cine, como las películas de antes, y en eso Chazelle ha rodado un clásico como Dios manda. Pero en el cine, ay, ya no se pueden ver las películas: todo es carísimo, y la gente habla, y mastica cosas que ronchan, y los teléfonos móviles están todo el rato en funcionamiento. Da igual que los silencien: vibran, y los consultan, y te distraen de la pantalla. Además, en las provincias nunca subtitulan las películas, y yo estoy muy mal acostumbrado a las lenguas vernáculas y a los rotulicos en castellano.

Así que he visto “Babylon” en mi castillo, en la paz del hogar, en una tele de 42” que no le hace mucha justicia a toda su pirotecnia. Porque la peli -vamos a decirlo ya- desbarra, autocombustiona, se va por los cerros de Hollywood. Y allí todo es más excesivo y demencial que en los cerros de Úbeda. La mar de divertido. Una orgía perpetua donde se queman los billetes recaudados en taquilla. Para los ricos, cualquier década de cualquier siglo son los locos años 20... 

El mayor problema de “Babylon” es que dura demasiado. Tres horas en el sofá de casa no hay quien las aguante. Todo dura una eternidad hoy en día: las series, las películas, los partidos de fútbol estirados por el VAR. Antes podías programarte un poco el día: veo la película y luego leo un rato o paseo por el monte. Ahora te sientas en el sofá y ya no sabes cuándo vas a levantarte.




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Hacks. Temporada 2

🌟🌟


Escribí esto hace apenas cuatro meses, rematando la primera temporada de “Hacks”:

“Los personajes secundarios, ay, amenazan poco a poco con hacerse con el timón. “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco” era el título de los diarios de Charles Bukowski. Espero que Ava y Deborah no tarden demasiado en volver del restaurante.”

Pero Ava y Deborah no han vuelto todavía. Y ya vamos por el tercer episodio de la segunda temporada. Y yo quiero abandonar el barco... Que la showrunner me acerque a puerto, o que me deje una chalupa para remar. Me da igual. Me aburro como una ostra. Ya no río, ni sonrío. La comedia que yo tanto recomendaba ha degenerado en vodevil. Ahora hay una loca al timón, un intrascendente a los mandos y una petarda que escribe en el cuaderno de bitácora. La marinería ha perdido el rumbo por completo en el Mar de los Guiones.

Ava y Deborah siguen saliendo, claro, pero les han recortado los minutos, y además bailan al son ridículo que tocan los demás. Están en cuerpo, pero ya no en espíritu. Será cuestión de audiencias, de targets, de rollos... Sea como sea, yo no lo entiendo. La serie eran ellas dos peleándose por un chiste, fustigándose con la lengua, lanzándose dardos maliciosos... El choque generacional. Ellas construían su comedia como recomendaba el abuelo Marx en “El Capital y la carcajada”: plantear una tesis, luego una antítesis y alcanzar luego una síntesis que haga reír al respetable. La tesis era una chica joven, bisexual, nativa tecnológica, completamente refractaria a los cantos del lujo y del derroche. La antítesis era una señorona casi victoriana, heterosexual, ignorante de los píxeles, completamente agarrada al lujo y al derroche. De ahí, de esa intersección explosiva, de ese ni contigo ni sin mí, salían unas perlas que en esta segunda temporada, ahora que vamos a la deriva, tan lejos de las costas de las ostras, ya solo son recuerdos de cuando comenzaba la primavera.




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Hacks

🌟🌟🌟🌟


Solo cuando termina el último episodio y me pongo a recoger los bártulos me doy cuenta de que no sé qué significa la palabra “hacks”. La he visto sobreimpresionada diez veces, al inicio de cada episodio, en letras grandes como de rótulo para cegatos, o de recuerdo para lerdos, pero yo siempre estaba más pendiente de las primeras líneas de diálogo, o de las mondas de naranja que se iban acumulando en el sofá.  

He pasado 5 horas de mi vida en compañía de una serie que ni siquiera sé cómo se llama... Yo soy así, ya ven, de natural despistado. Es como quien se acuesta con una mujer desconocida y solo al despertar se pregunta si ella se llamará Selena o María de los Remedios. Nunca me ha pasado, pero me sirve de metáfora. ¿Importa el nombre?: pues depende. Si quieres avanzar con esa mujer tendrás que hacerte con su nick bautismal aunque solo sea para añadirlo a los contactos del teléfono, y no poner una X provisional al final de la lista. Y que no te pase como a Jerry Seinfeld en aquel mítico episodio...

Yo, por mi parte, ya sé que el nombre de mi dama significa “hachazos” -brochazos de guionista, o algo parecido- así que creo que voy a proponerle una segunda cita cuando llegue la ocasión. Que llegará, porque los americanos no paran de producir. Es lo que tienen, los americanos...

Y he dicho “creo”, y no “afirmo”, porque “Hacks” es una serie muy divertida, tierna y cachonda al mismo tiempo, muy cercana al ideal del amor; pero viene acompañada de una familia sospechosa que se entromete demasiado. Quiero decir que la gran dama y la simpática zagala protagonizan un duelo de admiración y recelo que es de alta enjundia humorística e incluso literaria. Un conflicto generacional que da para anotar muchas frases en el cuaderno. Pero los personajes secundarios, ay, amenazan poco a poco con hacerse con el timón. Salvo ese señor Lobo de los trámites necesarios, todos los demás moscones estorban cuando salen. “El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco” era el título de los diarios de Charles Bukowski. Espero que Ava y Deborah  no tarden demasiado en volver del restaurante.




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Watchmen

🌟🌟🌟🌟


Ahora, en los telediarios, y en las series de ficción como “Watchmen”, a esos tipos del cucurucho blanco los llaman “supremacistas blancos”. Pero en realidad son los racistas de toda la vida. Lo que no sé es por qué ahora usamos dos palabras para designar lo que antes quedaba claro con una sola. La inflación del lenguaje siempre es algo sospechoso. De sobrevolar sin atacar. En otro sentido completamente distinto, escribir este blog también es, por supuesto, una inflación del lenguaje. Una cosa gimnástica y superflua. Una obcecación mental. Una escritura muy sospechosa. Otro sobrevolar para no decir gran cosa.

De hecho, cada vez que escribo la palabra supremacismo, el corrector del Word me la subraya en rojo, muy atento siempre a las palabras mal escritas, pero también a las innecesarias, y a las redundantes. Pongo racista, o hijo de puta, o hijo de putero, que ahora es más políticamente correcto, y puedo seguir escribiendo sin contratiempos.  Pero bueno, da igual... No voy a hacer más inflación con las palabras. Y mucho menos, inflación con la filología, que es el tema más aburrido del mundo. Yo quería contar que Watchmen es en esencia una secuela de Raíces, o de Doce años de esclavitud. Y me temo, ay, que será una precuela de las muchas ficciones que están por venir. Porque el racismo es un tema tan viejo como la evolución de las especies. Tanto como la diferenciación de la melanina, y la idiotez de los homínidos.

Los temas se acabaron hace mucho tiempo. Lo que cambia es la manera de contarlos. Los enfoques originales. Y Watchmen, de originalidad, va más que sobrada. Para empezar, es una serie que ni siquiera empieza. Quiero decir que se pasa por el forro la secuencia clásica y pone el nudo antes que el planteamiento, de tal modo que te pasas tres episodios rascándote la cabeza, insistiendo por pura fe, porque el amigo que te la recomendó te ha aconsejado paciencia. Al final -decía él, en tono evangélico- todo se anudará, quedarás maravillado, y serás recompensado setenta veces siete cuando lleguen los episodios finales. Y tenía razón.





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Fargo. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Después de ver el making off de esta temporada, los temas para escribir sobre Fargo se agolpan en el primer parpadeo del cursor. Se gritan, se quitan la palabra…; se pelean por chupar cámara como tertulianos maleducados en Tele 5.

    Para el ojo profano que nunca ha visitado el universo delictivo de los hermanos Coen, Fargo es una serie de chalados que se matan entre sí a capricho, o por un puñado de dólares, con un par de policías sensatos que tratan de poner orden entre tanto salvajismo. Como monjas en una matanza de Ruanda… Pero en la cabeza de Noah Hawley -que es el hijo imposible que los hermanos Coen nunca pudieron procrear- caben Ronald Reagan y el feminismo, las minorías raciales y la posguerra de Vietnam. La preguerra de Wall Street y el final de las empresas familiares. Y el fenómeno OVNI, claro, porque estamos en 1979 y ya se han producido los encuentros en la tercera fase que dejaron turulato a Steven Spielberg, y en ese año mucha gente mira de reojo hacia el cielo por si acaso aparecieran.



    No sé qué voy a escribir sobre Fargo… “¿Cómo voy a redactar todo esto?”, se queja un policía de la serie, uno de Dakota del Norte que no sabe con cuál de los muertos empezar a escribir su informe, ni cómo hilar el resto para que un superior se crea más o menos el desaguisado. Y yo, igual de abrumado que el madero, quisiera dejar el ordenador por primera vez en mucho tiempo. Fargo es mucho lío, ahí fuera luce el sol, y tengo unas ganas terribles de salir a la calle con el perrete,  y con el iPod, a escuchar música. Pero aún no ha salido el corneta del gobierno a tocar el permiso reglamentario, y tengo que quedarme aquí, encerrado en el castillo, a cumplir con el deber de la escritura mientras el DVD de Fargo me mira desde su repisa, como preguntándose qué voy a decir finalmente sobre él.

    En el making off no se menciona nada de esto, pero creo que Fargo, en realidad, es una serie que habla sobre el caos y sobre el azar. De la petulancia de los seres humanos, que se creen dueños de su destino. No es así. La espada de Damocles pende sobre nosotros, colgada de un hilo. Y da igual a dónde huyamos, porque ahora, sustituyendo a los dioses, la espada cuelga de un dron muy moderno que nos persigue por doquier. La fatalidad puede ser una enfermedad, un rayo, un tornado, un accidente de coche... Una mujer fatal. Un hombre sin escrúpulos. Un virus asiático. Un OVNI que nos visita. Un hijo de los sioux que de pronto comprende que hay muchos crímenes impunes por devolver.



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