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Trece vidas

🌟🌟🌟


Yo antes no tenía nada en contra de la espeleología. Es más: los espeleólogos me parecían gentes admirables que unas veces se aventuraban en las cuevas para descubrírselas al mundo -y hacer rico al ayuntamiento del lugar-, y otras, ya revestidas de heroísmo, se colaban para rescatar a liantes que se habían metido en la cueva sin equipamiento, solo para husmear o para no ser vistos en alguna clandestinidad. O quizá, simplemente, porque sentían la llamada del gen cavernícola de nuestros antepasados, tan poderosa como la llamada de Dios o la llamada del sexo: un gen remoto y telúrico que ante la negrura de algunas cavidades se activa en el organismo y ya no puede resistir la tentación de profundizar en el misterio.

Pero eso era antes, en mis tiempos de soltero y luego de casado. Después, ya divorciado, hubo una época en que me anuncié en el mercado del amor, y descubrí que allí solo ligaban los espeleólogos y las espeleólogas. Hombres envidiables y mujeres sanísimas que luego, en otras fotos que demostraban su arrojo y su vigor corporal, aparecían haciendo parapente, o practicando puenting, o descendiendo en canoa las aguas bravas de su pueblo. Descubrí, para mi frustración, que los tipos como yo, simples intelectuales que el fin de semana salíamos en bicicleta o nadábamos en la piscina municipal, no nos comíamos ni una rosca. 

Para tener una mínima oportunidad con esas jamonas había que equiparse en alguna tienda especializada: comprar el casco, el neopreno, la aleta palmípeda... Dejarse una pasta gansa en los fetiches sexuales. Y luego, claro, tener la valentía de apuntarse a un club de cavernícolas, de meterse en los recovecos, de disimular que uno solo estaba allí para despojarse de los neoprenos en otras intimidades con poca luz.

No sé: me quedó como un trauma, como una inquina. Quizá por eso no he podido disfrutar de  “Trece vidas” como yo hubiera querido. Donde otros ven a los héroes del rescate, yo solo veo a mis rivales de antaño.





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