Vargtimmen

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Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.

Johan Borg y su esposa Alma viven un retiro -que suponemos temporal- en una apartada isla del (suponemos también) mar Báltico. Johan es un pintor que busca la inspiración, el respiro, el silencio de los humanos que le permita escuchar el susurro de las musas, tan vital y escurridizo. Su mujer, embarazada, le acompaña en la aventura con cara de resignación. Se ve que está muy enamorada de su hombre, y que el amor está por encima del fastidio cotidiano de no disponer de luz, ni de teléfono, ni de servicios médicos, allá en la isla remota a la que sólo llega una barquichuela a motor que les trae las provisiones y los enseres.

Los primeros días de retiro transcurren felices. Él pinta; ella cocina; ellos follan. Luce el sol, cantan los pájaros, y el manzano del huerto produce una cosecha histórica de frutos jugosos. La isla de Vargtimmen, en estos inicios de la película, es un jardín del Edén escandinavo que recuerda mucho al Paraíso que disfrutaron Adán y Eva en las tierras más cálidas de Mesopotamia, miles de años antes, hasta que apareció la serpiente enroscada en el árbol que todo lo jodió. Si en el Génesis todo se venía abajo en el capítulo 3, aquí, en Vargtimmen, Bergman -que viene a ser una serpiente maléfica que oscurece el discurso y confunde a sus personajes- lo jode todo a los veinte minutos de convivencia.

Mientras Johan vaga por la isla en busca de motivos pictóricos, Alma recibe la visita de una anciana que dice tener 216 años, y que le chiva el escondite secreto donde su marido, cada vez más taciturno y distante,  guarda un diario al parecer muy revelador y muy trágico. Uno tendría que haber dejado la película justo ahí, en plena aparición del espectro, porque el rollo de Bergman es una bola de nieve que empieza siendo un detalle y acaba convirtiéndose en una gigantesca desgracia que todo lo arrastra y todo lo ensucia.  Ha sucedido tantas veces... Pero uno, siempre tan responsable con su cinefilia, decide tirar para delante, y confiar en que esta vez escampará tras la tormenta. Craso error. La isla se puebla de seres extraños que uno ya no sabe si son vecinos majaretas o fantasmas convocados por la locura del pintor... Sin tele y sin cerveza, von Sydow pierde la cabeza...

Se vuelve imposible, para un espectador de mediana inteligencia como la mía, distinguir lo que es real o soñado en Vargtimmen, lo que es paranoia o peligro real. Lo que es narración o simbolismo, arte supremo o cultísima tomadura de pelo. Al final, uno se va a la cama con la impresión de haber visto otra vez la película de Kubrick, pero en blanco y negro, y con más suecos, y con más preguntas abandonadas en el aire...





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Psicosis

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Hablan en la radio del impacto que produjo Psicosis en los espectadores de 1960. Tuvo que ser un acontecimiento brutal, rompedor, del que ahora los espectadores modernos, hechos a la sangre y a los terrores, no llegamos a hacernos una idea cabal. No se veía una cosa igual desde que los hermanos Lumière proyectaron su primera película en París, y los asistentes, aterrorizados ante el tren que creían real y próximo, se levantaron despavoridos. Los espectadores de Psicosis eran un público virginal, desentrenado, que se quedó boquiabierto y acojonado con la famosa escena de la ducha. Cuentan, en la radio, que a tanto llegó el miedo, la sugestión, la paranoia tan genuinamente americana, que en Estados Unidos se hundió el mercado de cortinas de baño no transparentes. Algún pobre desgraciado que se ganaba la vida honradamente se fue a la bancarrota por culpa de Alfred Hitchcock. 

Yo mismo, de chaval, recuerdo haberme meado de miedo en la ducha durante semanas, tras haber visto Psicosis en el programa de Ibáñez Serrador, Mis terrores favoritos, en aquellas sesiones de desensibilización al terror que mi padre estableció como obligatorias. Yo cerraba los ojos para aplicarme el champú Geniol y durante aquellos segundos eternos de frotamiento capilar, imaginaba la puerta abierta, la silueta recortada, la mano que apartaba la cortina, el cuchillo jamonero que surcaba el aire... Era un pensamiento estúpido, matemáticamente improbable, allá en el León de los años ochenta, tan lejos de los moteles de carretera donde los norteamericanos perpetran sus psicopatismos. No había familiares locos que vivieran en casa, ni ladrones que buscando el joyero se metieran en el baño disfrazados de bata y peluquín. Era la mía una idiotez estadística, una cagalera sin fundamento, un mero recordar la puta escena porque uno estaba allí, desnudo, bajo el agua, como Janet. Pero ya es sabido que en los segundos eternos del champú los fantasmas vagan a su antojo, alimentándose de espuma, y de agua caliente. Yo también fui una víctima de Psicosis, diferida en el tiempo, algo anacrónica ya. Un sufridor silente bajo la ducha.




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Woody Allen: el documental II

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Si uno fuera espectador atento y disciplinado, de los que busca enseñanzas que perduren en el recuerdo, habría llenado un cuaderno entero con las sabidurías que en el documental sobre Woody Allen crecen como frutas tropicales, exuberantes y sanísimas. Los aforismos acerados, los chistes incisivos, las lecciones utilísimas que este hombre regala cada vez que abre la boca, o se sienta ante la máquina de escribir. Sobre el sexo, sobre la muerte, sobre la humildad del artista que sólo quiere trabajar en lo suyo y que le dejen vivir en paz. Pero uno ha nacido cinéfilo vago, expectante, de los que se arrellanan en el sofá y dejan que la magia transite ante sus ojos, paralizado, idiotizado, con las manos posadas sobre el mando a distancia, y sobre los huevos. Dentro de unos meses apenas recordaré nada jugoso de estas tres horas que se me han pasado volando, como se pasan las horas entre amigos, colegueando, sonriendo, poniéndose uno trascendente de vez en cuando.


Transcribo, a toda prisa, azuzado por la vergüenza creciente que siento por  mi indolencia, estas dos reflexiones de Woody Allen que al menos, en un esfuerzo titánico de mi memoria, he conseguido ubicar en el minuto aproximado del metraje extensísimo, y que ahora recupero manejando el wind y el rewind, el viento y el reviento. La primera es una experiencia infantil en la que me veo reconocido:

 “Mi madre siempre decía que, al principio, yo era un niño muy dulce y alegre. Y después, hacia los cinco años, me volví más gruñón y amargado. Creo que cuando fui consciente de mi mortalidad, no me gustó la idea. “¿Qué quieres decir? ¿Se acaba? ¿Esto no sigue eternamente?” “No, se acaba. Desapareces para siempre” Cuando me di cuenta de eso, pensé: “No cuentes conmigo, este juego no me gusta” Y después de aquello nunca volví a ser el mismo”.

Más tarde, en la intervención que cierra el documental, Woody Allen se lamenta amargamente de la vida, a pesar de haber cosechado tantos éxitos y aplausos, tantos premios y dineros. Lo hace con una sonrisilla desganada que apenas disimula la gravedad –y la humildad desnuda- de lo que confiesa. Viene a ser el corolario de aquella certeza prematura y ya determinante sobre la muerte. La sensación amarga de que la vida no es un videojuego completo, recargable, canjeable por otro en la tienda de informática cuando llegas al final, sino una demo cortísima, cicatera, que sólo te deja jugar un ratito.

       “Cuando miro atrás en mi vida, siento que he tenido mucha suerte de haber cumplido mis sueños de infancia. Quería ser actor de cine, y lo he sido. Quería ser cómico y director de cine, y lo he sido. Quería tocar jazz en Nueva Orleans, y he tocado en desfiles y tugurios en Nueva Orleans. He tocado por todo el mundo en teatros y salas de conciertos. No hay nada en la vida a lo que haya aspirado que no haya podido cumplir. Pero a pesar de todas estas bendiciones, ¿por qué sigo pensando que me han estafado?”




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Woody Allen: el documental

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No debería haber visto Woody Allen: el documental. El amor fraterno que siento por este fulano me ha hecho caer en este pozo sin fondo de su biografía enjundiosa, de su filmografía ejemplar. En las tres horas que dura el documento voy haciendo un repaso mental de las películas que he visto o que he dejado de ver. De las que un día almacené en mi videoteca porque me regalaron una enseñanza o una sonrisa. De las que, entretenidas sin más, fracasaron en esta durísima oposición que es obtener plaza en mi estantería, tan rarito y maniático como soy. 

Y así, enredado en estas memorias, ha vuelto, después de varios meses de calma, el ansia viva que tanto predicaba José Mota. La pulsión neurótica de revisar la filmografía completa de Woody Allen, película a película, diálogo a diálogo. A modo de homenaje, de exégesis, de machada fílmica que establezca un nuevo récord cinéfilo en la comarca, que sólo yo iba a reconocer, y a aplaudir. Una locura parecida a las que perpetré en la juventud, cuando el tiempo parecía infinito, y el culo estaba forjado de una musculatura resistente que aguantaba las grandes sentadas. Ahora ya no tengo edad, ni paciencia, y el culo es una fofería de grasas dispersas, como los lagos de Finlandia, que ya no resiste los maratones, ni casi las carreras de cien metros. Me obsesiona esta idea de programar un gran ciclo de Woody Allen que me ocupe desde aquí hasta el verano, sólo interrumpido por las urgencias ineludibles del canal de pago, y por los partidos de fútbol ungidos en sacramento. Sé que no lo haré; que quizá, como mucho, emprenda un repaso de la filmografía selecta, o de las películas olvidadas. Pero me tienta, me seduce la idea, y en los minutos pares vuelvo a soñar que soy el jovencito inquieto que todo se lo merendaba, y que navegaba feliz por los mares interminables del tiempo...




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Twin Peaks

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Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy  pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica. 

Extrañado y avergonzado de mi creciente desilusión, leo en internet que David Lynch iba y venía de la serie sin mucho interés, atrapado en otros proyectos, o aburrido de marear la perdiz del asesino. Leo con sorpresa que en muchos episodios él sólo pasaba por allí, a supervisar por encima los guiones, a estrechar la mano del director de turno para desearle buena suerte. Y se nota. De los sueños acuciantes y los humanos tarados que teñían de oscuridad las primeras entregas, hemos pasado a la ñoñería sentimental del americano medio, y a la sobreactuación risible de unos maleantes de pacotilla. 

David Lynch es un caricaturista onírico de la vida, un tipo al que le salen retratos muy afilados, muy negros, siempre sombríos y perturbadores. Como pinturas negras de Goya, o como ironías crípticas de Buñuel. Pero esto último de Twin Peaks ya es una caricatura de la caricatura, una fotocopia de la fotocopia. Un subproducto televisivo en el que lo mejor llega al final, en los títulos de crédito, con esa sintonía mágica de Badalamenti, con ese retrato de Laura Palmer con el pelo recogido que viene a ser como una Gioconda de nuestros tiempos, de sonrisa más franca, menos enigmática tal vez, pero mucho más guapa. Dónde va usted a parar.





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A propósito de Elly

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A propósito de Elly es la película de Asghar Farhadi inmediatamente anterior a Nader y Simin. La encaro con la intención de aprender sociologías sobre la clase media iraní que, barba arriba, chador abajo, tanto se parece a la pequeña burguesía de aquí. Los personajes de Asghar Farhadi no son los paletos habituales que saca Kiarostami en sus películas, ni los ciudadanos de a pie a los que Panahi sigue por las calles. Farhadi rueda películas -no documentales agrícolas, ni seguimientos voyeuristas. Este hombre, aunque sea una costumbre desusada en el cine iraní, se presenta en los rodajes con un guión escrito previamente, con sus diálogos, sus descripciones, sus atmósferas sugeridas. Un cineasta clásico, sistemático, ¡occidental!, al que van premiando en los festivales del ancho mundo casi a regañadientes. Porque sus películas son cojonudas, y te dejan la amargura de lo inconcluso, de la flaqueza humana enfrentada a la tragedia.

A Farhadi le fascinan estos treintañeros que van alcanzando la edad difícil de la no-protesta. Ya no son los jóvenes contestatarios que montaban el pollo en las universidades, clamando contra los ayatolás. Como todos los treintañeros del mundo, ahora viven pendientes de sus matrimonios, de sus hijos pequeños, de los pequeños períodos vacacionales que pasan a orillas del mar. De algún orgasmo  que  les devuelva de vez en cuando la alegría de vivir. La teocracia que en otras películas iraníes es blanco continuo de los dardos, aquí sólo es el horizonte fastidioso que no les impide disfrutar de la vida, ni privarse de ciertos lujos. Esta burguesía iraní se parece mucho a la burguesía española que transitó por el franquismo quejándose del régimen, sí, pero con la boquita pequeña, mientras salían de merendola con el Seiscientos, y cenaban opíparamente por Navidad. 

Ver una película de Farhadi es como asomarse a un Cuéntame cómo pasó ambientado en Irán, pero en los tiempos modernos, y con un pulso muy firme en el guión: nada de cursiladas, ni de concesiones estúpidas para que se sumen alegremente los niños, y los abueletes, a tararear la puta sintonía del Cola-Cao.




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Young adult

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En Young adult, una escritora neurótica, treintañera urbana a punto de asomarse al abismo de los cuarenta, decide regresar al pueblo para reconquistar a su antiguo novio y sentar la cabeza junto a él. Harta de la vida disoluta que lleva en la ciudad, sueña con una existencia más sencilla y ordenada, alejada de los ritmos diurnos, y de las tentaciones nocturnas, que poco a poco la van volviendo loca.

Nuestra protagonista es una mujer hermosa, antigua reina de la belleza en su etapa colegial. Ella es, por supuesto, Charlize Theron, y le basta una mirada en el espejo para saber que sus ojos de gata, y su cuerpo de gacela, dejarán patidifuso al hombre que ahora pretende recuperar. Éste, sin embargo, vive felizmente casado, y acaba de estrenar una paternidad que celebra a todas horas con un entusiasmo contagioso. Aunque su mujer esté a años luz de la belleza inmaculada de Charlize, Buddy vive en un paraíso armonioso de fidelidad al que no está dispuesto a renunciar. Las palabras muy serias terminadas en “ad” gobiernan su vida de hombre maduro, y no quiere adentrarse en las selvas ignotas de sufijos inquietantes y peligrosos, como adulterio, o fornicio. 

Negará tres veces a Charlize Theron antes de que acabe la película,  aunque ella se le presente en las citas vestida con trajes escotados, o le recuerde al oído las antiguas mamadas de novietes que lo dejaban para el arrastre. Si algún asomo de duda llega a cruzar por sus ojos, lo hace a la velocidad del rayo, como espantado por el pecado mortal. Es ahí donde Young Adult deja de ser comedia ácida, o tragedia cómica, para convertirse en el retrato psiquiátrico de un hombre con evidentes problemas mentales, autista, quizá, o prosoagnósico peculiar. Sólo las piedras, o los bloques de hielo, alcanzan estas alturas de hieratismo mineral. Uno lo ve, pero no se lo cree. Y la película, poco a poco, va decayendo. La falta de respuestas verosímiles convierten Young Adult en una comedieta bizarra y fallida. 





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Los comulgantes

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Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...

Así que entiendo muy bien esta crisis espiritual del pastor Tomas Ericsson. Porque uno, además, siempre ha sospechado que son muchos los sacerdotes descreídos por completo de su fe. Cuando estos pobres muchachos son ordenados en solemne sacramento, se les hace entrega de una caja que guarda el secreto de la Suprema Existencia, envuelto en mil celofanes de encíclicas y teologías. Pero tarde o temprano, los más dubitativos, los que sintieron la llamada de Dios una mañana tonta y nunca más volvieron a escucharla, les da por mirar dentro y no encuentran nada. 

Quién creería, además, viviendo en Estocolmo, o en Malmoe, en un dios adusto de barba blanca que nos vigila desde una nube, teniendo alrededor, en cualquier dirección que reposes la mirada, un ejército terrestre de hijas de Odín, y de hermanas de Thor, que se codean contigo en cada trámite de la vida, carnales y próximas, tan poco metafísicas que hasta puedes tocarlas y oler su perfume. 

El silencio de Dios entre los suecos es un hecho que damos ya por descontado. Lo importante de Los comulgantes no reside en este drama. Ni tampoco en ese gélido amorío que viven el pastor luterano y la maestra rural enamorada de él sin esperanzas. Nadie podrá sustituir a la fallecida esposa del predicador, que al parecer lo volvía loquito en la cama, y le tenía tan feliz que no necesitaba plantearse la existencia de su Creador.  Lo que me interesa de Los comulgantes es la tragedia cotidiana de quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar pero ya no cree realmente en su trabajo. De quien vive de predicar la palabra de Dios, o la palabra de la ciencia, y sin embargo hace ya tiempo que dejó de creerse sus propios discursos. Pienso en los sacerdotes sin fe, sí, pero también en los pedagogos que han comprendido el poder irrebatible de la genética; en los adivinos que han descubierto que lo suyo sólo son chiripas afortunadas; en los psiquiatras que han comprendido que sólo la exactitud de una medicación pueden curar a sus enfermos de la locura. Pienso en la miseria cotidiana de esta gente, escéptica del oficio, que una vez creyeron sustentado sobre firmes verdades, y que ahora fingen su convicción para seguir pagando las facturas, y llenando los platos de comida. 






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