El nacimiento del amor

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Los franceses -al menos los que salen en las películas- tienen la curiosa costumbre de filosofar sobre el amor después de consumarlo. En esa filmografía tan particular, las parejas se conocen, se desfogan los instintos, y después, en el cigarrillo poscoital, o mientras se asean los bajos en el bidé, se preguntan por el sentido último del acto carnal: su impacto existencial en el devenir de sus biografías. Montan unas tertulias que a veces ocupan películas completas, sólo interrumpidas por un nuevo polvo, o por una visita rápida a la cafetería, para reponer fuerzas con unos cruasáns o con unas baguetes recién sacadas del horno.

    Por lo que voy descubriendo, el amor es el monotema en las películas de Philippe Garrel, que son francesas a más no poder, casi de ver la torre Eiffel a todas horas por la ventana. La anterior, Amante por un día, era una película muy corta en duración, pero muy grande en complejidad: el retrato agridulce de los amores juveniles en los tiempos universitarios. Así que me animé, y repetí, y guiado por las críticas fui a dar con esta otra más antigua, El nacimiento del amor, que además tenía un título muy sugerente, casi como un manual para reconocer los primeros síntomas de la enfermedad.

     Pero esta nueva reflexión erótica de Philippe Garrel es aburrida, por pedante, y también por incomprensible. Paul es un hombre casado que no soporta la vida en el hogar, y menos ahora, con un nuevo bebé que no para de berrear. Cuando a Paul le da el punto, o le entra la excitación, da unas voces a su mujer, un empujón a su hijo mayor, y se lanza a las calles a curarse la neurosis con una nueva gachí. Paul es un impresentable a punto de entrar en la cincuentena, fondón, narigudo, que peina sus escasos cabellos de una manera estrafalaria. Pero el tipo, para sorpresa del espectador, se acuesta con mujeres bellísimas, más jóvenes que él, a las que cuenta sus domésticos pesares en las melancolías que suceden al orgasmo. Ellas le afean su adulterio, pero al mismo tiempo le entregan sus cuerpos derretidos. 

    El espectador -al menos éste que suscribe- lo flipa en colores, aunque la película sea en blanco y negro. Eentre el asco que le produce el personaje, lo tontas que son sus amantes, lo plasta que es su único amigo, y la cursilería afrancesada que subraya todos los diálogos, uno se ha ido diluyendo en cuestiones personales que apenas venían a cuento de la trama.





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Kidding

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Casi al mismo tiempo que se estrenaba la serie Kidding, y nos quedábamos enganchados al primer episodio porque lo dirigía Michel Gondry y lo protagonizaba Jim Carrey, uno de los guionistas de Epi y Blas aparecía en la prensa para confirmar que, en efecto, los dos muñecos de Barrio Sésamo eran pareja homosexual, y que sus tontunas y desencuentros eran la adaptación de sus propias vivencias reales, con su compañero de toda la vida.

    El aire de la entrevista es un "sí, claro, por supuesto", como si el tipo se sorprendiera, a estas alturas, de que el periodista se cuestione todavía tal evidencia palmaria: dos hombres que duermen juntos, en el mismo dormitorio, que se levantan todas las mañanas con algo que reprocharse.... Hay que ser muy corto -viene a decir - para dejarse engañar por el escenario de las dos camas separadas. Un mentecato de tomo y lomo, para no tener presente que los espacios para niños los escriben personas adultas, y que nada de lo que acontece en sus tramas surge de la casualidad, y que siempre hay un reflejo de los autores, una vivencia, un desahogo, una enseñanza, una pequeña maldad incluso...


     Éste es, más o menos, el leitmotiv que anima la serie Kidding. O que, al menos, la animaba al principio, antes de perderse en tramas confusas y reacciones inexplicables (el afán de distinguirse, de hacer algo novedoso, de auteur, que al final termina por joderlo todo...). Kidding habla de la contradicción entre el adulto que vive y el adulto que sale en pantalla para divertir a los niños. El tipo que vestido de civil se llama Jeff y llora por su hijo fallecido, y por su esposa divorciada, y que camina por la vida con el gesto perdido y la alegría olvidada, porque lo que antes era cotidiano ahora es extraño y pesadillesco. El mismo tipo que luego, para ganarse el sustento, se disfraza de Mr. Pickles ante las cámaras de su show infantil, y encarna al señor divertido y amable de toda la vida, al que los niños esperan para echarse unas risas o aprender una pequeña sabiduría. La lucha interior de ese hombre es terrible, desgarradora, y Jim Carrey, con su cara de goma, acierta con todos los registros. Es una pena que luego la serie se... desvanezca, se enrede en los hilos de sus propias marionetas. O a lo mejor soy yo, que Kidding me ha pillado en malos tiempos para la lírica, como cantaba el añorado Coppini.


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Los exámenes

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En Los exámenes, Eliza, que es una estudiante modélica con una beca ya apalabrada en Inglaterra, sufre un intento de violación justo el día antes de presentarse al examen de Selectividad, o de Reválida, o como llamen a esta encerrona académica en Rumanía. La agresión no llega a término, pero su brazo derecho, el de escribir, el de rellenar folios en el día más decisivo de su vida, queda maltrecho. Y el ánimo, por supuesto, en otro lugar, todavía aterrada y medio ida. Sin embargo, los profesores se ponen muy suyos y deciden no ablandarse ante las circunstancias extraordinarias. El aplazamiento no es posible, la escayola no es admitida por ser lugar propicio para escribir chuletas, y el tiempo permitido para terminar la prueba será el mismo para ella -que escribirá como una manca de Lepanto- que para los demás alumnos, que sobrevolarán los folios moviendo la pluma a la velocidad de un Shakespeare enamorado, como Joseph Fiennes en la película.



    Es ahí cuando emerge la figura de Romeo, el padre de Eliza, médico de prestigio que tirará de contactos para que el examen de su hija, ya que va a nacer tullido de nacimiento, sea reevaluado posteriormente con algo más de generosidad. Esa será su primera corruptela de la película. El primer pecado de un hombre que soñaba con el futuro esplendoroso de su hija, fuera de Rumanía, hablando inglés, cultivándose en otra cultura, regresando años después como una mujercita hecha y derecha. Pedir el primer favor le obligará a pedir otros favores dentro del aparato burocrático de los rumanos, tan parecido al nuestro como buenos romances que somos todos, con nuestros policías, nuestros catedráticos, nuestras listas de espera en los hospitales... La degradación completa de un hombre que sólo buscaba justicia para su hija violada. Aquella cadena de favores que imaginara Haley Joel Osment en la película del mismo título, para que la bonhomía se extendiera exponencialmente, aquí, en Los exámenes, encuentra su piedra de toque y su refutación misantrópica.



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Vente a Alemania, Pepe

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En el remake imaginario de estos tiempos la película se titularía Vente a Alemania, Jairo, o Vente a Alemania, Vanesa, y los currantes ya no irían con la boina calada por las strasses, ni dejarían caer la quijada cuando se cruzaran con una rubiaza. En eso, la verdad, hemos avanzado bastante. Ahora somos más altos, chapurreamos cualquier idioma y estamos más cerca de casa porque podemos ver la liga de fútbol gracias a los satélites geoestacionarios. Pero, por lo demás, seguimos casi en las mismas. Medio siglo después de que Alfredo Landa aterrizara en el aeropuerto de Frankfurt hablando en cristiano, muchos españolitos y españolitas siguen buscándose las habichuelas en Alemania y en sus países limítrofes: esa Europa civilizada que escribe sus idiomas con muchas consonantes y siempre personal para manejar las máquinas y cuidar de los retoños.

    Aquí, en los años de la economía loca, cuando todos jugábamos al Monopoly de los pisos en la ciudad y de los apartamentos en la costa, llegamos a pensar que ya nunca necesitaríamos a los alemanes para que nos proporcionaran el sustento. Sólo los que venían a nuestras playas a beber la sangría y a comer la paella. O a comprar por trocitos la isla entera de Mallorca. Lo de Alfredo Landa limpiando cristales en Münich parecía una paletada tardofranquista que nunca iba a repetirse. Los españoles de la post-Transición jugábamos al pádel y hacíamos pinitos como inversores en la Bolsa; y de pronto, allá por los albores del siglo XXI, una familia de Nebraska dejó de pagar su hipoteca subprime y el efecto económico de ese aleteo mariposil provocó que aquí, en España, todo el tenderete se lo llevara el grito hipohuracanado de Pepe Pótamo.

En medio de ese derrumbe, apareció en la tele una ministra medio imbécil que lo confiaba todo a la Virgen del Rocío, y que declaro, reinaugurada, como en los tiempos del landismo, y del tartamudismo de José Sacristán, la "movilidad exterior".




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Amante por un día

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A la universidad no se va sólo a estudiar. Eso se ha convertido casi en un asunto secundario. Tal vez era lo principal en los tiempos fundacionales, en el Renacimiento y tal, cuando los bachilleres iban a estudiar latín y teología, y las mujeres se quedaban en casa removiendo los potajes. Pero ahora, en los tiempos modernos, con la esperanza de vida creciente, y el paro que acecha tras los títulos, y los muchachos y las muchachas que se cruzan alegremente en los senderos del campus, ya no hay ninguna prisa por aprobar las asignaturas. Para sacarse una carrera ahora hay tiempo de sobra, vida de sobra. Da lo mismo tardar cinco que siete años, mientras la economía familiar no se tambalee, o uno se descubra con treinta años haciendo ya un poco el ridículo entre tanta juventud. Pero hasta entonces, mientras el cuerpo aguante, y el dinero alcance, a la universidad se va, principalmente, a follar. Porque el aprendizaje sexual, como el aprendizaje del lenguaje, tiene una ventana de desarrollo, un tiempo óptimo para aprender la técnica, desarrollar la autoestima, cultivar las preferencias... Un tiempo de gozo máximo, en la salud intocada del cuerpo.

    Y mientras salta la liebre, y se concretan las miradas, la juventud se entretiene en los billares, en los pubs, en los botellones del parque semioscuro. Los nativos de la ciudad y los venidos de fuera confraternizan en los pisos de estudiantes con la excusa de que hay unas asignaturas que cursar, y un futuro que ganarse. El campus universitario es una gran casa de citas donde las parejas se conocen y se intercambian, y lo otro -las aulas, las bibliotecas, los laboratorios- sólo está puesto para disimular. Incluso hay catedráticos que aprovechan esta primavera sexual para escabullirse un poco de su triste otoño, y reverdecer viejos laureles con alumnas de muy buen ver, arrobadas ante la sabiduría que emana de sus canas.

    De todo esto va Amante por un día, pequeña, incisiva, muy estimable película. Franceses que hablan sobre el amor y luego lo practican. Los maestros consumados, en ambas artes. 





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Maniac

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Mientras veo los capítulos pares de la serie, me da por pensar que Maniac es una obra maestra inaccesible para las mentes menguadas, de kit básico como la mía, pero luego, en los impares, ya tengo la certeza de que Maniac es una tomadura de pelo que Netflix nos ha encalomado porque sale Emma Stone muy guapa y muy rubia. No hay término medio.

    Sea como sea, he llegado a los últimos capítulos de Maniac desfondado, con dolor de cabeza, sin entender casi nada de lo que me plantean. Casi enfadado conmigo mismo, la verdad, porque el olfato de perro viejo ya me advertía que aquí había gato encerrado, pajote mental, pelusilla en el ombligo de sus creadores. Pero Emma Stone, en efecto, reluce hermosa en el primer episodio, y con ese reclamo tan básico, tan simiesco, unido a mi orgullo de querer entender lo que me sobrepasa, o lo que solo es una broma sin sentido, me he ido enganchando como un panoli hasta llegar casi a la meta. 

    Y digo casi porque ni siquiera he visto terminar la serie:  he echado un ojo a los últimos minutos sólo por curiosidad malsana, por saber si al final todo era una fantasía del esquizo, o una pesadilla de la psico, o el último ronquido de Antonio Resines en el desenlace de Los Serrano. A ver si al final, por un casual, como remate humillante pero histórico, salían el tal Fukunaga y el tal Somerville de los cojones riéndose a mandíbula batiente del espectador, en un vídeo de factura casera, con gorritas de béisbol y tal, gracias por haber llegado hasta aquí, gilipollas, hemos ganado una apuesta gracias a ti y bla, bla, bla...

    También era posible que esto terminase en una mesa redonda de eminentes psiquiatras que nos desvelaran los simbolismos vistos en pantalla, con Emma Stone explicando su personaje, Jonah Hill mirándola arrobado, y gente entre el público con un micrófono que preguntase por las entretelas de las conexiones sinápticas en la fase beta del sueño y su correlación sinérgica con el diagnóstico diferencial de la esquizofrenia. Pero no. Nada de eso. Al final ha habido un The End muy convencional que sólo habrán entendido los enterados. Los que se tomaron muy en serio esta propuesta para nada convencional. Yo he fracasado en el intento. Que se joda el espectador medio, que dijo una vez David Simon. Y yo soy espectador medio, a mi pesar...



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Colgados en Filadelfia. Temporada 2

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En la segunda temporada de sus andanzas, los colgados en Filadelfia han comprendido que en la vida de un treintañero hay algo más que sexo. No todo va a ser follar, que cantaba Javier Krahe. También hay que hacer recados, y limpiar el cuchitril, y hacer tiempo en las consultas de los doctores. Las jodiendas del vivir, en defniitva, que antes ocupaban un tiempo marginal. Y entre ellas, la más importante de todas, ganar dinero. Porque los colgados no montaron su pub irlandés para hacer negocio, sino solo para ligar. Para que Mahoma no tuviera que ir a la montaña de otros garitos donde dejarse el dinero en copas  y el estómago en garrafones, sino para que fuesen las montañas de Filadefia, tan guapas y resaladas, las que vinieran a su Mahoma para jugar a las sonrisas y al flirteo.


    Su pub, que está montado con el kit básico de los pubs americanos, da lo justo para vivir, para ir reparando las cuatro bombillas y cumplir con los impuestos del ayuntamiento. Es por eso que los colgados tendrán que emplear su malévola estupidez -por no decir su deshonestidad, y su cara de cemento armado- para engordar sus cuentas corrientes. Si la vida es un avión con dos motores, el viaje de estos cachondos iba bastante escorado hacia el sexo, peligrosamente volcado hacia el desastre. Así que ahora, en los nuevos episodios, sin despistarse de cualquier oportunidad , estos impresentables le van a meter caña al otro motor para enderezar el rumbo. Usarán sus malas artes para sacarle un dinero a cualquier ocurrencia que cruce por su meninges. Con nulos resultados, of course...
 
    Y si por un casual asoma un prurito de moral o de decencia en sus conductas, ahí está el personaje de Danny DeVito para dar testimonio -como padrazo que es, y como tipo baqueteado por la vida que presume- de que en el amor, como en la guerra, o como en los trapicheos de trastienda de bar, casi vale cualquier cosa.

    Una comedia modélica sobre personajes impresentables.




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Caras y lugares

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Yo, que me muevo por los caminos trillados de la cultura, y que desde que me vine a La Pedanía sólo hojeo los periódicos deportivos en el bar, no tenía ni idea de quienes eran estos dos artistas que protagonizan Caras y lugares: Agnès Varda, directora de cine de los tiempos de la Nouvelle Vague, y Jean René, alias JR, una especie de Banksy parisino que engalana las calles con sus ocurrencias fotográficas.

    Treintañero él y nonagenaria ella, improbables y marchosos, tan compenetrados que al principio pensé que esto era la versión francesa y por tanto más culta de Marujita Díaz y Dinio García, JR y Agnès recorren la Francia profunda con una camioneta que en realidad es un gran fotomatón camuflado, donde las gentes son retratadas en un tamaño de papel gigantesco, casi de coloso de Rodas, o de político con el ego subido de Charles Foster Kane.


    Mientras Agnès departe con los lugareños, y sonsaca de sus vidas las modestas alegrías, y las pequeñas miserias, JR, con esos retratos, va decorando los muros del pueblo, las fachadas de las granjas, los frontales de las fábricas, lo contenedores del puerto, los vagones de carga, los búnkers de Normandía... Es un efecto artístico que hay que reconocer muy bello e impactante: caras en blanco y negro que humanizan los paisajes industriales, que reivindican la carne sobre el metal, lo humano sobre la producción. El factor humano, que diría, Graham Greene. 

O vaya usted a saber,  porque yo en estos simbolismos de los artistas siempre termino por perderme, primero por incapacidad congénita para seguirles del todo, y segundo porque tengo la sospecha de que los artistas primero dan rienda suelta a su imaginación y luego ya le buscan una explicación a su producto, más o menos cogida por los pelos. Como me sucede a mí con estos escritos -en la otra punta de la inspiración, por supuesto-, que primero los vomito y luego les voy dando forma con las manos enguantadas, a ver si en el revoltijo de la indigestión surge una forma o una idea que justifique el esfuerzo de los músculos abdominales.





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