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Los exámenes

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En Los exámenes, Eliza, que es una estudiante modélica con una beca ya apalabrada en Inglaterra, sufre un intento de violación justo el día antes de presentarse al examen de Selectividad, o de Reválida, o como llamen a esta encerrona académica en Rumanía. La agresión no llega a término, pero su brazo derecho, el de escribir, el de rellenar folios en el día más decisivo de su vida, queda maltrecho. Y el ánimo, por supuesto, en otro lugar, todavía aterrada y medio ida. Sin embargo, los profesores se ponen muy suyos y deciden no ablandarse ante las circunstancias extraordinarias. El aplazamiento no es posible, la escayola no es admitida por ser lugar propicio para escribir chuletas, y el tiempo permitido para terminar la prueba será el mismo para ella -que escribirá como una manca de Lepanto- que para los demás alumnos, que sobrevolarán los folios moviendo la pluma a la velocidad de un Shakespeare enamorado, como Joseph Fiennes en la película.



    Es ahí cuando emerge la figura de Romeo, el padre de Eliza, médico de prestigio que tirará de contactos para que el examen de su hija, ya que va a nacer tullido de nacimiento, sea reevaluado posteriormente con algo más de generosidad. Esa será su primera corruptela de la película. El primer pecado de un hombre que soñaba con el futuro esplendoroso de su hija, fuera de Rumanía, hablando inglés, cultivándose en otra cultura, regresando años después como una mujercita hecha y derecha. Pedir el primer favor le obligará a pedir otros favores dentro del aparato burocrático de los rumanos, tan parecido al nuestro como buenos romances que somos todos, con nuestros policías, nuestros catedráticos, nuestras listas de espera en los hospitales... La degradación completa de un hombre que sólo buscaba justicia para su hija violada. Aquella cadena de favores que imaginara Haley Joel Osment en la película del mismo título, para que la bonhomía se extendiera exponencialmente, aquí, en Los exámenes, encuentra su piedra de toque y su refutación misantrópica.



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