La delgada línea roja

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Cuando rugen las ametralladoras, La delgada línea roja no escatima sangres ni intestinos para hacernos entender la brutalidad de una guerra. Pero luego, cuando el silencio se apodera de la isla de Guadalcanal, la cámara pasea por la naturaleza exuberante para lamentar tanta herida abierta y tanto salvajismo de los humanos. Así resumida, la película parece una obra comprometida, antibélica, de claro mensaje pacifista. Pero no lo es. Es una película fascinante en lo formal, pero muy tramposa en su denuncia. El soldado Witt, que es la voz en off que aprovecha los remansos del combate para reflexionar , se hace mil preguntas del tipo: "¿qué oscura ceguera se ha apoderado de los hombres?", o "¿cuánta crueldad somos capaces de asimilar?" "¿En qué momento nos desviamos del recto camino de la fraternidad?," y cosas así, solemnidades que no conducen a nada, sólo a la filosofía barata, y a la ocultación torticera de los hechos.


    Al soldado Witt habría que explicarle que la guerra nunca es producto de una insania, de una locura transitoria. Aunque su desarrollo sea caótico y brutal, la guerra siempre obedece al interés concreto de unos fulanos muy avariciosos que jamás luchan en ella. Y que jamás, tampoco, envían a sus hijos al frente. Mercaderes que cuando ven peligrar sus beneficios presionan a los gobiernos para abrir rutas, expandir mercados, acceder a materias primas. Desde las Guerras Púnicas a la invasión de Irak pasando por la II Guerra Mundial... El soldado Witt -y con él Terrence Malick, que es como el ventrílocuo que mueve el muñeco- prefieren hacerse los suecos ante estas evidencias de lo bélico, y se lanzan a la poesía sobre la podredumbre humana, y sobre el Mal que habita en nuestro interior... Bah. Gilipolleces. De nuevo el pecado original, como predican los curas en su falacia de cada domingo. Yo entiendo que La delgada línea roja no aproveche el silencio de los cañones para darnos una lección sobre la geopolítica de los años cuarenta en el Océano Pacífico. Para eso ya están los documentales, y los libros de historia. Pero que tampoco nos tomen por tontos, con su literatura espiritual, y su antropología de catecismo.


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Purple Rain

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Prince, que iba veinte años por delante con su música, se nos murió veinte años por detrás. Se pasó con las ingestas, como tantos otros, y nos dejó con el gesto de tristeza y la nostalgia de la adolescencia. Qué manía tienen estos genios de morirse antes de tiempo... Las personas improductivas caminamos con más cuidado hacia la muerte, más o menos rectilíneos por las carreteras, pero los genios siguen trayectorias perpendiculares, cruzadas, más bien locas, como los  gatos trastornados. Y así, sin respetar tránsitos ni señales, van dando tumbos contra los arcenes, y contra los guardarraíles. Y algunos, como Prince, se quedan en el camino. O como el artista anteriormente conocido como Prince, que ya no sé muy bien por dónde andábamos, la verdad sea dicha...


    Purple Rain -y con esto no descubro gran cosa- ni siquiera es una película. Es un vehículo de promoción. Un videoclip alargado. Un autobombo que la Warner Bros. le sufragó a Prince para luego vender discos como churros.  O cintas de casete, como la que yo tenía en mi adolescencia de León, tan lejos de los contoneos lúbricos y de las propuestas sexuales. El guión de Purple Rain es de vergüenza ajena. Prince no es un actor. Y los que pululan a su alrededor, salvo la guapísima Apollonia Kotero, dicen en el making off que tampoco. Purple Rain es un despropósito general y lamentable. Risible, en algunos momentos. Sólo cuando Prince ataca The beautiful ones siento que me embarga la emoción, porque esa canción la sentía muy mía en los calabazares de Léon, cuando me enamoraba perdidamente y la chavala respondía que tenía mejores candidatos... Pero es poco, muy poco, The beautiful ones, para soportar tanta tontería. Tanta complacencia en el propio y minúsculo ombligo de Prince, que aquí se agiganta hasta ocupar el volumen completo del sistema solar.

     Pero al fin, allá por la hora y veinte de metraje, llega Purple Rain, la canción, y todos los pecados del Prince actor - o lo que sea- quedan perdonados. Ego te absolvo, hijo mío, porque Purple Rain se convierte en un remanso del espíritu. Una balada desgarradora que habla de ese limbo indefinible entre el amor y el desamor, entre el vete y el ven, entre quiero acostarme contigo y ojalá no te hubiera conocido. Nadie ha sabido explicar todavía si la lluvia púrpura era un reflejo de los neones o una guarrada de la mente calenturienta.



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Vida privada

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Las parejas que ya no follan, que encadenan meses de mutua indiferencia sin mediar una tara o una enfermedad, han dejado de ser parejas. Siguen siendo dos personas, claro, y el diccionario de la RAE, siempre tan puntilloso, no les va a privar de ese estatus superior de lo numérico. Pero estas personas ya no son amantes, sino otra cosa: compañeros de dormir, o colegas de la rutina. Dos nostálgicos, quizá, del amor perdido. Donde no hay sexo quizá reina el cariño, el apoyo, la mutua confianza... Esas palabras tan nobles pero tan paticortas. El amor, sin el sexo, ya no es amor, del mismo modo que la paella, sin arroz, ya no es paella. Puede salir un guiso muy sabroso con los otros ingredientes, pero hay que ponerle otro nombre para no engañar, y no engañarse. Como dicen ahora los modernos, currarse un naming.

    Rachel y Richard son  ex-pareja y residentes en Nueva York, que diría la azafata del Un, dos, tres. Parecen salidos de una película de Woody Allen, con sus inquietudes culturales y sus neurosis manhattianas. Ponen música clásica en casa, juegan al squash con sus amistades y hablan mucho de sexo sin practicarlo, en los minutos previos al dormir. Rachel y Richard hace ya algún tiempo que traspasaron la frontera de los cuarenta años y desean tener un hijo a toda costa. Incapacitados para la fecundación “natural”, recurren a la fecundación in vitro, en consultas muy complejas con médicos que cobran un pastón por cada intento. Pero encadenan un fracaso tras otro, y la película, que empieza con tintes de comedia, termina convirtiéndose en un viaje simbólico  al corazón de las tinieblas... El tono se vuelve triste y amargo. 

    Pero eso no es lo peor de Vida privada: lo peor es que el espectador vive una disonancia emocional continua con esta pareja desesperada. Rachel y Richard son buena gente, pero están cometiendo un error fatal. Hace mucho, mucho tiempo -y fue además en una galaxia muy lejana- que ellos ya no follan, y es obvio que su relación se ha vuelto insatisfactoria y disfuncional. Ya no se aman. Y en ese contexto tan poco propicio para la paternidad, aunque la directora de la función se empeñe en conmovernos con su desgracia reproductiva, nosotros, en el sofá, casi nos alegramos de que la ciencia, en esta caso, no acierte a dar con la solución.



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Niñato

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Hubo una época en la que quise ser escritor y fracasé sin ninguna gloria. Escribía mal, mal de cojones, arrítmico y empalagoso, y además no tenía grandes cosas que contar: ni amores de película ni excursiones al Himalaya. Una impostura de intelectual que afortunadamente sólo aguantó dos miradas ante el espejo. Cuando me di cuenta de que estaba haciendo el ridículo supino, por el mundillo provincial ya se traficaba con mi novela infumable e ilegible. A veces, en mitad de la noche, me despertaba una pesadilla recurrente: la humanidad quedaba arrasada en un holocausto nuclear, y todos los libros del mundo ardían o se volatilizaban menos el mío, que sobrevivía, de chiripa, en algún rincón de un almacén, para que la civilización extraterrestre que lo encontrara se formara una opinión todavía más lamentable de los seres humanos.

    Sin embargo, en aquel mundillo de los escritores provincianos, conocí a gente que todavía escribía peor que yo: literatos pedantes, insufribles, que contaban unos rollos cebolléticos sobre sus recuerdos de la Guerra Civil o sobre el abuelo que les regalaba los Werther's Original... Unos plastas de padre y muy señor mío que sin embargo triunfaban, y publicaban, y vendían, porque conocían a Fulano, o a Mengano, que era su cuñado, o tenían a un panegirista en el periódico local con el que luego se tomaban los chatos y las rabas de calamar. Y al revés: también conocí escritores maravillosos, deslumbrantes, de morirte de la pura envidia, pero que jamás salían en las reseñas porque no tenían padrinos ni mecenas, y se quedaban ahí, atorados en sus oficios de bancarios o de maestros, anónimos para el mundo de la literatura.

    Me he acordado de todo esto mientras veía Niñato, que todavía no sé si es una película, un documental, o un experimento fílmico. En cualquier caso, el invento de alguien que sin duda está bien apadrinado, que ha conseguido colar su historia en las reseñas de las revistas. Luego te pones a verla y ni siquiera se entiende bien, ni la trama, ni los diálogos, ni la intención última del empeño. Algo sobre la educación de los niños, sobre cómo maduran y tal. No sé...

    ¿Y si Niñato es la única película que sobrevive al holocausto nuclear, junto a mi libro ya descatalogado, y los extraterrestres nunca llegan a saber que existió El hombre tranquilo, ni El Padrino II, ni Los ensayos de Montaigne...?





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Arde Madrid

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En aquella España de Arde Madrid el sexo fuera del matrimonio era una práctica clandestina que sólo se practicaba en lugares muy apartados, o en sótanos muy profundos, a escondidas del Triángulo que todo lo ve. Pero es que luego, el sexo dentro del matrimonio, que era el único consentido por el Concilio de Trento, era una actividad sospechosa que cuando no iba encaminada a la reproducción retrataba a los hombres como cerdos, y a las mujeres como casquivanas. 

El sexo fue la gran frustración de la Patria única, grande y libre. La fuente primordial de su neurosis. Mucho más que la ausencia de democracia, o que los mostachos malencarados de la Guardia Civil. La gente que folla es feliz y no se preocupa mucho por el régimen político que la gobierna. Esto es así, aunque los politólogos no estén de acuerdo. Y la gente, en aquella España donde Ava Gardner irrumpió como una súcuba de Tasmania, follaba muy poco y además follaba muy mal, y a destiempo, y con mucho sentimiento de culpa. Al final fue esa grieta, y no otra, la que derrumbó al Reich Hispano que iba a durar mil años y lo que rondaría la morena.

    Nada se movió en este país hasta que los españolitos descubrieron a la extranjeras paseándose en las playas, con aquellos bikinis que dejaban muy poco margen a la imaginación. Y cuando supieron que más allá de los Pirineos el sexo era una práctica jovial desprovista de tabúes, una alegría más de la vida que tonificaba los músculos y endulzaba las pesadumbres, decidieron que ellos también querían una democracia como aquella. Con un rey de los borbones que la encabezara, si no había otro remedio... 

    La Transición, al contrario de lo que enseñaba Victoria Prego en los documentales, no empezó con una toma de conciencia política, sino con un calentón en la entrepierna. Y Ava Gardner fue la primera misionera que vino a subir la temperatura. Si Cristobal Colón desembarcó en América para aguarles la fiesta a los indios con taparrabos, Ava, en un viaje inverso, generosa y borracha, desembarcó en los Madriles para devolvernos la alegría de follar.




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22 de julio

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Enfrentado a las grandes tragedias de nuestro tiempo, este blog prefiere deslizarse por el comentario irónico y al chascarrillo tontorrón. Un ejercicio cínico ante las cosas del mundo, como si me las diera de ermitaño en la montaña, o de Montaigne en su castillo. O de Diógenes en su tonel. Un tipo de vuelta de todo, sabio y jocoso en el otoño de la edad. El resultado, claro, suele ser más bien patético, de vérsele a uno la impostura y la falta de oficio. Porque a fin de cuentas, uno, de la vida, sólo ha visto las sombras proyectadas en la cueva de Platón. 

    Pero ése es mi registro, qué le vamos a hacer: mi tono habitual, lo que me sale de la entraña cuando cojo la pluma y pincho con ella en las teclas del ordenador. Mi oficio es hacer comedia de las tragedias sumadas al tiempo, como formuló Woody Allen en su famosísima ecuación. Al igual que E=mc2, C=T+t, es otra igualdad que sostiene la estructura básica de nuestro universo, y que yo tengo puesta en un cartel que está siempre a la vista, aquí donde escribo.

    Y claro: llegan películas como 22 de julio y me quedo paralizado, con la escritura amordazada, jugando al solitario o al Apalabrados en el ordenador, haciendo tiempo a ver qué sale de las meninges contrariadas. De la matanza perpetrada por Anders Breivik en la isla de Utoya -y unas horas antes en el complejo gubernamental- poca ironía puede hacerse. Ninguna, la verdad. La locura de Breivik, el "caballero templario", es el terror en estado puro. Imaginarse a ese fulano disparando sobre un grupo de adolescentes como quien mata conejos en su finca ya es difícil de tragar. Verlo, ahora, representado en pantalla, ejecutando sus "crímenes políticos" ante la cámara temblorosa y puñetera de Paul Greengrass -que ya parece, por cierto, un director especializado en masacres contemporáneas-, le amarga a uno la digestión de la cena, y le crea, además, un sentimiento de culpabilidad, por haberse prestado a este juego malsano como espectador.

     El primer tercio de 22 de julio es asqueroso, pero es una obra maestra, no sé si se entenderá; los dos tercios restantes sostienen un discurso optimista, reparador, pero son tan aburridos como un telefilm de Antena 3 en la sobremesa. Es una jodida contradicción.


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Sicario: El día del soldado

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El problema de tener que escribir un comentario después de cada película que veo, o de cada serie que termino, en esta obligación autoimpuesta para ejercitar las neuronas, es que a veces te encuentras con películas como Sicario: El día del soldado y no sabes qué narices contar a los parroquianos. Que mola, que está bien hecha, que Brolin y Benicio tienen dos jetos impresionantes... Cosas así. Y que la droga es muy mala, claro. Y también el tráfico de personas a través de las fronteras. Que el guion hace aguas por varios agujeros, pero que nosotros, los espectadores, nos dejamos llevar como tontainas, engatusados por la acción... Poca chicha, como se ve. 

    Estos asuntos analíticos ya se cuentan en otros blogs con más enjundia, de cinéfilos de verdad, que están más al día de la actualidad y destripan los intríngulis con reflexiones sesudas y tecnicismos de germanía. Porque este blog mío, queridos lectores y queridas lectoras, que os asomáis por primera vez en incauta curiosidad, es un diario camuflado en el que yo vengo a contar mis neuras, mis movidas, mis mierdas personales, y las películas sólo son la excusa a la que me agarro para hacer excursiones por los cerros de mi Úbeda. Aquí no se critica la trama de la película, ni se alaba la fotografía crepuscular, ni se cuentan anécdotas sobre el rodaje. A lo sumo, para dar a entender que he visto la película de verdad, y que no soy un farsante al cien por cien, alabo la belleza de alguna actriz que me ha enamorado con su sonrisa, pero rápidamente recojo velas, y pongo un punto y aparte para pasar a un tema menos espinoso, porque las feministas me recriminan que hable de la belleza de la señora, o de la señorita, y no de su talento, de su oficio, como sí hago con los hombres, y como sé que en realidad tienen más razón que unas santas, siento un poco de vergüenza y salgo del jardín como puedo, aunque ya algo embarrado.

    Aquí, en Sicario: el día del soldado, salvo la aparición puntual de Katherine Keener, que es una actriz inquietante, bellísima a pesar de los años, todos los protagonistas son machos con mucha testosterona, así que mira: ese problema, al menos por hoy, no lo tengo.





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Basada en hechos reales

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Que un espectador de inteligencia poco afilada como la mía se dé cuenta, desde el primer instante, del "enorme misterio" que rodea la aparición de Eva Green en la trama, dice muy poco de Basada en hechos reales, la última película de Roman Polanski. O mejor dicho, del último estreno de Roman Polanski, porque película, lo que se dice película, y además una obra maestra, de las de Polanski de toda la vida,  fue Un dios salvaje, el retrato inmisericorde las vanidades que emanan de la paternidad. Y de la maternidad también, claro. Pero de aquel "acontecimiento histórico planetario" -que hubiera dicho Leire Pajín- nos separan ya siete años, que es casi como decir una vida entera. La de cosas que le han pasado a uno en siete años, que han sido casi como siete vidas, como una existencia gatuna que ya casi finalizo sin resuello. De aquel Álvaro que vio al último Polanski en plena forma ya sólo quedan las gafas y el madridismo irreductible. Hasta los pelos negros de la barba se han ido perdiendo por el lavabo, talados por la afeitadora, para no rebrotar jamás.




    Y mientras tanto, en su exilio de París, octogenario perdido, Polanski ha ido perdiendo fuelle, y frecuencia de paso, y ya sólo se anima a coger la cámara para exhibir a su señora Emmanuelle en películas hechas como al descuido, como mal planificadas. Porque aquello de La venus de las pieles no había por donde agarrarlo, y ésta última, que aquí nos convoca, aunque a veces parece que arranca, y el motor hace como un ruidito prometedor, finalmente se queda en un bluf, en un soufflé relleno de aire y efectismo, tan francés y tan vacío. Así que al final, para rellenar lo que me queda de entrada, uno se ve tentado a glorificar la belleza de Eva Green, que siempre ha sido una actriz de registro peculiar, y de hermosura inquietante, de las que te seducen y te alertan al mismo tiempo, con un algo reptiliano en esos ojos verdes que no anuncia nada bueno, y al mismo tiempo promete emociones únicas... En fin: que cese ya la tonta poesía.




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