Los Increíbles 2

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La vida moderna es un programa de humor que te convalida varias asignaturas de la carrera de Sociología. En ella, el catedrático Quequé tiene una sección habitual que se titula “Cómo hemos cambiado”, y que es un canto a los avances cívicos de nuestra sociedad. De todos modos, es evidente que los bárbaros todavía no han sido domesticados del todo. Todos los días, en este país, se insulta a un negro, se explota a una mujer, se humilla a un homosexual, se echa a un deficiente de un bar porque da mala imagen al negocio... Los bárbaros siguen siendo la mayoría silenciosa en este país, descendientes muy poco mestizados de los vándalos que entraron a saco tras las legiones romanas y esparcieron por la Península su semilla poderosa. Creemos, con inocencia, que las buenas gentes son mayoría porque en los medios decentes todo el mundo escribe con raciocinio y sensibilidad. Pero basta con salir a la calle, entrar en un bar o darse un paseo por Internet, para saber que van a pasar varias generaciones, casi tantas como en un pasaje plúmbeo de la Biblia, para que esto se parezca a una sociedad de la que poder presumir sin rubor.

    Y sin embargo, como demuestra Quequé en su sección, tirando de hemerotecas y del archivo sonrojante de Radio Televisión Española, viajamos a una velocidad sorprendente, hiperespacial, alejándonos de clichés que eran norma hasta hace nada y que ahora nos parecen antediluvianos y ridículos. “¡Al loro, que no estamos tan mal!”, dijo una vez Joan Laporta en frase inmortal. Y era cierto. La presencia de mujeres en ámbitos donde antes ni estaban o eran personajes secundarios, es un asunto que mejora a una velocidad próxima a la de la luz, aunque nos parezca que no terminamos de despegar de este planeta perdido en la galaxia. En Los Increíbles 2, por ejemplo, es la heroína quien se juega el pellejo para salvar al mundo mientras el maromo se queda en casa cuidando a los retoños. Y no nos choca. Y casi no caemos en la cuenta de lo extraño que era esto hace poco, en nuestras pantallas. El día que no tengamos ni que mencionarlo la batalla habrá sido ganada. Antes estas cosas sólo pasaban en el cómic underground, en el teatro alternativo, en las películas rarunas y descacharradas que Quentin Tarantino veía en su famoso videoclub de Brooklyn...


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Pelo malo

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Hay madres que no quieren a sus hijos. Pocas, pero las hay.ñ Aunque parezca una monstruosidad, una violación de los mandamientos naturales. Madres que los sienten ajenos, como si no fueran propios, sino alquilados, transitorios, y los estuvieran cangureando para hacerle un servicio a otra mujer. Muchas de ellas son madres responsables que los cuidan, los protegen, los introducen poco a poco en el tráfago de la vida, pero en realidad no sienten el apego que la biología les demanda. Algunas se sienten culpables y otras lo llevan como pueden. Algunas ni siquiera se dan cuenta de esa falta de sentimiento. A veces, tras el nacimiento, la impronta no se produce y se aplaza sine die. Y nunca llega. Otras veces, el desapego es un sentimiento progresivo, que va surgiendo en la crianza y tiñe de sombras el amor primero. Una decepción, un hartazgo, un encontronazo de caracteres sin solución...



    Habría que preguntarle a Marta, la protagonista de Pelo malo, cuál es su particular desencanto con Junior, ese niño recalcitrante que se alisa los rizos con mayonesa para jugar a ser cantante de éxito ante el espejo. Uno de pelo largo, melenudo, brillante, como su compatriota José Luis Rodríguez, un puma del micrófono que deje patidifusas a las nenas... O a los nenes, ojo, porque Marta -que ya está hasta los ovarios de su crío por otros asuntos, y que además tiene otro pequeñajo que alimentar, y se gana la vida por Caracas en trabajos miserables, y aguanta el trato vejatorio de empleadores que sólo prometen laburo a cambio de sexo- tiene, además, que apoquinar con la sospecha de que su hijo está entrando en las tinieblas de la homosexualidad, que diría el señor cura de la parroquia. Y tal sospecha, que en principio no debería subvertir el amor de una madre, en Marta es como la gota que colma el vaso de una desunión, de un principio de renuncia...


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La delgada línea roja

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Cuando rugen las ametralladoras, La delgada línea roja no escatima sangres ni intestinos para hacernos entender la brutalidad de una guerra. Pero luego, cuando el silencio se apodera de la isla de Guadalcanal, la cámara pasea por la naturaleza exuberante para lamentar tanta herida abierta y tanto salvajismo de los humanos. Así resumida, la película parece una obra comprometida, antibélica, de claro mensaje pacifista. Pero no lo es. Es una película fascinante en lo formal, pero muy tramposa en su denuncia. El soldado Witt, que es la voz en off que aprovecha los remansos del combate para reflexionar , se hace mil preguntas del tipo: "¿qué oscura ceguera se ha apoderado de los hombres?", o "¿cuánta crueldad somos capaces de asimilar?" "¿En qué momento nos desviamos del recto camino de la fraternidad?," y cosas así, solemnidades que no conducen a nada, sólo a la filosofía barata, y a la ocultación torticera de los hechos.


    Al soldado Witt habría que explicarle que la guerra nunca es producto de una insania, de una locura transitoria. Aunque su desarrollo sea caótico y brutal, la guerra siempre obedece al interés concreto de unos fulanos muy avariciosos que jamás luchan en ella. Y que jamás, tampoco, envían a sus hijos al frente. Mercaderes que cuando ven peligrar sus beneficios presionan a los gobiernos para abrir rutas, expandir mercados, acceder a materias primas. Desde las Guerras Púnicas a la invasión de Irak pasando por la II Guerra Mundial... El soldado Witt -y con él Terrence Malick, que es como el ventrílocuo que mueve el muñeco- prefieren hacerse los suecos ante estas evidencias de lo bélico, y se lanzan a la poesía sobre la podredumbre humana, y sobre el Mal que habita en nuestro interior... Bah. Gilipolleces. De nuevo el pecado original, como predican los curas en su falacia de cada domingo. Yo entiendo que La delgada línea roja no aproveche el silencio de los cañones para darnos una lección sobre la geopolítica de los años cuarenta en el Océano Pacífico. Para eso ya están los documentales, y los libros de historia. Pero que tampoco nos tomen por tontos, con su literatura espiritual, y su antropología de catecismo.


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Purple Rain

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Prince, que iba veinte años por delante con su música, se nos murió veinte años por detrás. Se pasó con las ingestas, como tantos otros, y nos dejó con el gesto de tristeza y la nostalgia de la adolescencia. Qué manía tienen estos genios de morirse antes de tiempo... Las personas improductivas caminamos con más cuidado hacia la muerte, más o menos rectilíneos por las carreteras, pero los genios siguen trayectorias perpendiculares, cruzadas, más bien locas, como los  gatos trastornados. Y así, sin respetar tránsitos ni señales, van dando tumbos contra los arcenes, y contra los guardarraíles. Y algunos, como Prince, se quedan en el camino. O como el artista anteriormente conocido como Prince, que ya no sé muy bien por dónde andábamos, la verdad sea dicha...


    Purple Rain -y con esto no descubro gran cosa- ni siquiera es una película. Es un vehículo de promoción. Un videoclip alargado. Un autobombo que la Warner Bros. le sufragó a Prince para luego vender discos como churros.  O cintas de casete, como la que yo tenía en mi adolescencia de León, tan lejos de los contoneos lúbricos y de las propuestas sexuales. El guión de Purple Rain es de vergüenza ajena. Prince no es un actor. Y los que pululan a su alrededor, salvo la guapísima Apollonia Kotero, dicen en el making off que tampoco. Purple Rain es un despropósito general y lamentable. Risible, en algunos momentos. Sólo cuando Prince ataca The beautiful ones siento que me embarga la emoción, porque esa canción la sentía muy mía en los calabazares de Léon, cuando me enamoraba perdidamente y la chavala respondía que tenía mejores candidatos... Pero es poco, muy poco, The beautiful ones, para soportar tanta tontería. Tanta complacencia en el propio y minúsculo ombligo de Prince, que aquí se agiganta hasta ocupar el volumen completo del sistema solar.

     Pero al fin, allá por la hora y veinte de metraje, llega Purple Rain, la canción, y todos los pecados del Prince actor - o lo que sea- quedan perdonados. Ego te absolvo, hijo mío, porque Purple Rain se convierte en un remanso del espíritu. Una balada desgarradora que habla de ese limbo indefinible entre el amor y el desamor, entre el vete y el ven, entre quiero acostarme contigo y ojalá no te hubiera conocido. Nadie ha sabido explicar todavía si la lluvia púrpura era un reflejo de los neones o una guarrada de la mente calenturienta.



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Vida privada

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Las parejas que ya no follan, que encadenan meses de mutua indiferencia sin mediar una tara o una enfermedad, han dejado de ser parejas. Siguen siendo dos personas, claro, y el diccionario de la RAE, siempre tan puntilloso, no les va a privar de ese estatus superior de lo numérico. Pero estas personas ya no son amantes, sino otra cosa: compañeros de dormir, o colegas de la rutina. Dos nostálgicos, quizá, del amor perdido. Donde no hay sexo quizá reina el cariño, el apoyo, la mutua confianza... Esas palabras tan nobles pero tan paticortas. El amor, sin el sexo, ya no es amor, del mismo modo que la paella, sin arroz, ya no es paella. Puede salir un guiso muy sabroso con los otros ingredientes, pero hay que ponerle otro nombre para no engañar, y no engañarse. Como dicen ahora los modernos, currarse un naming.

    Rachel y Richard son  ex-pareja y residentes en Nueva York, que diría la azafata del Un, dos, tres. Parecen salidos de una película de Woody Allen, con sus inquietudes culturales y sus neurosis manhattianas. Ponen música clásica en casa, juegan al squash con sus amistades y hablan mucho de sexo sin practicarlo, en los minutos previos al dormir. Rachel y Richard hace ya algún tiempo que traspasaron la frontera de los cuarenta años y desean tener un hijo a toda costa. Incapacitados para la fecundación “natural”, recurren a la fecundación in vitro, en consultas muy complejas con médicos que cobran un pastón por cada intento. Pero encadenan un fracaso tras otro, y la película, que empieza con tintes de comedia, termina convirtiéndose en un viaje simbólico  al corazón de las tinieblas... El tono se vuelve triste y amargo. 

    Pero eso no es lo peor de Vida privada: lo peor es que el espectador vive una disonancia emocional continua con esta pareja desesperada. Rachel y Richard son buena gente, pero están cometiendo un error fatal. Hace mucho, mucho tiempo -y fue además en una galaxia muy lejana- que ellos ya no follan, y es obvio que su relación se ha vuelto insatisfactoria y disfuncional. Ya no se aman. Y en ese contexto tan poco propicio para la paternidad, aunque la directora de la función se empeñe en conmovernos con su desgracia reproductiva, nosotros, en el sofá, casi nos alegramos de que la ciencia, en esta caso, no acierte a dar con la solución.



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Niñato

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Hubo una época en la que quise ser escritor y fracasé sin ninguna gloria. Escribía mal, mal de cojones, arrítmico y empalagoso, y además no tenía grandes cosas que contar: ni amores de película ni excursiones al Himalaya. Una impostura de intelectual que afortunadamente sólo aguantó dos miradas ante el espejo. Cuando me di cuenta de que estaba haciendo el ridículo supino, por el mundillo provincial ya se traficaba con mi novela infumable e ilegible. A veces, en mitad de la noche, me despertaba una pesadilla recurrente: la humanidad quedaba arrasada en un holocausto nuclear, y todos los libros del mundo ardían o se volatilizaban menos el mío, que sobrevivía, de chiripa, en algún rincón de un almacén, para que la civilización extraterrestre que lo encontrara se formara una opinión todavía más lamentable de los seres humanos.

    Sin embargo, en aquel mundillo de los escritores provincianos, conocí a gente que todavía escribía peor que yo: literatos pedantes, insufribles, que contaban unos rollos cebolléticos sobre sus recuerdos de la Guerra Civil o sobre el abuelo que les regalaba los Werther's Original... Unos plastas de padre y muy señor mío que sin embargo triunfaban, y publicaban, y vendían, porque conocían a Fulano, o a Mengano, que era su cuñado, o tenían a un panegirista en el periódico local con el que luego se tomaban los chatos y las rabas de calamar. Y al revés: también conocí escritores maravillosos, deslumbrantes, de morirte de la pura envidia, pero que jamás salían en las reseñas porque no tenían padrinos ni mecenas, y se quedaban ahí, atorados en sus oficios de bancarios o de maestros, anónimos para el mundo de la literatura.

    Me he acordado de todo esto mientras veía Niñato, que todavía no sé si es una película, un documental, o un experimento fílmico. En cualquier caso, el invento de alguien que sin duda está bien apadrinado, que ha conseguido colar su historia en las reseñas de las revistas. Luego te pones a verla y ni siquiera se entiende bien, ni la trama, ni los diálogos, ni la intención última del empeño. Algo sobre la educación de los niños, sobre cómo maduran y tal. No sé...

    ¿Y si Niñato es la única película que sobrevive al holocausto nuclear, junto a mi libro ya descatalogado, y los extraterrestres nunca llegan a saber que existió El hombre tranquilo, ni El Padrino II, ni Los ensayos de Montaigne...?





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Arde Madrid

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En aquella España de Arde Madrid el sexo fuera del matrimonio era una práctica clandestina que sólo se practicaba en lugares muy apartados, o en sótanos muy profundos, a escondidas del Triángulo que todo lo ve. Pero es que luego, el sexo dentro del matrimonio, que era el único consentido por el Concilio de Trento, era una actividad sospechosa que cuando no iba encaminada a la reproducción retrataba a los hombres como cerdos, y a las mujeres como casquivanas. 

El sexo fue la gran frustración de la Patria única, grande y libre. La fuente primordial de su neurosis. Mucho más que la ausencia de democracia, o que los mostachos malencarados de la Guardia Civil. La gente que folla es feliz y no se preocupa mucho por el régimen político que la gobierna. Esto es así, aunque los politólogos no estén de acuerdo. Y la gente, en aquella España donde Ava Gardner irrumpió como una súcuba de Tasmania, follaba muy poco y además follaba muy mal, y a destiempo, y con mucho sentimiento de culpa. Al final fue esa grieta, y no otra, la que derrumbó al Reich Hispano que iba a durar mil años y lo que rondaría la morena.

    Nada se movió en este país hasta que los españolitos descubrieron a la extranjeras paseándose en las playas, con aquellos bikinis que dejaban muy poco margen a la imaginación. Y cuando supieron que más allá de los Pirineos el sexo era una práctica jovial desprovista de tabúes, una alegría más de la vida que tonificaba los músculos y endulzaba las pesadumbres, decidieron que ellos también querían una democracia como aquella. Con un rey de los borbones que la encabezara, si no había otro remedio... 

    La Transición, al contrario de lo que enseñaba Victoria Prego en los documentales, no empezó con una toma de conciencia política, sino con un calentón en la entrepierna. Y Ava Gardner fue la primera misionera que vino a subir la temperatura. Si Cristobal Colón desembarcó en América para aguarles la fiesta a los indios con taparrabos, Ava, en un viaje inverso, generosa y borracha, desembarcó en los Madriles para devolvernos la alegría de follar.




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22 de julio

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Enfrentado a las grandes tragedias de nuestro tiempo, este blog prefiere deslizarse por el comentario irónico y al chascarrillo tontorrón. Un ejercicio cínico ante las cosas del mundo, como si me las diera de ermitaño en la montaña, o de Montaigne en su castillo. O de Diógenes en su tonel. Un tipo de vuelta de todo, sabio y jocoso en el otoño de la edad. El resultado, claro, suele ser más bien patético, de vérsele a uno la impostura y la falta de oficio. Porque a fin de cuentas, uno, de la vida, sólo ha visto las sombras proyectadas en la cueva de Platón. 

    Pero ése es mi registro, qué le vamos a hacer: mi tono habitual, lo que me sale de la entraña cuando cojo la pluma y pincho con ella en las teclas del ordenador. Mi oficio es hacer comedia de las tragedias sumadas al tiempo, como formuló Woody Allen en su famosísima ecuación. Al igual que E=mc2, C=T+t, es otra igualdad que sostiene la estructura básica de nuestro universo, y que yo tengo puesta en un cartel que está siempre a la vista, aquí donde escribo.

    Y claro: llegan películas como 22 de julio y me quedo paralizado, con la escritura amordazada, jugando al solitario o al Apalabrados en el ordenador, haciendo tiempo a ver qué sale de las meninges contrariadas. De la matanza perpetrada por Anders Breivik en la isla de Utoya -y unas horas antes en el complejo gubernamental- poca ironía puede hacerse. Ninguna, la verdad. La locura de Breivik, el "caballero templario", es el terror en estado puro. Imaginarse a ese fulano disparando sobre un grupo de adolescentes como quien mata conejos en su finca ya es difícil de tragar. Verlo, ahora, representado en pantalla, ejecutando sus "crímenes políticos" ante la cámara temblorosa y puñetera de Paul Greengrass -que ya parece, por cierto, un director especializado en masacres contemporáneas-, le amarga a uno la digestión de la cena, y le crea, además, un sentimiento de culpabilidad, por haberse prestado a este juego malsano como espectador.

     El primer tercio de 22 de julio es asqueroso, pero es una obra maestra, no sé si se entenderá; los dos tercios restantes sostienen un discurso optimista, reparador, pero son tan aburridos como un telefilm de Antena 3 en la sobremesa. Es una jodida contradicción.


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