Un novio para mi mujer

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Una mañana te levantas decidido y te conjuras ante el espejo para decirle a tu mujer: “Lo dejo”. Pero luego, en el cara a cara, no terminas de atreverte. No encuentras el valor que hace cinco minutos relucía sobre tu cabeza como el aura de un santo, o como la llama de Pentecostés. Tu valor era la luz que alumbraba el recto camino, y la inaplazable decisión. Hace cinco minutos ya estabas, como quien dice, separado. Virtualmente pre-divorciado, a falta de los papeles que habría que firmar en un despacho de abogados. Un mero protocolo, después del esfuerzo de pronunciar las dos palabras decisivas: “ Lo dejo”

Pero ahora, en el desayuno, mientras ella te cuenta historias que no penetran en tus oídos, te pones a jugar con la margarina, con la tostada, con el café que se enfría en la taza, diciendo “vaya”, y “uf”, y “caray”, noqueado por la cobardía de nuevo recobrada. Te palpas la cabeza un par de veces con disimulo, como si estimaras las deforestaciones de tu cráneo, pero en realidad estás buscando el valor que hace unos minutos te acompañaba y te distinguía: su calor, y su tacto agradable. Pero ya no está. El muy cabrón ha aprovechado un despiste para apearse de la montura y poner pies en polvorosa, escaleras abajo. Dónde andará ya el muy despreciable, el muy hijo de puta, el puto valor, que siempre aparece cuando menos se le necesita: en los ensayos y en las prácticas de fogueo. En los ejercicios de calentamiento. En la acción no-real o figurada. Nunca cuando llega el partido de verdad, cuando empiezan a caer los obuses en la batalla. A la hora de la verdad, el valor es un cobarde. Un desertor de la patria. Un traidor de los ideales.

Piensas, ya resignado a tu mudez, que pasarás muchos años de relación infeliz hasta que el valor regrese como el hijo pródigo de la parábola. Piensas que si se despista unos años de más, ya no habrá manera de desandar lo caminado. Serás demasiado viejo, y demasiado perezoso.  Resignación, hermano, te dices.

De pronto, como iluminado por otra llama, se te ocurre que la solución a tu cobardía está en encontrar un novio para tu mujer. Y que sea ella, enamorada del otro, la que se arme de valor para dejarte en otro desayuno.



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Madres paralelas

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Desde el principio había algo que fallaba estrepitosamente en “Madres paralelas”. Algo indefinido y molesto. Los espectadores movíamos mucho los dedos de los pies, y carraspeábamos como queriendo iniciar una queja de cinéfilos. Pero como no sabíamos definir lo que nos mosqueaba, al final nos quedábamos a media intención, medio mudos, o medio tosidos, según la postura. Quizá, simplemente, es que nos daba miedo criticar a Pedro Almodóvar de buenas a primeras, a quemarropa, sin concederle unos minutos de cortesía. Como si nos doliera señalar la imprevista desnudez de su nuevo emperador.

De pronto, hacia el minuto veinte, en un unísono telepático que nos sacó la risa más tonta del repertorio, giramos las cabezas, nos miramos con cara de Arquímedes gritando ¡eureka! y nos dijimos: “Hablan raro, ¿no?” Y era eso, justamente: que hablaban raro, como atrapados en un teatro para pedantes de la palabra. Como criaturas de un novelista con muy poco oído para el lenguaje coloquial, o con muchas ganas de epatar al personal. Más aún: “Madres paralelas” era un recitativo de actores y actrices que no se creían para nada el texto que declamaban.

-                      - Mejorará -nos dijimos mientras desenredábamos la mirada, pero lo cierto es que “Madres paralelas” ya nunca remontó. Al revés: se fue hundiendo más y más en un fango de frases bobas y de diálogos sin veracidad. Todo muy bien dicho, pero gélido y sin alma. Un compendio de altisonancias sin resonancias, quiero decir.

    Me acordé, de pronto, de aquella entrevista  que le hicieron a Alec Guinness cuando estaba rodando “La guerra de las galaxias” en Inglaterra. Sir Alec vino a decir que no entendía nada de las majaderías que George Lucas adjudicaba al personaje de Obi Wan – “¡Siente la Fuerza, Luke!", y cosas así- pero que él era un profesional como la copa de un pino y que se debía a sus líneas de diálogo y a las indicaciones de su director. Y así es, un poco, o un bastante, “Madres paralelas”: actores y actrices que recorren los caminos de la Fuerza Almodovareña mientras piensan dónde van a cenar cuando acaben de rodar.





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La invención de Hugo

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Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine, que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo. Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.

Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès, el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro. Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición. De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después -el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo segundo de divina inspiración.

La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te cuento.





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El verdugo

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“El verdugo” fue aplaudida por el antifranquismo como una comedia negra que protestaba contra la pena de muerte. La crítica escribió que la película era una excusa muy hábil para retratar la inmoralidad de las leyes, y la podredumbre del sistema, y que Azcona y Berlanga eran dos tipos muy listos que habían liado a los censores con los escarceos sexuales mientras cebaban con pólvora los cañones de la pena capital.

    Es indudable que Azcona y Berlanga se posicionan contra la pena de muerte en "El verdugo", y que dejan caer su crítica en un par de líneas de diálogos “inocentes”, aparte de lo grotesco de las situaciones. “Yo pienso que todo el mundo tiene que morirse en su cama...”, dice el personaje de Nino Manfredi. Pero tengo la impresión de que Azcona y Berlanga sobrevuelan lo espinoso como queriendo pasar rápidamente a lo sustancial, que es otra cosa. Me da -es un pálpito, una lectura quizá demasiado personal- que en “El verdugo” se ponen más antropólogos que políticos, más biólogos que filósofos, y que lo que les interesaba de verdad era hablar de la maldición del trabajo, y del hombre atrapado en el matrimonio. De la suerte que le espera al homínido que se deja llevar por los instintos genitales y luego se ve atrapado en las responsabilidades derivadas.

Que Franco era un militar carnicero o  que la pena de muerte era una práctica del Medievo son dos evidencias que no necesitaban mayor explicación. Azcona y Berlanga, más inteligentes que todo eso, dan el asunto por archisabido y lo utilizan como telón de fondo para narrar una historia de pobres que se enamoran. Aquí lo que importa es que hay un piso precioso en Madrid, amplio, luminoso, con vistas a la sierra de Guadarrama, y que si José Luis Rodríguez -que no es el Puma, sino un pobre desgraciado- no hereda el oficio de su suegro, todos tendrán que regresar al piso de mala muerte a malvivir de su parco sueldo en la funeraria. Un asunto socioeconómico, en un último término, si es que en la vida hay algo que no sea socioeconómico. La infraestructura, y la superestructura, que  explicaba el abuelo Karl. 



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Fue la mano de Dios

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Jorge Valdano estaba allí, siguiendo la jugada a escasos metros, cuando Maradona se elevó por encima de Peter Shilton y marcó aquel gol con el puño del hombre y la mano de Dios. Fue justo entonces cuando Maradona se fusionó con la divinidad y no antes, como dicen en Barcelona. Luego ganó el Mundial, regresó a Nápoles y allí fundó una religión para gozo de Paolo Sorrentino. Pero Diego fue un dios sospechoso, lleno de defectos y viruelas, más parecido a un gamberro del Olimpo que a una deidad presentable de los catecismos.

Decía que Valdano estaba allí porque fue él quien dijo, muchos años después, cuando ya se nos hizo catedrático de la palabra, que el fútbol es el asunto más importante de los menos importantes. O el más importante de los menos importantes, ya no recuerdo bien. Da igual: el mensaje es el mismo. Primero están la salud, la familia y el amor, como en los tests de las revistas, o las consultas de los cartomantes. Y ya, luego, el fútbol, que es el alimento de los domingos, la pasión de los abúlicos, la victoria (cuando se produce) de los derrotados. Sé muy bien de lo que hablo. Quitando lo sustancial, el fútbol es el asunto central de los calendarios, y Sorrentino ha construido sus película siguiendo esa sentencia irrebatible de Valdano.

Su yo adolescente vivía entregado día y noche al sueño de Maradona, deshojando tréboles arrancados del estadio de San Paolo: vendrá, no vendrá... A los diecisiete años das la salud por descontada, la familia por descontada, y el amor... Bueno, el amor ya vendrá, piensas. En una escena de la película, el joven Sorrentino es interpelado por su hermano: “¿Prefieres echar un polvo con la tía Patrizia -que es una mujer despampanante- o que Maradona fiche por el Nápoles?” Y Sorrentino responde, casi sin pensar, aplacando la erección incipiente: “Maradona”. Yo le entiendo muy bien. Pero luego viene la etapa de aprendizaje, las hostias de la vida, y el fútbol va cayéndose del pedestal. De eso va la película. Un día todo se pone patas arriba y el fútbol se queda como un rescoldo de las pasiones infantiles. Importantísimo, ma non troppo.


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Petite maman

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Si a mí, con ocho años de edad, se me hubiera aparecido mi hijo de ocho años para decirme que eso, que es mi hijo, y que ha venido del futuro para decirme que nos volveremos a encontrar, pues no sé... Diría que me hubiera entrado la risa lo primero, convencido de que todo era una broma del más cabroncete del colegio. Un primo del prenda, que se hacía pasar por tal. Pero a saber. Con ocho años te crees cualquier cosa que tenga que ver con el realismo mágico. A esa edad aún coexistes con los Reyes Magos, con el Ratoncito Pérez, con Jesucristo y sus milagros, como en un gran Macondo de Aurelianos y José Arcadios. La infancia es la época más feliz de la vida porque no hay hormonas jodiendo la marrana, y también porque son múltiples las escapatorias del dolor: está la fantasía, la religión, la arcadia de los sueños... Luego llega la realidad y se reducen las salidas. Tanto que ya solo quedan dos carreteras para escapar de la ciudad: aceptar lo que hay o entregarse a la locura.

A mi hijo de ocho años, aceptado como tal, le hubiera preguntado primero por su madre. Quién es, cómo se llama, a qué dedica el tiempo libre... Es un suponer. Quizá ni siquiera eso. Con ocho años las niñas formaban parte del paisaje pero no eran importantes. Se integraban en nuestros juegos o trataban de boicotearlos, según, pero nos daba un poco igual. Aún no las deseábamos, ni las temíamos. Ni ellas a nosotros. No hubiéramos sabido ni cómo reproducirnos, de ponernos a la tarea. Era una convivencia neutra e indolora. Así que no sé...

Puede que al final le hubiese preguntado por el futuro de donde procedía: cómo eran las ropas, los coches, los cohetes espaciales, todo eso que salía en las películas de ciencia-ficción y que nunca se cumplió. Él me habría hablado de internet, de Netflix, de teléfonos móviles, maravillas de la ciencia totalmente insospechadas. Creo que por ahí se hubiera cimentado nuestra amistad y nuestro entendimiento, superada la sorpresa. Padre e hijo hablando de cacharricos y de deportes sin fin que daban por una cosa llamada fibra óptica, cuando en mi casa, en León, en 1980, todavía no veíamos ni el UHF.



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Mandíbulas

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Hacía meses que no me enfrentaba a este folio sin nada que decir. Esto me pasaba mucho antes, al inicio del blog, cuando no sabía por dónde tirar o la película no me inspiraba. Entonces, como en la vida real, para rellenar los silencios incómodos, yo me ponía a contar gilipolleces que me condenaban ante los hombres y me tiznaban ante las mujeres. Gilipolleces más sangrantes que las de ahora, que ya es decir: más vacías, más estomagantes, y peor escritas además.

Pero luego (creo) he aprendido a disimular. Ahora asocio unas cosas con otras, tiro de mi vida personal, rebusco en los álbumes de la nostalgia y así, con más pena que gloria, con más sebo que carne, cumplo con esta obligación diaria que solo yo me impongo, y que solo a mí me concierne, para luego poder dormir tranquilo en mi camita.

Pero hoy... Hoy comparezco desarmado ante esta soberana gilipollez titulada “Mandíbulas”. Lo tragicómico es que estuve desesperado por verla, e intenté descargarla no sé cuántas veces, espoleado por el entusiasmo de los críticos. Pero unas veces me salía en francés sin subtítulos, y otras en francés con subtítulos en mandarín. O me salía un doblaje latino, o un screener como una catedral. O un archivo corrupto. O una película porno con el título falseado, que casi siempre es de la factoría “Brazzers”, esa de las mujeres con los pechos gigantescos... En fin: no me quiero enredar. En fin: las mil y una desgracias que nos suceden a los bucaneros del oficio. Sobre todo si se buscan productos raros y uno es perseverante hasta rayar el neuroticismo.

Bueno: ya voy por la línea 20. Queda menos. No sé si lo conseguiré hoy, lo del folio completo. ¿Que de qué va “Mandíbulas”, se están preguntando? Pues de dos imbéciles con todas las letras que tienen que hacer un encargo de maleantes a lo Tarantino y se encuentran (sic) con una mosca gigante a la que deciden amaestrar para convertirla en un dron que robe las cosas y se las traiga en las mandíbulas. Sic, sí...

Lo único decente de la película es que sale Adèle Exarchopoulos y que me han entrado unas ganas irresistibles de volver a ver “La vida de Adèle”. Eso sí que era un peliculón. Fin del folio.



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El disidente

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A Jamal Khashoggi, que era un periodista saudí crítico con el régimen de su país, lo mataron justo antes de que al chino se le cayera la probeta y tuviéramos que vacunarnos tres veces antes de que cantara el gallo. Quizá por eso tenemos aquel asesinato un poco difuminado, perdido en el desván de los asuntos internacionales. Y como hoy andaba mortalmente aburrido en la tarde mortal, he decidido descargar este documental para refrescar.

En realidad, los sicarios del jeque no se contentaron con matar a Khashoggi. Lo hicieron... pedazos, o cenizas, no sé sabe muy bien, para así sacarlo de la embajada en bolsas o en maletines, como en una película macabra de los hermanos Coen. La cosa del cadáver no queda muy clara, pero es verdad que yo tampoco andaba muy atento. A medio metraje ya estaba bostezando con el incidente internacional y arrepentido de haberme metido en este berenjenal. Tras presentarnos al bueno de Jamal y explicarnos la naturaleza del conflicto [a) Khashoggi escribía ditirambos contra el jeque para el Washington Post; b) un día entró en la embajada saudí de Estambul para pedir un certificado; c) nunca más se supo de él y d) los que supuestamente ordenaron el crimen salieron de rositas y siguen estrechando manos por el mundo entero], todo se vuelve repetitivo y desconcertante. Desconcertante porque este documental venía muy avalado, y muy alabado también, y resulta que se agota a los veinte minutos de empezar. Todo lo demás, hasta llegar al final, es filfa, estiramiento y truculencia. Apología del personaje -que no digo que no- y condena del régimen saudí -que ya sabemos y firmamos.

Y digo que firmamos porque aquí en España ya sabemos lo majos que son estos señores de Arabia Saudí gracias a nuestra “relación especial y fraternal”, de coronado a coronado, de comisión en comisión. Sobre ruedas, vamos. Como un tren bala diría yo. Tanto que ahora mismo estamos jugando la Supercopa de España en mitad del Desierto de las Libertades, en el verde segadito del Paraíso de las Mujeres. Si el rey emérito puso una pica en La Meca, sus lameculos institucionales, o los lameculos de su hijo, no se iban a quedar a la zaga.





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