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Muerte de un ciclista

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El matrimonio burgués que conocieron la mayor parte de nuestros antepasados era una forma de prostitución encubierta. Creo que el abuelo Karl y el tío Engels escribieron algo sobre esto... A cambio de un techo y de tres comidas diarias, las mujeres que no podían independizarse limpiaban la casa de lunes a viernes y se abrían de piernas los sábados por la noche con más o menos entusiasmo. Era el famoso sábado-sabadete del que seguramente proceden muchos zigotos de nuestra generación. Si había alegría en el encuentro lo llamaban amor; y si no, pacífica convivencia, o matrimonio veterano. 

¿Quiere esto decir que nuestras madres o nuestras abuelas eran todas unas putas? Por supuesto que no. Ocurre, simplemente, que no tenían más remedio que avenirse a estas condiciones, atrapadas en un convenio sin estudios, sin formación, sin alicientes para emanciparse. Solo un puñado de mujeres estudiaban una carrera o abrían un negocio para no depender jamás de un hombre al que no pudieran amar. Porque acostarse con un hombre al que no amas, solo por miedo a verte en la calle, se llama eso, resignación. El feminismo trajo un viento de renovación en las casas que ya olían a resobado.

En “Muerte de un ciclista”, Lucía Bosé se prostituye sin muchos disimulos casándose con un empresario que hace pingües negocios bajo el franquismo. Su marido es un vencedor de la guerra con bigotito y carnet de Falange, lo que en los años 50 era lo más de lo más: pisazo en Madrid, apartamento en la playa y una muchacha como las que encarnaba Gracita Morales para limpiar el polvo y vestir a los niños por la mañana. Cena en Chicote, comida en el Ritz y de vez en cuando una escapada a París para revestir el contrato de romanticismo. Lucía sabe, y su marido sabe, y aquí, felizmente, aunque casposamente, nadie se lleva a engaño. 

¿Estaban permitidos los amantes para entregarse a una pasión verdadera? En la España de esos años sí, perp para él, no para ella. Porque los curas vigilaban, y los amigos murmuraban, y además te pedían el libro de familia en los hoteles. El sexo en casa era una prostitución, y fuera de ella, una clandestinidad como de comunistas.  




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Calle Mayor

🌟🌟🌟🌟


Leo en internet que para darle un lustre internacional a la película, Juan Antonio Bardem entró en coproducción con los franceses y contrató a una estrella americana para darle pedigrí a un reparto plagado de desconocidos. La elegida fue Betsy Blair, que quizá no era precisamente las estrella más rutilante de Hollywood -tampoco creo que Bardem hubiera tenido dinero para más- pero que por entonces era la mujer de Gene Kelly y era una actriz notable y entregada. 

El problema es que Betsy Blair es demasiado guapa para representar el papel de Isabel. Es lo que pasa cuando contratas a una actriz anglosajona y la pones a vestir santos en una película ambientada en la España franquista, haciendo de solterona a la que ningún hombre toma en consideración. Es inconcebible, un error de casting morrocotudo, aunque entendible por el parné. Y aunque “Calle Mayor” es una película estimable y sigue estremeciendo en su desenlace sin concesiones, uno no puede creérsela del todo y a ratos se sale de la película para ver cómo van los ciclistas del Tour de Francia por los Pirineos. 

Incluso en blanco y negro se nota que Betsy Blair es medio pelirroja y que no pega ni con cola paseando por la calle Mayor de Palencia o de Logroño, pues en ambas se rodaron los esfuerzos peripatéticos de la película. En la España nacional y católica de 1956, una mujer como Isabel, con el único objetivo vital de casarse y de tener hijos, jamás hubiera llegado a los treinta y cinco años declarados sin haber encontrado un hombre decente y enamorado. Abogados, médicos, ingenieros, traficantes de esclavos... Constructores y terratenientes. Toreros y ministros. Torturadores  y otros militares. Comisarios de la policía y prebostes de la Falange. No le hubieran faltado candidatos para elegir un espermatozoide adecuado entre las clases dirigentes del franquismo. 

(Por cierto: a mí también me han gastado esa broma tan divertida: la de te amo-me quiero casar contigo-ja, ja, te lo has creído... No exactamente así, pero casi. Lo cuanto en mi autobiografía: “Voy mejorando con la edad, a ver si me da tiempo”. Todo un best-seller. De venta en kioscos y librerías. En internet no, que se piratea muy fácil). 





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El puente

🌟🌟🌟


"El puente", al principio, parece otra españolada de Alfredo Landa buscando suecas en bikini. O mejor sin bikini. ¡Pero no es posible! -nos decimos- porque esto es una película de Juan Antonio Bardem, y el tío de don Javier hacía cine social y reivindicativo, comunista incluso, aunque a veces tuviera que disimular ante la censura. 

Alfredo Landa es un mecánico que al llegar el puente de Ferragosto coge la moto y se dirige a Torremolinos para darse unas alegrías epicúreas: tomar el sol, zamparse una paella como Dios manda y luego, aprovechando la canícula, cuando las suecas yacen más aletargadas en la playa, presentarse como un latín lover capaz de dejarlas satisfechas en la cama. Lo tiene crudo -pensamos con malicia los feos del siglo XXI-  pero también es verdad que las tías se pirran por cualquier tolai que vaya vestido de motero: será la chupa, y la chulería, y la chepa que se les queda. La triple "ch" terrorífica. Mientras veo “El puente” lamento mucho no haberme comprado una moto en  mi juventud: me hubiera roto muchas costillas, sí , y puede que alguna crisma también, pero jo, resultado garantizado, como un conjuro de hechicero.  

En "El puente", Alfredo Landa tiene algo de “easy rider” que se alimenta no con porros, sino con bocatas de calamares. También tiene algo de don Quijote cuando cruza las estepas en busca de su sueño de mujer: Dulcinea de Estocolmo, o Ingrid del Toboso. No monta a Rocinante, pero sí a la “Poderosa”; y yo, que tengo mucha memoria para las cosas bolcheviques, confirmaré en internet que la “Poderosa” era la moto con la que Ernesto Guevara y su amigo Alberto Granado cruzaron el Cono Sur para tomar conciencia de la desigualdad y la pobreza. 

Tate, me digo: aquí está el señor Bardem preparando algo gordo. ¿Será finalmente Alfredo Landa el Che Guevara de la Mancha, él que solo iba a meterla en adobo y presumir luego ante las amistades? Sí, era eso. Pero no conviene ponerse muy estupendos: solo cuando Landa comprenda que las suecas quedan muy lejos de sus aspiraciones, sublimará sus instintos apuntándose a la lucha revolucionaria. De nuevo la terrible idea de que los tíos felices jamás se sumarán a las barricadas. 





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Tamaño natural

🌟🌟🌟

Iba a buscar información sobre las muñecas hinchables del año 2022 para compararlas con las del año 1974, que es cuando Azcona y Berlanga rodaron esta astracanada en la Ciudad del Amor. Pero estoy en una cafetería pública, con gente que ronda mis espaldas, y la situación resultaría harto embarazosa. Qué pensarían de mí, los probos ciudadanos, y las rectas ciudadanas, al verme indagar las prestaciones, los materiales, las anatomías conseguidas... Modos de uso y de limpieza. Todo por documentarme, claro, por escribir un artículo decente y profesional. Pero cómo explicárselo, ay, a estas gentes del Noroeste, tan sencillas pero tan desconfiadas. Porque no estoy en La Pedanía, pero sí rondando las cercanías, y aquí en el valle todo el mundo se conoce. Es una endogamia genética o vecinal que te rodea por doquier.

    Podría documentarme en casa, en la intimidad de mi celda libertina, porque además allí tengo el cuarto de baño a mano por si se me descontrola la situación. Pero luego quiero leer, desplomarme en el sillón, abstraerme... Liberarme de este prurito de la escritura diaria, que es otra comezón del instinto tan pertinaz como la de los bajos, solo que en los altos. ¿Podría decirse que escribir es una masturbación del alma? ¿Un desfogue del ardor neuronal, que a veces quema tanto como el otro? No sé: estas cosas las pones en un blog de alta alcurnia, o en los diarios de un autor consagrado, y te queda bordado. Subrayable y todo. Pero las pones en estos textos arrabaleros y quedan más bien como boutades, como salidas de tono. Provocaciones parecidas a las de “Tamaño natural”, precisamente, que ya no escandalizan a nadie, salvo a los escandalizados de nacimiento.

    De todos modos, por lo que he leído en algún suplemento dominical, me da que la muñeca hinchable es otro artefacto que se profetizó como maravilloso para el siglo XXI y que sigue más o menos como estaba. Como el coche volador, o como el viaje interplanetario. Una tecnología estancada salvo los detalles de acabado. Mi teoría es que no se vende porque es un producto difícilmente disimulable: una vergüenza para esconder en el armario ropero, pero no en el pliegue de unos calzoncillos. 





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El verdugo

🌟🌟🌟🌟🌟

“El verdugo” fue aplaudida por el antifranquismo como una comedia negra que protestaba contra la pena de muerte. La crítica escribió que la película era una excusa muy hábil para retratar la inmoralidad de las leyes, y la podredumbre del sistema, y que Azcona y Berlanga eran dos tipos muy listos que habían liado a los censores con los escarceos sexuales mientras cebaban con pólvora los cañones de la pena capital.

    Es indudable que Azcona y Berlanga se posicionan contra la pena de muerte en "El verdugo", y que dejan caer su crítica en un par de líneas de diálogos “inocentes”, aparte de lo grotesco de las situaciones. “Yo pienso que todo el mundo tiene que morirse en su cama...”, dice el personaje de Nino Manfredi. Pero tengo la impresión de que Azcona y Berlanga sobrevuelan lo espinoso como queriendo pasar rápidamente a lo sustancial, que es otra cosa. Me da -es un pálpito, una lectura quizá demasiado personal- que en “El verdugo” se ponen más antropólogos que políticos, más biólogos que filósofos, y que lo que les interesaba de verdad era hablar de la maldición del trabajo, y del hombre atrapado en el matrimonio. De la suerte que le espera al homínido que se deja llevar por los instintos genitales y luego se ve atrapado en las responsabilidades derivadas.

Que Franco era un militar carnicero o  que la pena de muerte era una práctica del Medievo son dos evidencias que no necesitaban mayor explicación. Azcona y Berlanga, más inteligentes que todo eso, dan el asunto por archisabido y lo utilizan como telón de fondo para narrar una historia de pobres que se enamoran. Aquí lo que importa es que hay un piso precioso en Madrid, amplio, luminoso, con vistas a la sierra de Guadarrama, y que si José Luis Rodríguez -que no es el Puma, sino un pobre desgraciado- no hereda el oficio de su suegro, todos tendrán que regresar al piso de mala muerte a malvivir de su parco sueldo en la funeraria. Un asunto socioeconómico, en un último término, si es que en la vida hay algo que no sea socioeconómico. La infraestructura, y la superestructura, que  explicaba el abuelo Karl. 



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Plácido

🌟🌟🌟🌟🌟


La escena más sangrante de “Plácido” -y mira que hay escenas sangrantes en “Plácido”- llega cuando un pobre tiene que repartir su cesta con otro pobre y se niega. Es Nochebuena, sí, y ha nacido el niño Dios, pero da igual. Que le den morcilla, si acaso, al pedigüeño. Haber estudiado, o ponte a trabajar, o mira, directamente, que te den por el culo, como diría doña Espe muchos años después ante el pelotón de los micrófonos. Y digo doña Espe porque esa mujer, que sigue siendo la musa del darwinismo social, hubiera quedado perfecta como presidenta del Comité de Caridad, con su sonrisa de falsa y su alma putrefacta.

En manos de Azcona y Berlanga la escena del pobre parece un chiste, y además el que hace de agarrado es Manuel Alexandre, clavando como siempre al bobalicón. Te ríes mucho con su egoísmo de miserable, con su mala uva de proletario insolidario. Pero en realidad no te ríes, te escalofrías, como sucede en toda la película. “Plácido” parece un desmadre, una comedia, una astracanada en la que salen cuatro majaderos y toda su parentela. Pero en realidad es la lucha de clases a pie de calle, en acción, marxista que te cagas. Es la caridad frente al deber del Estado. Los corazones usurpando las funciones de la rectitud. Un capricho y un descalabro. Es Amancio Ortega con cenas de Navidad, en lugar de con mamógrafos para hospitales. Sentar un pobre a tu mesa de Nochebuena da para estar diseccionando politologías hasta las tantas de la mañana.

“Plácido” es una obra maestra que no deja títere con cabeza. Nadie se salva. A lo ricos ya los dábamos por descantados en su sociopatía y en su cinismo. Por ahí no se aprende nada. De la Nochebuena de “Plácido” a la Nochebuena de Felipe VI dando la matraca con la decencia de los pudientes no existe gran diferencia. Ahora los pobres están más recogidos y mejor disimulados, eso sí. Algo hemos avanzado. Negarlo sería de necios. Pero los pobres tampoco salen bien parados de la película. Por eso el abuelo Marx gritó ante todo que nos uniéramos. Que eso era lo primero. No le hicimos ni puto caso y así nos va.




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Todos a la cárcel

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Berlanga, sin Azcona, era como Butragueño sin Hugo Sánchez; como Cansado sin Faemino; como el Dúo sin Dinámico... Buenos en lo suyo, pero sin mordiente. Oliver sin Hardy, Oliver sin Benji, Esteso sin Pajares, que me he quedado sin más Olivers... Cumplidores, pero romos. Profesionales, pero alejados de la genialidad. Berlanga, al igual que ellos, tuvo que encontrar una pareja de baile para soltar los pies y echar a volar.

Antes de conocer a Rafael Azcona en los cafés de Madrid, Berlanga rodaba películas amables, divertidas, precuelas hispánicas y grises de Modern Family. Después de conocer al diablillo de Logroño -que ya había sembrado de maldades las películas de Ferreri- Berlanga trascendió su cuerpo mortal para rodar una obra maestra tras otra: películas cargadas de mala leche, ácidas como pomelos, incisivas, inteligentes, inmisericordes con la miseria moral de los humanos. Estos dos tunantes nos desnudaron. Nos enseñaron que la comunicación humana es posible -de hecho se da a todas horas- pero el entendimiento no. Que todos hemos venido a hablar de nuestro libro, como decía el otro. Que siempre hay alguien jodiendo los diálogos, las escenas, las reuniones, los besos... Que llevamos la chapuza no como un hábito adquirido, sino como un fragmento de ADN fundamental. Que somos egoístas, cicateros, pesados, plomizos, a veces absurdos, pero que la civilización nos ha enseñado a disimular cojonudamente. A veces... Todo eso nos enseñaron Azcona y Berlanga trabajando codo con codo, meninge con meninge.

Todos a la cárcel, ay, es Berlanga sin Azcona. La fase última de su filmografía. La película está bien, pero no es lo mismo. Donde no llega Azcona ponemos una pedorreta, un cagarro, un mecagoendiós y todo solucionado. Te ríes, pero echas de menos al logroñés. Todos a la cárcel es Marianico el corto y el señor Barragán. No queda ni rastro de los Monty Python, que eran otros denunciantes sanguinarios de nuestra estupidez, entre risas y tal, con muchos gags inolvidables.




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¡Vivan los novios!

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¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.

A finales de los años 60, hartos de hacer películas que triunfaban en los festivales, pero jamás en las taquillas, Azcona y Berlanga decidieron apuntarse a la moda de filmar españoles bicheando extranjeras, y rodaron la desventura sexual de Leo Pozas, un empleado de banca que  en vísperas de su matrimonio descubre el universo de las guiris en bikini, y comprende que ya es demasiado tarde para él. Que se ha equivocado de edad, de religión, de país de nacimiento... Que ha tenido que llegar al borde del barranco para comprender que su matrimonio, efectivamente, es un abismo por el que caerá nada más poner el pie. Que tras el primer polvo nupcial, y los muy escasos que esa arpía que borda Lali Soldevilla le concederá en la luna de hiel, le espera una vida de hombre enjaulado, de pajillero clandestino, de soñador entristecido de mujeres europeas.

    ¡Vivan los novios!, como no podía ser de otro modo, fue un fracaso en taquilla. A Azcona y Berlanga, incapaces de traicionarse a sí mismos, les salió una película derrumbada, negra, alimentada con la misma sangre que corría por las venas del xenomorfo de Alien: corrosiva y amarilla. Los que iban a reírse con las desventuras del pobre Pozas se quedaron con la sonrisa congelada. Porque José Luis López Vázquez, en efecto, con su calvicie y con su corta estatura, caminaba con los ojos desorbitados, y casi dislocados, por la playa de Sitges, persiguiendo escotes y nalgas como manzanas en un sueño. Pero su infortunio sexual movía más a la pena que a la carcajada, más a la piedad que al aplauso. Más al reflejo vergonzoso que a la alteridad catártica, que escribiría el pedante de la revista.... Los espectadores querían reírse de sí mismos, pero no contemplarse a sí mismos, que es una cosa diferente

    En ¡Vivan los novios! aparece una de las actrices más hermosas que uno ha visto jamás. Su nombre es Jane Fellner, e interpreta a la pintora irlandesa que engalanaba las aceras con sus tizas, y con su mera presencia. El sueño sexual de la noche veraniega de Pozas, y de cualquiera... La he buscado en internet con suma curiosidad, para saber qué fue de ella, pero sólo consta como actriz en esta película. El resto es silencio. En YouTube, en un corte de cuatro minutos, otro hombre enamorado le ha rendido un sentido homenaje: Sexy and attractive Jane Fellner. El tal Josep, el amigo Pozas, y el que esto suscribe, hemos caído bajo el mismo embrujo de su belleza, y de su misterio. Ya somos el Club de Sus Admiradores. 

                                   


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Sinatra

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Cuenta la leyenda que una vez Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charles Chaplin y quedó tercero. Lo mismo dicen de Julio Iglesias, en la versión latina: que se presentó a un concurso similar y hubo otro Julio al que le salió mejor lo del “¡Hey!”, y lo de la mano temblando en el costado.

    Sinatra, la película, cuenta la historia de un imitador de Frank Sinatra que no sabemos si vencería a Frankie en un duelo de micrófonos. Sinatra Landa se gana la vida en los espectáculos del Paralelo, en Barcelona, cantando, suponemos, el My Way, o el New York, New York, pero la verdad es que nunca vemos a don Alfredo subido al escenario, intentando dejar patidifusas a las mujeres. De su personaje sólo conocemos las desdichas en la vida civil, que son básicamente las amorosas, porque las pecuniarias, más apremiantes, las resuelve nada más empezar la película, quedándose a trabajar de portero de noche en una pensión de mala muerte.



    Sinatra Landa tiene el corazón roto porque acaba de abandonarle una mujer estupenda, guapísima, veinte centímetros más alta que él, casi como si fuera la mujer del Sinatra original. (Quizá, en un concurso de imitadoras de esposas de Frank Sinatra, Mercedes Sampietro tendría cosas que decir, codeándose con lo mejor del repertorio americano). Sinatra Landa, para olvidarla, y sacar el clavo con otro clavo, se ofrece en el mercado del amor. Pero como estamos en 1988 y todavía no existen ni Meetic ni Tinder, recorta cupones en las revistas, los rellena con sus datos personales y sus gustos más presentables, y tras adjuntar una foto favorecedora y una oración a la Virgen, lo mete todo en un sobre que depositará con un beso en un buzón de correos.

    Así se hacía, al parecer, en los viejos tiempos, cuando internet era una entelequia que todavía manejaban con trajes espaciales, y mucho cuidadín, los ingenieros americanos. Pero funcionaba. Vaya, que si funcionaba... Sinatra Landa arrasa con su belleza interior y terminará por trajinarse a la Verdú y a la Obregón, que no eran moco de pavo. Hoy en día, en la red, esas tías le bloquearían al primer saludo.

    Por cierto: la Obregón ahora nos da un poco la risa, pero jodó, con la Obregón…



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El bosque animado

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Uno tenía el recuerdo -distorsionado por el tiempo- de que El bosque animado era una comedia de gallegos pintorescos, un poco catetos, atrapados en el realismo mágico de su tierra. En mi recuerdo todo era como de troncharse de risa en la platea: el bandido Fendetestas decía “me caso en Soria” cuando saltaba al camino a dar el palo, y el pocero cojo se acostaba con la chica por la que bebía los vientos, y el alma en pena de Fiz de Cotovelo se topaba con la Santa Campaña para encontrar el recto camino de los muertos. Había un tonto fetén al que unos aristócratas desalmados vendían la fachada del Obradoiro, y un par de burguesas que en aquel entorno rural encontraban mil miedos para dar chilliditos de marujas. Una comedia amable, de Rafael Azcona disfrazado de sentimental, en ese bosque espeso de nieblas que allí llaman fraga sin ruborizarse -porque aquí, en las tierras no gallegas, dices de un bosque que es una fraga y parece que estás invocando el fantasma arbóreo de don Manuel, que quizá también anda errando camino de San Andrés de Teixido, o del palacio de la Moncloa, en frustrada peregrinación.



    Pero hoy, treinta y dos años después de aquel primer visionado -que son los mismos años que el Madrid estuvo sin ganar la Copa de Europa y parecieron una verdadera eternidad- he visto El bosque animado y se me ha caído el alma a los suelos, y la sonrisa al fregadero. No sé si es cosa de Azcona o de Wenceslao, del guionista o del novelista, pero la película es de una tristeza muy gris, espesa, de día de lluvia inconsolable. Lo que yo recordaba como una comedia es en realidad una tragedia sobre la fatalidad del destino, sobre la pobreza que no conoce remedio. Sobre la soledad que se enquista como una maldición. Parece todo muy gallego por la envoltura y por el paisaje, como muy arcaico o inevitable, pero en realidad son males que se reproducen en cualquier ecosistema de los seres humanos. Pocos sueños se cumplen, y pocos pobres escapan de la rueda. Muy pocas soledades encuentran la verdadera compañía de una comprensión. El bosque animado, sí, de la vida desanimada.

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Atraco a las 3

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Hartos de contar los billetes que otros roban a mano armada o evaden a la hacienda pública -que viene a ser lo mismo- los empleados del Banco de los Previsores del Mañana deciden autoatracar su propia oficina disfrazados de golfos apandadores y ponerse los fajos por montera. El cabecilla de la operación, Galíndez -el inmortal José Luis López Vázquez- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón, porque como él mismo dice, ha nacido para ser rico, y no puede renunciar a tener un Mercedes, a vivir en un casoplón, a visitar las playas del Caribe al lado de una mujer rubia que no le ame por su belleza interior, sino clara y sinceramente por su dinero. Ladrón, sí, pero honrado.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les escurren los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida, ni ellos, tampoco, quieren cambiarla. Sólo quieren vivir mejor, hacerse clase media, sobrellevar las penurias insoslayables con más alegría y desahogo. Presumir ante el vecindario; salir a cenar los sábados por la noche; comprarse un televisor; quizá, un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

Atraco a las 3 ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad y la amargura que esas gentes vivieron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado cincuenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan, o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la amada Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y banderas tricolores, exhibidas en libertad. El 15-M, querido Pablo, ya es otra revolución fracasada.





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